/ Por Antonio García F. Recreemos la escena: en su puesto de observación, en lo alto de un mástil sobre una plataforma que no le permite siquiera sentarse, después de dormir un poco asido al poste y completamente mareado por el ir y venir del barco sobre las olas, el vigía se frota los ojos con fuerza y vuelve a mirar lo que le pareció ver en lontananza, entre nubes de neblina del amanecer con alguna lluvia y con la tenue luz de el sol que aun no despunta. No lo puede creer; trata de gritar para advertir a los otros marinos, pero solo le sale un estertor afectado por el salitre del ambiente marino. Apura un poco de agua que recogió en un cazo durante la fuerte lluvia de la noche, despeja su garganta y lanza ahora si el grito: ¡TIERRA; TIERRA¡ y con este grito, en castellano entre castizo y arcaico, declara oficialmente inaugurado el despojo.
Desde ese aciago día, hace quinientos y tantos años, al grito de ¡tierra¡, confundido cacofónicamente con el grito de ¡guerra¡, se ha ejecutado un despojo y un genocidio ejercido por múltiples naciones europeas y continuado por las modernas sociedades multinacionales que sucedieron a los emporios colonialistas.
La leyenda nos quiso hacer creer que los muy valientes se embarcaron en una aventura exploradora en busca de la pimienta y otras especias, en una forma de “expedición gourmet”, para buscar como mejorar el sabor de la comida insípida que consumían durante su civilizada historia. Aventura ésta que ante el hallazgo de nuevos territorios, a su parecer “baldíos”, inmediatamente devino en una estrategia colonial y en una carrera invasora sobre extensas áreas habitadas por dispersos seres no humanos, salvajes y desnudos, sin dios y sin ley. Pero lo más importante de todo: ¡TIERRA, TIERRA, TIERRA! Amplios territorios ricos en oro, plata, platino, piedras preciosas y, lo mejor, mano de obra gratis para explotarlos.
Todas esas riquezas las producía la tierra, esa misma que en España y en el resto de Europa era acaparada y estaba completamente ocupada ya por reinos, principados, feudos y burgos, todos hereditarios, lo que no dejaba espacio a los siervos para adquirir tierras donde poder sentirse señores y ascender y donde además se agotaban los metales que al lado de la tenencia de la tierra, construían la riqueza. Los nuevos territorios fueron una excelente noticia para la gleba europea, que vio una oportunidad de surgir socialmente y se desplazó a invadir inmediatamente.
Bajo una perspectiva histórica, la tierra siempre ha sido el epicentro de conflictos. Ya sea por su mera posesión o por las riquezas que poseen, siempre será un botín valioso.
El primer gran genocidio americano se inició, continuó y no se ha detenido jamás, pero se acentuó con la llegada de la mano de obra africana, que reemplazó la agotada y casi extinta mano de obra indígena. Iniciando así otro genocidio, ahora contra los pueblos africanos y los esclavos de exportación en América, que tampoco se ha detenido. Siempre centrados en la explotación esclavista, con la importación de mano de obra desde las colonias de África, también en proceso de colonización pero al parecer mucho menos ricas que los territorios americanos lo que generó el desplazamiento intercontinental de mano de obra esclava para la explotación de la tierra.
La implantación del sistema feudal a la americana, centrado en la tenencia y adquisición de la tierra, continuó en un sistema entre feudal y esclavista que aún subsiste en muchas regiones. La tenencia de la tierra, en grandes extensiones está ligada directamente durante toda la historia de América, y desde luego en la historia de Colombia, al poder. El poder terrateniente ha sido ligado históricamente al poder político. Quien tiene la tierra detenta el poder político.
Así fue durante muchos siglos, pero con el advenimiento del modo de explotación del sistema capitalista, la correlación cambió. La explotación capitalista se centra en la industria, el comercio, la banca y los servicios, por lo que la tierra deja de ser tan apreciada como mercancía en sí y pasa a ser un factor productivo, un medio de producción, como inicio de la cadena económica o sea lo que los economistas llaman el sector primario. Esto ocurre en todas partes del mundo, pero no en Colombia.
Buena parte de los detentadores de la tierra se orientaron hacia las cadenas de la industria y del comercio, y el campesinado minifundista fue llevado, en muy buena parte, a abandonar la tierra, al son de grito de ¡guerra¡, a engrosar la fuerza de trabajo urbana porque allí era donde los requería el sistema. Había que hacerlos obreros, que vendieran su propia mercancía, la fuerza de trabajo. Desplazados del campo a rodear las industrias con millones de lo que se conoce como lumpen proletariat: el ejército de desempleados.
Pero el imaginario colectivo ya estaba implantado ancestralmente en la cultura y siempre se equiparó tierra = riqueza, y mucha tierra = mucha riqueza. Adicción a la tierra.
La tierra seguía siendo valiosa por su potencial productivo, o por su paisaje, y se quedó como la figura que le permitía a quienes surgían económicamente, apoyados en la pesadilla de la narco-economía y a los ricos que se resisten a dejar del todo sus negocios de agroindustria, versiones modernas de la mita y la encomienda. Los poderosos se orientan a invertir en los mercados de capitales, más rentables y menos riesgosos, que marcan la actual tendencia del capitalismo neoliberal que ahora se fundamentan en desarrollos financieros, telecomunicaciones, sistemas y producción de energía, y todavía en la minería de combustibles fósiles y metales preciosos.
Ahora, las malas noticias: tantos siglos de despojo en la guerra por la tierra se perdieron. El esfuerzo de los dueños del poder por atesorarla, ha perdido justificación. La tierra ya no es importante para el sistema y, por tanto, se les puede devolver a sus dueños originales, que tanto se quejan y reclaman. Ya no es importante, porque lo que realmente es importante de la tierra es el subsuelo, lo que este contiene, o sea, el agua, el potencial hidroeléctrico, el oro, el platino, el carbón, el petróleo, el gas, etc. Y el subsuelo supuestamente es del Estado colombiano, que ya lo hizo cúbico y adjudicó en concesiones en su inmensa mayoría a compañías multinacionales, a las cuales poco o nada le interesa de quién es el suelo, o mejor la superficie, mucho menos quien sobreviva allí.
Entre tanto, llegan los adjudicatarios en atrevido afán, puesto que la presión ambiental les exige sacar cuanto antes los recursos allí depositados, toda vez que cada día es más exigente la presión universal para proteger la naturaleza y salvar al mundo de la catástrofe ambiental, lo que hará que en el futuro sea excesivamente costoso o imposible realizar actividad minera. Los metales preciosos y materiales hay que sacarlos cuanto antes y los minerales combustibles también.
La tierra dejará de ser causa de guerra, será restituida a muchas de las víctimas del despojo, al menos del más reciente, y tendremos unas placidas regiones, con hermosos paisajes que parece ser que por fin podremos disfrutar en paz. Mientras tanto, debajo de la hermosa acuarela de nuestros campos, en el subsuelo, en los socavones o en las canteras, continúa el despojo, hirviendo en una guerra por el dinero que enriquecerá a grandes monopolios en otras latitudes, y aquí jamás nos daremos cuenta.
Post scriptum:
A la democracia de vez en cuando es bueno darle cachetadas, a ver si reacciona.