Foto: Asoquimbo
/ Por Sergio Roldán. Colombia tiene cinco millones de desplazados, más o menos un millón de familias campesinas en la ciudad. En la década de los 80, la principal causa fue atribuida al conflicto armado que se libra contra las guerrillas. Esa guerra irregular puso a la población civil en el medio del “combate”; la guerrilla reclutaba a los menores de las familias, niñas y niños; el Ejercito hacía inteligencia y seleccionaba año tras año la lista negra de los que consideraba eran sus auxiliadores. Transportadores, tenderos, maestros, líderes sociales, entre otros, fueron judicializados por el delito de rebelión, o simplemente desaparecidos o asesinados selectivamente, con listas elaboradas por la inteligencia militar que, en forma sistemática, producía cada año, las cifras de muertes violentas que se sumaban al promedio de la década, unos 30.000 ciudadanos muertos en forma violenta. Ante ese panorama, para el campesino la alternativa era huir, abandonar la tierra, evitar el reclutamiento o la agresión de los agentes del Estado.
En los noventa, los cultivos de coca se trasladaron de Bolivia y Perú para Colombia. La lógica económica empujó al campesino a sembrarla, como medio para obtener mejores ingresos que los que ofrecían los cultivos tradicionales acabados por la apertura económica, hoy TLC. Se llegó a tener sembradas 160.000 hectáreas mal contadas, entró un “nuevo” actor a jugar en el conflicto, los Estados Unidos que con ayuda militar, llenó de glifosato y paraquat dichos campos, destrucción que acarreó nuevas olas de desplazamiento y motivó el ingreso de la guerrilla al negocio, como estrategia de financiación y de desafío a las políticas prohibicionistas dictadas por el consenso internacional. No tardaron en aparecer también nuevos actores armados con el rotulo de narcotraficantes, que afectaron también a la población civil ocasionando su explotación y expulsión de los territorios.
Con las nuevas tecnologías satelitales, en la mitad de la década de los 90 fueron identificadas muchas riquezas minerales presentes en el territorio nacional. También hizo su arribo la palma africana y la caña de azúcar para producir combustibles, un nuevo negocio que despertaría la codicia de los inversionistas nacionales y extranjeros, por capturar tierras cercanas a la infraestructura de transporte, que valorizaría la tierra siempre y cuando fueran desocupadas de personas, para no pagar su reubicación, simplemente, desplazarlas para adueñarse de ellas sin ningún costo. Entonces en 1997, hizo su arribo el proyecto paramilitar confederado, que haría el trabajo sucio de desocupar con el terror los territorios, para que después el Estado incentivara la inversión extranjera de mineras que extraerían la riqueza sin pagar un centavo por la reubicación de las comunidades desplazadas.
El proyecto de El Cerrejón es un buen ejemplo de cómo el Estado permitió el desplazamiento de las comunidades indígenas y campesinas de la Guajira y el Cesar, limpias de personas a quienes no pagarían ningún costo por reubicación; simplemente los ‘paras’, representantes del gran capital nacional y extranjero, comenzaron su estrategia de desocupar los territorios con el pretexto de la lucha contrainsurgente, con la colaboración de la Fuerza Pública.
Fue así como inversionistas del sector financiero sembraron, por ejemplo, 8.000 hectáreas de algodón (legalizadas en el Plan de Desarrollo de Santos con la reforma a la UAF), en bastas zonas del Meta que previamente habían sido limpiadas de personas, bien a través del terror, que hacía bajar los precios de la tierra, o bien a través de compras a campesinos que habían sido beneficiarios de reforma agraria, con precios irrisorios. El capitalismo financiero nacional e internacional, comenzaba su negocio, sin reparar en las consecuencias que traería la macabra estrategia que nos puso en el segundo lugar en el mundo con la peor crisis humanitaria después de Sudán.
El propósito es obligar al campesino a asociarse y subordinarse a la agroindustria, cuyos dividendos representarán para él, no su autonomía, sino la desaparición de su mano de obra y su funcionalidad productiva.
Vale decir, que los sufrimientos de los desplazados fueron invisibilizados, hasta que el Congreso de la República, con su retórica de siempre, aprobó la Ley 387 de 1997, que configuró en el papel el Sistema Nacional de Atención Integral a la Población Desplazada, y que siete años después sufrió el examen de su ineficacia mediante la declaratoria por la Corte Constitucional de un estado de cosas inconstitucional en relación con el abandono del Estado y la Sociedad Dirigente a la población desplazada. Paso Pastrana y no cumplió; paso Uribe y tampoco cumplió, y los fallos de la Corte, con algunos avances pírricos se convirtieron en letra muerta o también en mera retórica.
Después de más de 300.000 homicidios documentados por la justicia con la “desmovilización” de los grupos paramilitares (hoy bacrim), la restitución de Uribe tardó lo suficiente mientras se legalizaban todos los despojos de tierras en el país; los inversionistas compraban las tierras donde comenzó a proliferar, la palma, la caña, las maderas finas, los minerales (oro, plata, piedras preciosas, coltán, carbón), y petróleo. Un conflicto armado promovido no ya contra la guerrilla sino contra los campesinos propietarios y poseedores para servir a la codicia del capital.
A través de la restitución de tierras, el actual gobierno pretende revertir esta dinámica, pero, como es usual, al mismo tiempo anuncia que sobre las tierras donde existan todos estos proyectos productivos, hay que se “pragmático”, y aplicar una nueva figura, el “derecho” de superficie, nosotros decimos aquí: dejar todo eso en la impunidad y obligar al campesino a asociarse y subordinarse a la agroindustria, cuyos dividendos representarán para él, no su autonomía, sino la desaparición de su mano de obra y su funcionalidad productiva, porque se cruzará de brazos a recibir un arriendo, sin tener nada más que hacer a lo que dicte la ley de la codicia.
Las tierras que no importan a la codicia, las que están allá arriba en la montaña, sin vías de acceso, se entregarán al campesino en zonas alejadas de la infraestructura como en el Tolima y el Meta para que miren haber qué hacen los desplazados que quieran retornar, porque la mano del Estado no se verá por allá, porque estará ocupada en construir la infraestructura diseñada en Washington mediante la iniciativa IRSA que pretende sacar toda esa riqueza desde Vichada, Meta, Chocó entre otros, mediante la construcción de nuevos puertos en el pacífico. Para ilustrar con un ejemplo de su dimensión, se pretende canalizar tramos del Río Meta para buques de gran calado que transportarán petróleo.
En este contexto, la “guerra” contra la guerrilla se convierte en un juego de vaqueritos; las negociaciones de paz no incluirán la discusión sobre la agenda de extracción de nuestros recursos naturales, eso ya no importa, porque los potentados de este país vivirán su bonanza en el extranjero mientras Colombia ahonda aún más su inviabilidad como nación, cada vez más parecida a Sudán, ilustrada por la diáspora hacía el exterior de más de cinco millones de colombianos descreídos que también huyeron de esta mentira a finales de los años noventa. En otros artículos ilustraremos los problemas que enfrentarán los jueces de restitución, cuyo balón, al decir del Presidente de la República (como Pilatos), está en la cancha de la justicia, una justicia mermada por los interesados, para dejar todo en la impunidad y poderse salir con la suya.