En materia de luchas sociales las cosas no ocurren de repente. Siempre aparecen primero las voces que las anuncian. Hacia finales de 1986, cuando por fin –y a la cola en América Latina– nació entre nosotros la primera confederación sindical unitaria, el único sector político realmente entusiasta era el comunista. Todos los demás llegaron al acto empujados de atrás. Eran dos corrientes que traían concepciones ideológicas y experiencias diferentes.
Los comunistas, que habían sostenido una lucha empecinada desde su expulsión de la CTC en diciembre de 1960, pensaban que la nueva central debía escapar de las limitaciones gremiales y vincularse a los afanes del conjunto de sectores populares: “necesitamos […] un movimiento sindical más allá de la fábrica, más allá de la empresa, que piense más en los intereses de la ciudadanía en general”, afirmaba Angelino Garzón, entonces dirigente de la CUT.[1]
Seis años más tarde, sin embargo, las cosas no habían cambiado. En marzo 1994 Luis Eduardo Garzón, entonces secretario general de la central, declaraba a este periodista: “Las luchas concretas que dirige [la CUT] aparecen interferidas por el descrédito o la desconfianza hacia algunas directivas sindicales, por manejos electorales, manejos de poder personal y de grupo, ventajas económicas de líderes, negociaciones con empresas y gobierno por debajo de la mesa, negociaciones de liquidaciones y fueros por efecto de la restructuración industrial, etc. La corrupción de los líderes es extendida”.
En los mentideros del poderoso comité ejecutivo de la CUT se hizo evidente que tanto el inmovilismo como la escasez de fondos frenaban seriamente las actividades. La federación del magisterio, Fecode, seguía desentendida de la suerte de la central y escatimaba el cumplimiento de su cuota financiera, la más alta de todas, mientras los dirigentes de la prestigiosa Unión Sindical Obrera (USO) miraban para otro lado cada vez que se les invitaba a fortalecer la dirección confederal con el concurso de sus cuadros. Llegó a ofrecérseles la presidencia de la central, sin resultado alguno.
En 2008, cuando el sector magisterial entró a copar la representación en la dirección nacional de la CUT (más del 70% de la votación), las cosas empeoraron. Las esperanzas de los dos más destacados líderes sindicales que ha tenido la central obrera nunca se hicieron realidad.
Hoy la dirección de la CUT se limita a proferir cotidianamente la condena de todo gesto del gobierno nacional, bueno, regular o resueltamente malo. No hace presencia en las acciones que los asalariados y las agrupaciones populares despliegan cotidianamente para replicar a las políticas del gran capital y las autoridades. Ni se la ve en la movilización popular que trata de detener los planes de la mafia paramilitar de reinstalar el régimen uribista. Desde hace muchos meses en no pocos lugares del país hay movilizaciones de asalariados que transcurren sin que la CUT se percate. Los periódicos sindicales se han convertido en largas e impotables parrafadas que no reclaman ni se sustentan en ningún acto público de los trabajadores. Para conseguir información de acciones obreras hay que acudir a las publicaciones de las ONG de derechos humanos. En las huelgas, paros, marchas, bloqueos de instalaciones que se presentaron a lo largo del año pasado y en los cinco primeros meses del presente brilló por su ausencia la dirección nacional de la CUT. En los graves conflictos de Pacific Rubiales, de Puerto Gaitán, y de los palmeros de Puerto Wilches, donde la causa sindical no salió avante, los directivos de la capital del país aparecieron más como invitados que como dirigentes de trabajadores.
Sin movilización el sindicalismo no tiene existencia ni razón de ser. Los directivos magisteriales entienden los problemas de su gremio y acompañan a los suyos en las acciones nacionales, como la última del 30 mayo, pero carecen de conocimiento y pericia para manejar los conflictos del carbón, las plantaciones de palma aceitera o los cañaduzales vallecaucanos.
Es patente que la importante movilización del campesinado y las capas pobres y medias de las provincias que viene operándose en el país en los últimos dos años no tiene la compañía sindical que merece. Desde hace buen tiempo no hay mayor novedad y toca remontarse a los años setenta para toparse con un sindicalismo propositivo y resuelto, que logró poner de acuerdo a fuerzas obreras que se habían mostrado los dientes a lo largo de treinta años.
/ Álvaro Delgado
[1] El Espectador, mayo 1º, 1988.