Hacer política (revista Semana mayo 27 de 2012)
Antonio Caballero
Bajo el título «No todo lo del pobre es robado» apareció en estos días en internet un largo comentario de Pablo Catatumbo, miembro del Secretariado de las Farc, a mi columna ‘A medias’, publicada aquí el pasado 5 de marzo. Dice él que coincide con algunos de mis puntos de vista. Yo coincido también con varios de los suyos. En otros, aunque en teoría estamos de acuerdo, diferimos en la interpretación.
Así, reconoce Catatumbo que «la práctica del secuestro no resulta aceptada por nuestro pueblo», y reitera «el compromiso de todos y cada uno de los integrantes del Estado mayor Central» con la renuncia a ese método infame de financiación, anunciada solemnemente a principios de marzo. Pero luego matiza: «Nuestra guerra de resistencia, infelizmente hay que decirlo, requiere de finanzas (…así que dependemos…) de nuestra propia audacia en la consecución de recursos para el cumplimiento de nuestras tareas político-militares»: y bajo la bella palabra «audacia» cabe de todo. Así también en lo referido a los «prisioneros de guerra». Casi 15 días después del texto de Catatumbo, firmado el 15 de abril, fue capturado y llevado en cautiverio por las Farc el periodista francés Romeo Langlois, que cuando escribo esto sigue retenido, o secuestrado, en calidad, dicen ellas, de «prisionero de guerra». No. Un periodista, así esté «empotrado», como dicen, en una operación militar, y así lleve casco y chaleco militares, no puede ser un prisionero de guerra. Ningún civil lo es, aunque se encuentre en el teatro de combate.
Mi principal discrepancia con Catatumbo, sin embargo, no es de detalle ni de forma, sino de principio y de fondo. Y se refiere a la lucha armada. Después de años de haberla justificado románticamente en mis columnas de prensa, hace ya unos cuantos llegué a la conclusión realista de que ha sido contraproducente. Escribía en ‘Los abajo firmantes’ (SEMANA, 14 de diciembre de 1992) que la guerrilla «ha dejado de ser (o de pretender ser) un agente de la transformación positiva del país para convertirse en una rémora y en un estorbo para el cambio deseable y posible» (y que) «los resultados obtenidos en 30 años por la guerrilla colombiana no son solo nulos, sino además perversos» (entre ellos) «la aniquilación del papel político de la izquierda, confiscado por una función exclusivamente militar». Hace muy pocos días insistí aquí en la misma idea (‘La izquierda y la guerrilla’, 28 de abril de 2012), haciendo mía una reflexión del historiador Jorge Orlando Melo: «Si en Colombia la izquierda es débil e impotente es porque hay guerrilla». Y eso es más cierto aún ahora que hace 20 años: ya van 50 de ir por el camino equivocado.
Pero no creo que sea esa una visión «superficial» e «irresponsable» del problema, como le parece a Catatumbo. No pretendo que ese medio siglo de sangre pueda borrarse de un plumazo «porque a alguien se le ocurrió que con solo entregar las armas se resuelve todo». No, no se resuelve todo, ni mucho menos: pero se elimina la barrera que impide que se empiece a resolver. Esa barrera es la lucha armada, o, peor aún, la «combinación de todas las formas de lucha»: combinación nefasta que por su parte ha practicado también sin escrúpulos el establecimiento contra la izquierda desarmada, sindical y política. No propongo, como dice el comandante guerrillero, «un suicidio colectivo» de las guerrillas. Sino una reconversión. Solo así se puede empezar a combatir eficazmente ese régimen político que él describe: «un régimen político oligárquico y autoritario, excluyente y violento, esencialmente corrupto, profundamente antidemocrático y en un orden económico inequitativo». Porque es verdad que el origen histórico de la guerrilla estriba ahí; pero su persistencia ha contribuido a eternizar ese régimen, y no a acabar con él.
Para esa reconversión a la política de los combatientes armados se necesita, más que un ‘marco jurídico para la paz’ como el que se tramita actualmente en el Congreso, un marco político. El ‘jurídico’ más se parece a un marco para la continuación de la guerra: un adefesio como la ‘ley de justicia y paz’ que se tejió en su momento para los paramilitares y que entonces llamé aquí ‘ley de injusticia y guerra’ (SEMANA, 14 de agosto de 2005). Por eso hace mal el presidente Juan Manuel Santos cuando cede a las exigencias que plantea por Twitter su antecesor Álvaro Uribe y proclama que «ni Timochenko ni ninguno de los jefes de la guerrilla van a llegar a cargos de elección popular por causa de este acto legislativo. Eso simplemente no es posible». Así está cerrando la puerta del ejercicio de la política por los alzados en armas si renuncian a las armas, aunque a la vez asegure que en su bolsillo sigue estando la llave de la paz. Le da la razón a Pablo Catatumbo cuando se felicita al ver que la paz ha vuelto a ser «asunto de debate público» -o, lo que es igual, digo yo, asunto de política- «en la Colombia de hoy, que no se resigna a ver el tema embolatado en los enormes bolsillos del presidente».
NOTA: Me disculpo por citar tanto mis propios textos. Lo hago para no repetirme.