Paz, piedad y perdón

Cuando las ideas escasean y la política queda reducida a escuetos mensajes de 140 caracteres no está mal volver a los escritos intemporales. Paz, piedad y perdón, es el nombre como se conoce a uno de los discursos más importantes del siglo veinte y fue pronunciado el 18 de julio de 1938 por el presidente Manuel Azaña en el legendario Saló de Cent del Ayuntamiento de Barcelona, en el apogeo dela Guerra Civil. Lejos de todo sectarismo y avizorando la enorme grieta que traería para España la continuidad de la guerra, el líder republicano dijo que su empresa era la libertad de todos, incluso la de sus adversarios y recordó que para el hombre el “olvido no es menos esencial que la memoria”.

Rescato la idea de Azaña a propósito de las recientes declaraciones del director de la Divisiónpara las Américas de Humans Right Watch, José Miguel Vivanco, quien se mostró contrario al proyecto de ley que tramita el Legislativo colombiano, más conocido como “Marco jurídico parala Paz”. Creo que Vivanco y otros promotores de Derechos Humanos son necesarios en un país como Colombia, pero a veces los veo como especie de calvinistas de nuevo cuño empeñados en defender la letra y la pureza de los tratados internacionales en la materia, sin medir las consecuencias que estas posiciones pueden acarrear a una nación, es más, poniendo en entredicho el derecho y la autonomía que tiene un pueblo para decidir cuál es el mejor camino para zanjar sus divergencias y alcanzar la paz.

Dicen, quienes comparten la opinión de Vivanco, no ver ninguna oposición entre la posibilidad de un acuerdo de paz en Colombia y la aplicación de la justicia. A mi modo de ver si la hay. Y lo digo sin rodeos: no creo en un contrato social que deje a los miembros de la guerrilla de las FARC y el ELN por fuera de un tablado de lucha política democrática. Castigar y dejar al margen de la contienda política a los jefes de la guerrilla y/o otros protagonistas del conflicto, tal como propone Vivanco, es un mensaje absurdo que desdeña la realidad del país y compromete seriamente las posibilidades de paz y reconciliación. Buena parte de los juristas nacionales y extranjeros que se identifican con Vivanco, rinden un exagerado culto a la legislación penal internacional y parecen olvidar que en Colombia se está viviendo una guerra que, igual que todos los conflictos internos, no cabe en los códigos y por tanto su solución no está en un inciso o un parágrafo. Creer que el conflicto colombiano es un contencioso que se puede resolver en una corte de justicia es una actitud rayana en la pedantería.

De nada sirve que el director de Humans Right Watch se muestre contrario al proyecto de “Marco jurídico parala Paz”, si a cambio no propone algo distinto que sirva verdaderamente para ir hasta un proceso de paz y terminarlo airosamente. Estoy seguro que el proyecto que ronda en el Congreso tiene muchos agujeros que habrá que tapar o remendar pero no se puede negar que, la intención es legítima, si se piensa en diálogo, negociación y acuerdo de paz, es decir, si se aspira a terminar con el conflicto.

La Guerra Eterna, el libro que recoge los cuadernos de apuntes del laureado corresponsal de guerra del New York Times, Dexter Filkins, es un testimonio de lo que pasa en Irak y Afganistán pero también es una reflexión sobre todos los conflictos que, similares al colombiano, parecen condenados a no acabar nunca, y más aún si hay personas influyentes que impiden desde distintos ángulos que otros puedan buscar y construir algunas formulas creíbles y realistas para salir del degolladero. Azaña y Filkins, pasado y presente.

/ Yezid Arteta Dávila