A medias (Revista Semana marzo 3 de 2012)
Antonio Caballero
A diez años de la frustración del Caguán, el nuevo jefe de las FarcTimoleón Jiménez, Timochenko, propone «retomar su agenda». Y no lo hace con las manos vacías sino con un doble ofrecimiento: el de entregar a diez de sus secuestrados políticos -militares y policías que llevan años en la selva, y a quienes ellos llaman ‘prisioneros de guerra’-; y el de renunciar al secuestro extorsivo de civiles, que en su arrogancia el Mono Jojoy llamaba ‘ley 002’ sobre cobro de impuestos para la revolución. Con esas dos medidas, las Farc empiezan a limpiarse la conciencia.
Si son ciertas. Si las Farc de Timochenko son menos mentirosas que las de Alfonso Cano o las de Manuel Marulanda: las mismas que engañaron sin vergüenza -y a su vez fueron engañadas sin vergüenza- en los tiempos de las conversaciones del Caguán, y que hace ya 30 años, cuando la tregua de La Uribe, prometieron en falso que ya no secuestrarían más. La mentira es, por supuesto, una de las armas que se usan en la guerra. Pero para que haya paz -si es que se quiere paz- hay que pasar por la verdad.
Sea verdad o mentira, un compromiso sincero o una añagaza más, lo que muestra la propuesta de las Farc es que su nuevo jefe Timochenko se ha dado cuenta de lo que nunca quisieron reconocer sus predecesores: de que lo que más degrada y desprestigia a su guerrilla ante la sociedad colombiana es la actividad abominable del secuestro. Otras cosas no. O bien forman parte de la naturaleza de la guerra -las tomas de pueblos, y aun el uso indiscriminado y cobarde de las minas quiebrapatas-, o bien forman parte de la naturaleza de la economía colombiana, como es el narcotráfico. Y casi podría decirse que ya de la naturaleza de los colombianos: los microtraficantes de las ollas urbanas, los políticos que compran sus elecciones con plata del narcotráfico, el Banco de la República que abrió una célebre ‘ventanilla siniestra’ para recibirla y lavarla, los jueces venales, los periodistas que han servido de enlace entre políticos y mafiosos, los arzobispos que bendecían las narcolimosnas, los empresarios del fútbol, los padres de las reinas de belleza. El narcotráfico destruye a Colombia; pero es socialmente aceptado y, en términos individuales, rentable.
El secuestro no. Está también bastante generalizado en una sociedad tan corrompida como esta (corrompida en buena medida por el auge fácil del narcotráfico). Y así hemos visto a vecinos secuestrar a vecinos, hijos a padres, autosecuestros, secuestros de millones de dólares y de 50.000 pesos, de niños, de ancianos que no pueden andar y a quienes hay que matar, secuestros de cadáveres, secuestros verdaderamente políticos, de los cuales el de Álvaro Gómez fue el más notorio, y tal vez el único que tuvo efectos políticos. Pero por generalizado que sea, el secuestro nunca ha sido verdaderamente aceptado, como pueden serlo el contrabando o la evasión de impuestos, o la misma corrupción. El secuestro ha sido visto siempre como monstruoso e inhumano. Que las Farc hayan terminado por darse cuenta de eso empieza a rehumanizarlas.
Repito: si es cierto lo que ahora prometen. Y hay que tener en cuenta que solo lo prometen a medias. Dicen proscribir las «retenciones de personas con fines financieros» lo cual excluye a los que llaman ‘prisioneros de guerra’, y nada dicen de la entrega de los muchos «retenidos financieros» que tienen hoy en su poder: docenas o centenares, no se sabe. Nada de eso inspira mucha confianza.
Es, sin embargo, un paso hacia la humanización de la guerra (y casi me sonroja la expresión: como si la guerra no fuera el más humano de los comportamientos, el que de verdad distingue al hombre de los animales y las plantas: más que la risa o el lenguaje). Humaniza la guerra en el sentido de que le suprime uno de sus elementos más repulsivos para la dignidad del ser humano. Pero no es un paso hacia el fin de la guerra. Para avanzar hacia allá son necesarias varias cosas más, además de la sinceridad de las partes y del convencimiento mutuo de que la victoria militar es imposible. Es necesario el diálogo (público o secreto: eso es cosa de modos, no de fondo); y son necesarias las reformas. A las cuales se ha comprometido el gobierno de Juan Manuel Santos, por lo menos a medias. Esas reformas medio comprometidas, o por ahora solo prometidas, son el equivalente del medio compromiso de las Farc sobre el secuestro: un importante gesto simbólico, pero insuficiente.
Y no hay que olvidar a quienes le sacan provecho a la guerra. A los «enemigos agazapados de la paz» que en su mayoría están -al menos en teoría- del lado del Estado legítimo. Políticos, militares, terratenientes, parapolíticos, paramilitares, narcoterratenientes: el «nuevo ejército antirrestitución de tierras» de que empieza a hablar la prensa. No en balde los ocho años de gobierno de Álvaro Uribe se basaron en la promesa de ganar la guerra, y no en la de lograr la paz. En la de «matar a la culebra», que por ahora no está ni medio muerta.