Algunos, como el columnista Juan Diego Restrepo, dicen que la Comisión histórica sobre el conflicto y sus víctimas es innecesaria. Otros, como Rafael Guarín, quieren alertarnos sobre la pretensión que tendrían Santos y Timochenko de reescribir la historia con ella. Yo creo que ninguno de ellos tiene razón, y les voy a decir por qué.
La comisión recientemente creada significa, en primer lugar, una distancia con la idea de que la verdad global se ha de determinar a partir de la palabra cierta e inobjetable de un grupo de notables escogidos, principalmente, por su idoneidad ética y moral.
Esta idea existe desde que el presidente Alfonsín debió designar a un grupo de notables para que se encargaran de investigar los crímenes durante la dictadura en Argentina, de modo que no fuera el parlamento quien lo hiciera. Allí, en función de la reconciliación, se avaló la tesis de que dichos notables tenían la autoridad para establecer el relato emblemático que da sentido al periodo mismo que se investiga, que enmarca lo memorable, y determina sus claves interpretativas. Por eso pudo ser Ernesto Sábato, quien no era ningún historiador, el que redactara en el prólogo del informe de la CONADEP la llamada “doctrina de los dos demonios”, que dice que lo ocurrido allí fue el producto del enfrentamiento entre un demonio terrorista de izquierda contra uno terrorista de derecha, y que se ha extendido como la versión predilecta para leer la historia reciente de toda la América Latina.
Pero hoy está claro que ese modo de asumir la construcción del mencionado relato emblemático está en crisis porque vulnera el derecho de los pueblos y de las víctimas. Lo dicho por Sábato no se corresponde con lo que después aparece documentado por la misma CONADEP, pero además, no se corresponde con la comprensión sobre la gravedad diferenciada que tienen los crímenes de Estado. Igualmente ha tenido que librarse una lucha en Guatemala, donde se quiere defender lo mismo, un relato dado incoherente, a pesar de la comprobación de la responsabilidad del Estado y sus aliados paramilitares en un 93% de las muertes ocurridas entre 1960 y 1996.
Con la Comisión histórica sobre el conflicto y sus víctimas hay una lógica distinta que otros países han podido aplicar, y que debe valorarse. No será la mera idoneidad ética la que sustente la autoridad de ese relato emblemático. Su establecimiento no será tampoco como el producto de un rito sagrado en un cuarto oscuro que todos deberemos aceptar dado y que nos llegará indiscutible en el informe final de la comisión de la verdad. Se está apelando a la autoridad del conocimiento académico, y a una dinámica de transparencia y de debate, desde donde podrá darse la discusión seria sobre si también en Colombia va a terminar haciendo carrera la doctrina de los dos demonios en su versión criolla.
Ciertamente hay muchas cosas escritas sobre la violencia y el conflicto, pero esto es otra cosa. Estamos hablando del reconocimiento del profundo contenido político que tiene la memoria histórica.
Pero entonces aparece Rafael Guarín, adelantándose a los resultados de la Comisión para decir que lo que se está cocinando es un pacto descarado entre Santos y Timochenko para reescribir la historia. De entrada, está ofendiendo a algunas de las mentes más lúcidas del país pero, más allá, ¿de qué historia habla Guarín?
Lo que preocupa a muchos sectores es que se dañe la sartén en la que se cocinan los huevitos de Uribe: la versión que quiso imponerse como historia oficial para justificar su política, y que ya demostró ser incompatible con las posibilidades de un acuerdo de terminación del conflicto. No saben cómo lograr mantener vigente el muro de guerra que significa decir que el tal conflicto no existe, en últimas. Quieren volver a los tiempos en que sólo se hablaba de la democracia perfecta afectada por la decisión del Partido Comunista de tomarse el poder por las armas combinando las formas de lucha, y sólo aceptan una comisión de la verdad que se encargue de establecer en cifras la tragedia que atribuyen, en sus términos, a los grupos terroristas.
Ni verdades de notables con superioridad moral que nos llegan dadas e indiscutibles, y que terminan produciendo tergiversaciones negacionistas de la responsabilidad del Estado, ni imposiciones sin fundamento para convertir a la memoria en un instrumento de continuidad de la guerra e impunidad.
Lo que nos corresponde ahora es dialogar con esta Comisión sin caer en las trampas de la cultura de incomprensiones sobre la experiencia histórica de la violencia. No debemos ver a los comisionados como equipos de dos bandos jugando a lo mismo pero con argumentos académicos. Como las víctimas lo estamos logrando, otros tantos tendrán que convencerse de que es hora de hacer causa común por un proyecto nacional en el que la verdad sea la base de la paz, y no su opuesto.
José Antequera Guzmán