Todos los días, antes de las 6 de la mañana, Abel Coicué se levantaba y preparaba a sus dos hijos, Maryi Vanessa y Jhony Alexander, para el colegio, ubicado en la vereda El Credo del resguardo indígena Huellas, en el municipio de Caloto, al norte del Cauca.
El 15 de septiembre, antes de que amaneciera, escuchó balas provenientes de dos lados. Otro ataque sorpresa del Ejército a las Farc alteraba su rutina diaria.
Aquél jueves, sus hijos y otros 294 niños no fueron a clases. La intensidad de los hostigamientos tampoco le permitieron cumplir con su trabajo de corresponsal para la emisora Radio Pa’ Yumat del municipio de Santander de Quilichao.
Sin embargo, las autoridades tradicionales de la comunidad le dijeron que si la gente no se resguardaba, podrían suceder hechos lamentables. Así que salió apresurado, tocó puerta por puerta e hizo un llamado general a los vecinos para que fueran al sitio de refugio.
Más de 70 familias llegaron a la escuela, donde se resguardan cada vez que hay combates. Por eso, detrás del patio de juego y los salones, las paredes de la institución están rodeadas de banderas blancas, que ese día ondeaban en medio de un sigilo, únicamente reprimido por el fragor de las balas cada treinta minutos.
El escenario de la guerra
Para llegar a El Credo hay que tomar un bus desde Popayán hasta Santander de Quilichao. El trayecto tarda más de una hora. Luego, otra media hora hasta Caloto, y de allí, hay que subirse en una chiva o en una motocicleta de servicio público que, por las dificultades del terreno, gasta una hora y media de camino.
Durante el recorrido, la presencia militar es inminente. En muchas zonas de la vía Panamericana hay retenes por cada kilómetro. El Estado ha dispuesto a más de 10 mil hombres de la fuerza pública, 3800 policías, 7 mil soldados, y desde agosto funciona un batallón de alta montaña cerca al resguardo indígena de Tacueyó.
Además, según el defensor del pueblo de Cauca, Víctor Meléndez, en el departamento hay más de diez grupos que corresponden a las Farc, cuatro estructuras del Eln y tres grupos relacionados con paramilitares. En el norte, por ejemplo, hay una amplia presencia de autoridades militares que quieren combatir al Sexto Frente de las Farc y al Frente Jacobo Arenas.
Libardo Escuete, capitán de la Guardia Indígena de la vereda El Credo, dice que cuando el Che Guevara pasó por Colombia, manifestó que el norte del Cauca era un escenario idóneo para la guerra: La altura de las montañas impide la entrada del Ejército, y el Macizo Colombiano, donde confluyen los principales ríos del país y las tres cordilleras, es un corredor estratégico por el que se puede ir de un departamento a otro y llegar a al Pacífico para transportar droga.
“Este panorama hace que el ejercicio del periodismo esté afectado más que en cualquier otro departamento y, pese a que la legislación contempla la libertad de expresión, en realidad se asiste a situaciones donde el conflicto condiciona, las fuentes imponen los lenguajes y se dan una serie de figuras para el control de la información”, dice el último informe de libertad de prensa en Cauca publicado por la Fundación para la Libertad de Prensa (Flip).
“Voy a seguir hablando pase lo que pase ”: Abel Coicué
En 2011, Cauca fue el departamento con mayor número de ataques a periodistas. Las radios comunitarias indígenas de la zona se han convertido en el blanco de los grupos armados. Hablar tiene un precio que muy pocos quieren pagar, pero no a todos los calla la guerra.
En lo mismo coincide la Federación Colombiana de Periodistas que registró 34 agresiones contra periodistas en el primer semestre de 2011; es decir, el 29.82 por ciento del total que recibieron los periodistas de Colombia en ese periodo.
El viernes que olvidaron los medios
A las 6 a.m. del viernes 16 de septiembre, los campesinos de El Credo no salieron a trabajar a sus parcelas. Los niños tampoco fueron a la escuela.
El estruendo podía sentirse lindando con las ventanas. La guerrilla disparaba desde la escuela de Pajarito, otra vereda cercana a El Credo, mientras el Ejército accionaba sus fusiles desde algunas viviendas, y dentro de la zona demarcada con banderas blancas, que según el Derecho Internacional Humanitario, no debería ser invadido por ningún actor armado.
Como el Sitio de Asamblea Permanente no era seguro, la gente decidió resguardarse en sus casas. Abel Coicué, a pesar de que había insistido tanto el día anterior, prefirió que su familia no saliera.
Sin embargo, por su trabajo como periodista, tuvo que ir a registrar los nombres de algunos heridos en Pajarito, a veinte minutos en motocicleta desde su casa.
Salió nervioso, pero convencido de que si él no asistía, probablemente los hechos pasarían desapercibidos. Ningún organismo estatal ni ningún medio de comunicación habían llegado a la zona durante las más de 24 horas de combate.
A las 3 de la tarde recibió una llamada de Myriam, su esposa. La mujer le dijo que muy cerca a su casa estaban cayendo “tatucos”, unos proyectiles artesanales lanzados por las Farc, que son muy erráticos en su trayectoria, pueden perder la dirección, pasar por encima de las montañas y caer en sitios poblados.
Abel le dijo a su esposa que mejor saliera de la casa. “Que sea lo que sea, pero mejor nos quedamos acá, afuera está muy maluco”, le respondió ella. Myriam colgó con Abel. Jhony Alexander, su hijo mayor estaba en su cuarto y Maryi Vanessa, la menor de 11 años, estaba en la ventana de la tiendita de víveres que instaló Abel en la casa. Acababa de atender a un vecino.
De repente, Myriam sintió un fuerte estruendo que sacudió las paredes, rompió el techo y la tiró al suelo.
A las 3:30 Abel recibió otra llamada de su esposa. Esta vez le decía que un proyectil había chocado contra un árbol cerca a su casa, explotó y dejó a varios heridos, entre ellos a su hija.
Abel dejó de transmitir y buscó una moto que lo llevara a El Credo. En el camino, se encontró con una ambulancia. Supuso que esa era la que atendería a su hija, así que decidió seguirlos. Sin embargo, a medio camino, el carro se detuvo. Abel le preguntó al chofer que por qué no continuaba si los heridos estaban más arriba. El conductor respondió que tenían la orden de llegar solo hasta ese punto, que desde allá tenían que buscar la forma de transportar a los heridos.
Maryi Vanessa cursaba sexto grado en la escuela de El Credo, pero ya no deseaba estudiar más. Quería ser líder comunitaria y convertirse en guarda indígena de los mayores. Por ahora, era miembro activa de la Guardia Estudiantil y su padre le había dejado bien claro que primero tenía que terminar el colegio.
Cuando Abel llegó, la niña estaba en un rincón de la casa, sobre las piernas de su madre. Parecía dormida. Un hilo de sangre le salía del pecho. Ningún organismo del gobierno estaba presente. Ningún medio de comunicación. No había personal ni vehículos de salud. Una bala que le atravesó el corazón bastó para acabar con su sueño de ser guarda indígena.