El debate sobre el desarrollo rural

Foto: archivo revista Arcanos | cortesía Semana.

/ Por Carlos Salgado Araméndez[1]. La discusión sobre el desarrollo rural promete ser una de las más agudas en este semestre, tanto en el escenario legislativo como en los ámbitos sociales y políticos.  La primera razón es que el gobierno y la Mesa de Unidad Agraria –coalición de varias organizaciones rurales– han anunciado que presentarán en el Congreso proyectos de ley sobre el tema. A lo que se suma que los territorios rurales se han vuelto apetecibles para la puesta en marcha de explotaciones mineras, proyectos energéticos y de infraestructura. También está el auge que han tomado múltiples conflictos sin resolver ante la promesa de rentas, recursos disponibles, mercados, concentración del poder y de la riqueza. Y, por último, los tratados de libre comercio, que obligan al reacomodo de los poderosos, que buscan controlar territorios y recursos.

Que se vuelva a hablar de lo rural es el primer hecho positivo de esta discusión. Desde hace décadas los colombianos escuchan y leen a diario noticias sobre las expectativas del comercio, el aumento de la inversión extranjera en la explotación de recursos naturales y el diseño de políticas para el sector. Pero al mismo tiempo, sobre masacres, desplazamientos, despojo de tierras, pagos de empresas a actores ilegales y el incremento de las fortunas de gente de bien y de mal materializadas en haciendas, plantaciones y subsidios millonarios. Todo esto ha ocurrido en una Colombia olvidada que hoy emerge en buena hora para el debate.

El proyecto gubernamental

El gobierno ha propuesto dos locomotoras que impactan lo rural: la producción de alimentos y la minería. En el último debate presidencial, los asesores de Santos señalaban que frente al auge minero era necesario descubrir tres o cuatro milagros rurales para evitar los desequilibrios que suelen producir impactos severos como la enfermedad holandesa. No siempre hicieron referencia a la agudización de conflictos por distribución o a los resultados en términos de la calidad de vida generada en los municipios mineros. Lo cierto es que estos milagros no aparecieron en primer momento, hasta el punto que las versiones iniciales de su proyecto de ley sobre lo rural eran herencia del viejo estatuto rural que intentó tramitar Uribe.

Hoy, las versiones conocidas del proyecto de ley se definen como ley de tierras y desarrollo rural. Están organizadas en un cuerpo de 318 artículos, más o menos, que tendrían entre sus propósitos resolver de una vez por todas el problema de la propiedad de la tierra asignando títulos claros, promover la consolidación de una capa de pequeños y medianos productores, repartir los baldíos en grandes extensiones y agilizar el mercado de uso de la tierra a través de diferentes figuras, en particular, mediante la relativización de la Unidad Agrícola Familiar –UAF– como unidad de medida para el reparto de tierra.

También se proponen la constitución de los Derechos Reales de Superficie como adecuación del arrendamiento al desarrollo de cultivos permanentes, la modernización de la estructura productiva agrícola y la apertura al uso de todos los territorios y todos los recursos rurales.

El proyecto encuentra su ‘milagro’ en la definición de un enfoque territorial para el desarrollo rural. Se dice milagro porque en décadas anteriores la política era de orden sectorial, con énfasis en la agricultura, orientada a promover y proteger islas productivas concentradas en lugares específicos. El desarrollo rural se entendía como política de focalización para los más pobres del campo, que se diferenciaba de la política económica para el crecimiento agropecuario. Ahora se busca usar y ocupar todo el territorio y todos los recursos disponibles. Sin duda un giro sustancial en la forma de apreciar lo rural.

El proyecto alternativo

Después de tres años de trabajo y la realización de numerosas consultas, la Mesa de Unidad Agraria elaboró el proyecto de ley “por el cual se expide la Ley general de tierras, reforma agraria y desarrollo rural integral”. El texto agrupa 255 artículos que buscan garantizar el acceso progresivo a la propiedad de la tierra por parte de las comunidades rurales, priorizar la producción de alimentos, establecer las bases de un desarrollo rural armónico, sustentable y sostenible entre la población y el medio rural, mejorar la calidad de vida, la equidad social y redistribuir de manera justa la tierra y los recursos del territorio, todo sobre la base de una planeación estratégica y participativa.

Lo que sustenta este proyecto está en la relevancia que otorga a la comunidad rural, el control que se espera tengan del territorio y los recursos, el cumplimiento de derechos fundamentales en particular para las mujeres rurales y la población desplazada, la participación y la planeación del desarrollo del sector.

Sus demandas no son nuevas. Las organizaciones campesinas han presentado múltiples proyectos de desarrollo rural a consideración del legislativo. Desde los años treinta del siglo pasado han demandado derechos, integración a los procesos productivos y más democracia en lo relativo al acceso a los recursos y los derechos ciudadanos. En realidad, en estos puntos está la base de sus proyectos alternativos frente a modelos que al mismo tiempo los han integrado parcialmente y los han desvalorizado al negarles derechos básicos que se otorgan al resto de la sociedad.

Lo que viene

Que se presenten estos proyectos es un aliciente para el debate pues son dos formas distintas de entender lo rural. Si la academia y otras organizaciones le apuestan a esta discusión, emergerán enfoques, como el de algunos ambientalistas, que estiman que el propósito de una política para lo rural no debe ser el ordenamiento de la propiedad de la tierra sino los usos ambientales y el pago por sus servicios.

Los dos proyectos tienen fortalezas y debilidades. Entre estas últimas está la visión recortada del territorio, no solo porque lo vacían de sus condiciones ecosistémicas sino porque no ponen en consideración aquellos que están destinados a usos diferentes a los agrícolas. Ninguno de los dos dice qué hacer con los territorios ocupados hoy día por la agricultura empresarial, los ganaderos y la minería. Siguen siendo enfoques sectoriales que en el caso del proyecto gubernamental estaría queriendo decir que no hay intención de tocar la estructura actual de la propiedad de la tierra.

Los dos proyectos hacen tabla rasa del conjunto de actores que se mueven en el mundo rural. Para el proyecto alternativo sólo hay comunidad rural entendida como lo que se podría llamar el espectro de actores populares y en el gubernamental hay un salto entre los pequeños y medianos productores y la figura de las zonas de reserva empresarial.

Además, presentan un mundo rural sin conflictos que deben ser transformados a través de la política. Los dos proyectos acuden a mecanismos de distinto orden para ajustar, por ejemplo, la propiedad de la tierra, pero no enfocan la construcción de la paz entendida como superación de las tensiones por el control de los recursos y del poder, entre otras, por el déficit en el reconocimiento de los actores.

La visión ambiental es bastante frágil y no es un eje articulador, más allá de referencias a mecanismos de conservación o manejo de sistemas. Y ante la vigencia de tantos acuerdos comerciales, no hay definiciones claras sobre cómo preparar a los territorios y actores, quizá porque la agenda interna para el tema se trata por aparte o está en déficit.

Por último, los dos proyectos acuden a propuestas institucionales que redundan en lo ya puesto en práctica, que deja mucho que desear sobre su capacidad para enfrentar los retos rurales. No hay una propuesta de institucionalidad para lo territorial rural, más allá de múltiples espacios de participación.

Las fortalezas y debilidades de los proyectos abren el espacio para la discusión. Ojalá la sociedad colombiana vuelva los ojos al campo, para su bien.



[1] Director del Proyecto Planeta Paz. Este artículo surge de las actividades del grupo Paz Pendiente, conformado por la Fundación Social, Fundación Ideas para la Paz, Corporación Nuevo Iris y Planeta Paz, desarrolladas con organizaciones sociales del sector, académicos y miembros de partidos políticos. La actividades han sido apoyadas, en especial, por la Fundación Hanns Seidel y el Programa FOS – Colombia, pero las opiniones acá expresadas no les comprometen.