¿Por qué no se debe acabar con la Procuraduría?

En días pasados el profesor Rodrigo Uprimny propuso que se eliminara a la Procuraduría General de la Nación. En términos generales, su argumento es que las funciones de esa entidad o no se justifican más o pueden ser plenamente asumidas por otras entidades públicas.

Aunque es claro, por algunas de sus columnas, que el profesor Uprimny no gusta del actual Procurador, dudo que sus propuestas sobre la institucionalidad se expliquen por esa animadversión, sino por una genuina preocupación sobre el funcionamiento del Estado colombiano. Partiendo de ello, es posible una crítica a su propuesta.

Dentro del Estado contemporáneo interesan las funciones y no los órganos. Si bien algunas funciones están vinculadas de manera tan estrecha con ciertos órganos que es difícil imaginar cumplir la función al margen de esos órganos, como ocurre con el legislador y la judicatura, las funciones de gobierno, administración y de control pueden desarrollarse de las maneras más imaginables.

En el caso de la Procuraduría General de la Nación es cierto que muchas de sus funciones son ejercidas por otros órganos. La pregunta es si ello justifica que desaparezca la entidad.

La Procuraduría General de la Nación cumple con dos funciones básicas. El control disciplinario y aquella del “Ministerio Público”. Frente a ambas funciones, en el Estado colombiano diversos órganos cumplen o podrían cumplir tales funciones.  Así, por ejemplo, la función disciplinaria es ejercida por los órganos de control interno de las entidades públicas y las personerías municipales, lo que permitiría concluir que la Procuraduría sobra. Lo mismo el control sobre la contratación, que podría ser delegada en la Contraloría General de la República.

Por el lado del Ministerio Público, la promoción y defensa de los derechos humanos está también en cabeza de las personerías y de la defensoría del pueblo.

Es decir, parece que hay razones para eliminar a este ente y “ahorrar” los recursos.

No obstante, hay motivos que aconsejan su permanencia. Por ejemplo, aunque es cierto que dentro de una entidad pública las oficinas de control interno ejercen control disciplinario, ellas se enfrentan a dos dificultades. De una parte, el que las entidades públicas parecieran operar, no con funcionarios de carrera, sino con contratistas, de suerte que el control disciplinario interno tiene límites derivados de la forma de vinculación, que posiblemente afecte a los mismos miembros de la oficina. El carácter precario de la vinculación estimula una actitud más relajada, lo cual es estratégico frente al jefe. Por otra, el carácter jerárquico de la administración, que limita la posibilidad real de que las oficinas de control interno investiguen y sancionen a las cabezas de las entidades.

En esto se debe ser claro, al momento de diseñar institucionalmente ha de tenerse presente cómo operan las personas, a fin de minimizar las conductas no deseadas. Nadie “patea la lonchera”, menos cuando no existen garantías reales (normativas y jurisprudenciales) frente a la arbitrariedad dentro de la administración.

Ante tales situaciones, un agente externo, con independencia frente a la administración es una opción sensata. Por una parte, puede ejercer su función de vigilancia respecto de cualquiera que ostente –permanente o temporalmente- la condición de servidor público y, por otra, no está sujeto a la jerarquía administrativa y su “lonchera” no está en juego.

Es posible que la primera situación sea coyuntural. Es decir, producto de las nóminas paralelas que existen en el Estado colombiano y que desdibujan la vinculación de los empleados con la administración. Es cierto y concuerdo con Uprimny en que sería deseable que fuesen las propias oficinas de control interno que ejercieran la función disciplinaria respecto de los empleados de la entidad. Pero esto no supera el segundo problema, que tiene que ver con las altas esferas de la administración.

En cuanto a la promoción y protección de los derechos humanos, hay varios puntos a considerar. De una parte, la necesidad de una política coordinada de promoción y protección de los derechos humanos. La existencia de personerías municipales obliga a que exista algún órgano que cumpla las funciones de coordinación de sus acciones y dadas las condiciones actuales del país (conflicto, desplazamiento, etc.), también se precisa de un órgano que ejerza dichas funciones a nivel nacional. Es posible, como sugiere Uprimny, que se encargue de dicha función a la Defensoría del Pueblo, lo cual, creo, es una mala idea.