Si quisiéramos hacer un balance sobre los últimos presidentes de Colombia, al menos los de los cuatrienios correspondientes a partir del denominado Frente Nacional, cada persona tendría su propuesta, según cómo percibe la realidad y aprecie la historia, con la mirada ideologizada y sesgada por su propio interés. Pero tratando de ser menos subjetivos, pudiéramos decir que no se puede determinar quién ha sido mejor presidente porque no tenemos un punto de referencia o comparación. ¿Con quién lo podríamos comparar?
Si quisiéramos tener una referencia de quien ha sido el peor presidente, claro que tendríamos un buen punto de partida inmediatamente, porque cada gobierno parece peor que el anterior. Al menos para los adeptos al gobierno precedente.
Ahora a un sector muy importante de la opinión pública les parece que Santos es muy mal presidente por que no le está cuidando los huevos a su predecesor, Uribe: “la seguridad, la confianza inversionista y la política social”. Metáfora que el país nunca entendió muy bien, porque los dos primeros “huevitos” si quedaron claramente plasmados en las acciones de su gobierno, sobre todo la confianza de los inversionistas a quienes privilegió en todas formas. Lo de la seguridad, otro huevito que todavía está por verse, y lo de la política social también.
Lo que sí es claro que Uribe podrá no ser el mejor presidente de la historia, pero si ha sido el más coherente consigo mismo. Su opción por la guerra se ha puesto siempre en evidencia desde que hace vida pública y sigue siéndolo. Su motivación pareciera de venganza, la misma motivación para la mayoría de las expresiones del terror que han azotado a nuestra patria. Ha sufrido en carne propia la violencia, pero se aprovecha de su papel de alguna vez haber sido víctima, para fundamentar y para apoyar su proyecto de guerra e insistir en él aun hoy, dos años después de entregar la presidencia.
Sus propuestas sociales de campaña no enamoraron a los votantes tanto como su propuesta de seguridad, su empeño de ganar la guerra.
La revolución educativa; la promoción de la seguridad social con mayor cobertura; el impulso a la economía solidaria; el manejo social de los servicios públicos; el impulso del campo; la mejoría de la calidad de vida urbana y el país de propietarios fueron las llamadas “siete herramientas de equidad”, que eran el complemento perfecto para los tres pilares (los huevitos) y se complementaban con un ambiente económico estabilizado por la política de seguridad democrática.
Esa nobilísima propuesta de un país más equitativo, no la guerra, fueron las promesas que motivaron a muchos de los votantes a optar por él. La seguridad era parte del sustrato que le permitiría cumplir esos sueños al pueblo.
Los objetivos sociales se incumplieron y terminaron minimizados entre una realidad social desbordada y un ambiente de corrupción que aniquiló la credibilidad y el respeto a su gobierno. El deterioro de los derechos humanos llegó a niveles nunca vistos, quedando convertido en objeto de cuestionamientos que aun hoy persisten.
Respecto a la seguridad, se conjugaron varios factores que les permitieron a los colombianos “volver a viajar por carreteras y regresar a las fincas”, frase en la que se agotaron las bondades de la primera política gubernamental. Estos factores entre otros, fueron:
1) La potenciación y modernización de las fuerzas militares por el apoyo del Plan Colombia, política del gobierno Norteamericano establecida e implementada durante el cuatrienio presidencial de Andrés pastrana.
2) El apoyo de la comunidad internacional a los esfuerzos de paz con actores armados en Colombia.
3) El repliegue estratégico de las FARC, que se vieron abocadas a volver a reducirse al nivel de guerrilla, después de haber intentado pasar a la fase de ser un ejército en guerra de movimientos, que los llevó en su momento a masificar el reclutamiento para potenciar su pie de fuerza. Tenían como apoyo los recursos del narcotráfico para mejorar la correlación de fuerzas y sostener su proyecto de negociación en el Caguán.
4) Y, como todo hay que decirlo, ya la autodefensa había derivado en el paramilitarismo y había cumplido su papel fundamental en la “guerra sucia” que precedió a la seguridad democrática borrando del mapa a la Unión Patriótica y a los miembros y dirigentes de otras expresiones políticas y sociales. Había servido de avanzada, para allanar el camino, a la política de seguridad que luego con bombos y platillos impondría con toda la legalidad el gobierno.
5) Como consecuencia de lo anterior, el paramilitarismo ya no se requería y por tanto había que desmontarlo, con un proceso de negociación política, lo que fue aprovechado por narcotraficantes para penetrarlo y camuflarse como actores armados con visos políticos, lo que desorientó el proceso y derivó en una carrera hacia un sometimiento incondicional a la justicia. Esto también conllevó un desvío de la atención de la opinión pública y un aumento de la percepción de “seguridad”.
En conclusión, lastimosamente hay que decirlo, el “éxito” de la política de seguridad democrática se fundamentó, entre otras cosas, en graves violaciones de los derechos humanos por parte del Estado.
Con esa percepción pública de “seguridad” se inventó la teoría del “estado de opinión” con la que se quiso justificar de todo, y finalmente dejó la Constitución Nacional pringada con un “articulito”, conseguido a punta de corrupción clientelista, que permitió su reelección. Y casi se corona con el tercer período presidencial, hasta el punto que sólo lo tranquilizó un poco entregarle el poder a su escudero, Juan Manuel Santos, fiel promotor de la estrategia de seguridad; el mismo del que hoy el ex presidente y la gran mayoría de la clase dirigente y política se duelen por su traición.
El ex presidente Uribe sigue todavía en la presidencia del “estado de opinión” y hoy lanza rayos y centellas por cualquier medio de comunicación en contra del gobierno actual y enrarece el ambiente. No se puede desconocer el arraigo que su caudillismo tiene en un sector muy importante de la opinión pública que sigue todavía esperando la “solución final” del conflicto colombiano a través de la guerra. Desde otros sectores de la opinión pública, más mesurados y conciliadores, se le recuerda constante e inútilmente que ya no es el presidente y que debe darle la oportunidad al actual presidente de ejercer su gobierno.
Ya está llegando la hora en que el Presidente Santos le recuerde al ex presidente Uribe esa frase que alguna vez alguien utilizó para tratar de aplacar al menos momentáneamente a otra figura presidencial, igual de gamín e impertinente y un poco menos pulido pero igual de guerrerista: ¿!!!Por qué no te callas¡¡¡¡?
POST SCRIPTUM: El presidente Santos quiere pasar a la historia como el presidente que logró la paz en Colombia. Loable propósito, en el que lo debemos acompañar todos los colombianos. Ojala le alcance el tiempo para hacerlo o deje planteadas las bases para avanzar en este tema, pero por dignidad de colombiano debería promover una reforma a la Constitución para abolir la reelección presidencial y desistir de hacerse reelegir con fundamento en esa facultad, cuando menos inmoralmente impuesta.
Este gesto de dignidad haría figurar al actual presidente en un sitial de honor en la historia de Colombia. Ampliar el período presidencial, por reforma constitucional, es válido frente a la idea que se tiene que cuatro años es muy poco tiempo para desarrollar un programa de gobierno. Y todavía tiene tiempo, si confía en el poder de la maquinaria política que encabeza. Pero continuar usando una facultad que fue impuesta indebidamente y en consideración a una persona, rompe la cadena democrática y lo haría indigno de tan alto reconocimiento.
/ Antonio J. García Fernández