/ Por Hernando Castro Prieto*. La gente de mi generación ha vivido la mayor parte de su vida, por no decir que toda, en la época de la postguerra fría. Por el contrario, quienes hoy se levantan como cabezas visibles de los adversarios del conflicto armado colombiano, vivieron la mayor parte de sus vidas, por no decir que casi toda, en medio de los condicionamientos morales y éticos impuestos en medio de la guarra fría. Éste hecho nos revela el por qué de la profunda ruptura entre una y otra generación respecto del cómo se ejerce la política, se entienden los procesos sociales, se aprecia y vive la cultura y se observa el conflicto colombiano.
El siglo pasado, y en especial su última década, fue el escenario de impresionantes y profundamente revolucionarios cambios tecnológicos y culturales que dieron lugar un salto cualitativo sin precedentes en la forma en cómo se accede a la información, se intercambia la misma y, se interactúa con las demás persona en todo el mundo. La juventud colombiana de la primera década del siglo XXI no es la misma de los años setenta y ochenta, no vive las mismas aspiraciones y no tiene la misma forma de enfrentar los problemas.
Para la muestra un botón: el movimiento estudiantil de la primera década del siglo XXI llegó a cosechar sus triunfos y a alcanzar su capacidad de movilización y de interacción con los gobiernos y la sociedad colombiana a partir de darse a la tarea de identificar y enfrentar los errores que en el pasado cometieron quienes ocuparon sus mismos espacios y tuvieron las mismas posibilidades de participar del proyecto de la construcción de la nación colombiana.
El panorama de finales de los noventa era el de un movimiento estudiantil disperso, con organizaciones gastadas, desprestigiadas y deslegitimadas. Hubo pues la necesidad de renovarse, de crear nuevas organizaciones, de emprender nuevas prácticas, de enfrentar el “sectarismo” y, de emprender la ruta de la unidad, no sólo de los estudiantes, sino también con los distintos estamentos que componen la comunidad académica en Colombia. Como el arte de la política es el de unir fuerzas, voluntades e intereses, los éxitos no se dieron a esperar, la unidad se hizo realidad y la capacidad de interacción de cara a la sociedad con ella, de una coordinación triestestamentaria se llegó a la MANE y, en el camino, a la imposición de una forma de lenguaje: el de la movilización social.
La llamada Toma a Bogotá, en 2011, que en sí misma fue un despliegue de cultura, fue la realización con la cual el movimiento por la defensa de la educación dejó sentada su voz de protesta y de rechazo en contra de la reforma a la Ley 30. Ésta clase de acciones, no sólo le permitieron a los jóvenes vencer la reforma, también les permitió en el diálogo abierto con la sociedad colombiana provocar el debate sobre el modelo de educación en el país, sobre sus fuentes de financiación, sobre la responsabilidad de las instituciones públicas en la misma y sobre el papel de la educación en el desarrollo de las sociedades.
Los diálogos entre la insurgencia y el Gobierno renuevan la esperanza de los colombianos en un mañana, en el que estas nuevas generaciones podrán discutir seriamente y de fondo los problemas y el rumbo del país con los argumentos de la conciencia y la razón, y no con los de las armas.
Esta generación, además de imponer el lenguaje de la movilización social sobre el lenguaje de las armas, también anhela poder realizar a futuro las profundas transformaciones sociales que el país necesita para poderse desarrollar, para alcanzar el progreso que se merece y para ponerse a la altura de la nueva sociedad global, en la que las cuestiones medio ambientales son los problemas urgentes a resolver, y en donde ya nadie tiene interés por revivir las discusiones de la guerra fría.
Hoy el camino de la paz en Colombia encuentra un surco nuevo que parece podrá llevarlo a su destino final de reconciliación y reconstrucción del tejido social. Los diálogos entre la insurgencia y el Gobierno renuevan la esperanza de los colombianos en un mejor mañana, uno en el que estas nuevas generaciones podrán discutir seriamente y de fondo los problemas y el rumbo del país con los argumentos de la conciencia y la razón, y no con los de las armas.
La actual coyuntura nos revela un punto de quiebre a nivel mundial y nacional frente a los proyectos que se disputaron otrora las dinámicas sociales; las propuestas de la guerra fría se hallan desgastadas y caducas, no sólo se revelan precarias para explicar la complejidad de la realidad social y los problemas que aquejan a la humanidad en la actualidad, sino que también se manifiestan faltas de alternativas y carentes de soluciones reales.
En Colombia, las Farc y el Eln han estado viviendo el máximo grado de expresión de sus proyectos y han emprendido desde finales del siglo pasado un ciclo de declive progresivo. El movimiento insurgente armado en Colombia llegó a su más alto grado de expresión durante la época de la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar, allí la unidad no sólo les brindó su mayor momento de acumulación de fuerza militar, también les brindó su más alto momento de acumulación política y de legitimidad.
Lamentablemente para esta generación, la unidad no fue revestida del valor que merecía y fabricaron desde allí la derrota estratégica de sus proyectos. Nunca más se unirían en lo sucesivo éstas dos expresiones del movimiento guerrillero y, enceguecidas en un sectarismo absurdo, irían una y otra vez al movimiento social a llevarle razones para la desunión, práctica con la que forzosamente procuraron imponerle la fragmentación y el sectarismo con el que desarticularon la unidad y la fuerza del movimiento guerrillero.
Hoy la historia le ofrece a éstas organizaciones la posibilidad de superarse a sí mismas, de reestructurar sus prácticas, de dejar las armas, de abrirle paso al nuevo mundo y a sus distintas expresiones. Vale la pena recordar el hecho de que los extremos fundamentalistas de la contienda de la guerra fría no nos dejan hoy una herencia de agradecer, por el contrario, la extrema derecha y la extrema izquierda, trenzadas en mezquindades absurdas, nos costaron la vida de los mejores hijos de Colombia. La pérdida de Jaime Garzón, de Álvaro Gómez y de toda una lista interminable nos dejan hoy un tejido social debilitado y lleno de paranoias y desconfianzas.
Lo que las generaciones de la guerra nos dejan a los colombianos de hoy es trabajo por hacer, reconstruir nuestro país como lo hicieron los europeos después de la segunda guerra mundial procurando aprovechar al máximo nuestras capacidades y ventajas y, reconstruir y reconciliar un tejido social roto y mal trecho como bien lo hicieron Mandela y Le Clerc en Sudáfrica.
Las posibilidades de un cese al fuego entre todos los actores armados, que puede llegar a ser una realidad en un par de años, nos abre una posibilidad de un primer paso para la paz la cual no será sino el resultado de la construcción de una nueva sociedad, libre de la violencia, en plena unidad, y no sólo entre semejantes, sino entre los diferentes que se creían adversarios. Porque sólo la unidad es la victoria, y la unidad de todos los colombianos, la paz que merecemos.
* Hernando Castro Prieto es abogado investigador UNIJUS – GISDE Universidad Nacional de Colombia