En la hora de la grandeza, ni exclusiones ni deserciones

Foto: archivo CNAI.

/ Por Juan Rubini*. Sobre los temas negociados entre Uribe y Autodefensas en Ralito falta casi todo por conocer; de los asuntos sustanciales a tratar entre Santos y las Farc hay algunas pistas, pero no abundan las certezas. El último antecedente que se tiene con las Farc, el del Caguán, no es bueno; lo que se estaba acordando en Ralito con las Autodefensas fue abandonado por Uribe tras desmovilizarse el último Auc.

Puede afirmarse, sin lugar a equivocarse que, en ambos casos, fueron los gobiernos los primeros en levantarse de la mesa. ¿Quién asegura que ahora no vaya a suceder lo mismo? Son estos antecedentes, los más inmediatos, los que explican tras la sorpresa por los anuncios, la incredulidad. Entre los pocos optimistas y los pesimistas, que hoy son más, la franja mayoritaria de la población se inclina por la cautela. Estamos pisando terreno minado –lo sabemos- y la precaución impone no precipitarse.

Los interrogantes que uno legítimamente se hace –y estarán haciéndose Farc y Autodefensas tras sus malogradas experiencias con Pastrana y con Uribe– es ¿por qué los gobiernos no perseveran en lo que comienzan, y cuando lo terminan lo hacen pateando el tablero y levantándose de la mesa? ¿Los gobiernos pasados han querido resolver el problema del conflicto armado o capitalizarlo?  Hoy también caben idénticas preguntas, cuando la reelección de Santos es un dato central de la política y todo lo que suceda con las Farc será interpretado en clave de reelección.

Claro, se dirá, así funciona la política y tanto la guerra como la paz son actos y consecuencias de la política. Pero, la política siendo condición necesaria ¿es suficiente por sí sola para alcanzar la Paz? ¿No serán necesarias otras artes, otras virtudes, y otras miras más altas? La ética, por ejemplo.

En 2002, las Autodefensas visualizaron en Uribe el presidente que legitimaría el Estado y su función social, quien en su obra de gobierno crearía las condiciones que desincentivarían la lucha armada de los ilegales. La solución política del conflicto armado hallaría así cabida entre los actores ilegales, guerrillas y autodefensas.

Si se trataba de legitimar el Estado –y restarles argumentos políticos a las guerrillas– quienes debían entregar las armas eran las Autodefensas, cuya eficacia militar deslegitimaba al Estado. Esto tiene su larga historia, sus causas objetivas y subjetivas, mucha tela que cortar, lo cierto es que la colaboración antisubversiva entre fuerzas militares, clases políticas, establecimiento y población civil, echó raíces en la Guerra Fría, la doctrina de la seguridad nacional y fue asumido –no siempre tan bajo cuerda- como política de Estado pregonada como tal entre las poblaciones asoladas por los presagios de la revolución comunista y la lucha de clases.

Fue la sociedad insatisfecha desde diferentes perspectivas la que parió con ideas de izquierda las guerrillas revolucionarias y con ideas de derecha las Autodefensas contrarrevolucionarias; fue el mismo Estado el que, por acción u omisión, estimuló la fratricida confrontación entre unos y otros, cuyas consignas enfrentaban los emblemas de la igualdad y la libertad, combatiéndose en vez de complementarse. Las dos caras de una misma moneda dinamitando los puentes en vez de consolidarlos.

El riesgo del fracaso existe, pero el derecho a la esperanza también, escribe Juan Rubini en su reflexión sobre los diálogos que, próximamente, oficializarán el Gobierno nacional y la guerrilla de las Farc. Y sugiere no capitalizar la paz como un botín de guerra.

Se suele decir que en Colombia hay más territorio que Estado, y que a guerrillas y autodefensas les ha tocado el papel de colonizadores, de abridores de trocha, de descubridores de la otra Colombia, la que yace desconocida –y abandonada- desde la Colombia oficial y centralista.

Precisamente, por este entrelazarse y contraponerse de los discursos, actores y hechos es que unos y otros –Estado, guerrillas y autodefensas– deben aportar sus luces a la solución política que ponga fin al conflicto armado con su participación, su visión, sus intereses y también –lo último pero no lo menos importante– su comprensión, su compasión, su disposición, a interactuar con todos aquellos que arropados por el concepto de sociedad y población civil son el sustento y la razón de ser de un País, de una Democracia.

El presidente Santos tiene ante sí una tarea titánica que merece todo el apoyo de quienes quieren que el nuestro sea en su integridad territorio de Paz y Reconciliación. Habiendo comenzado por el diálogo con las Farc, en el recorrido de su ‘vuelta a Colombia’ se encontrará más temprano que tarde con la necesidad y conveniencia de establecer productivas conversaciones con Eln y Autodefensas. Esto tiene sus etapas de siembra, maduración y lógica política y obedecerá al pragmatismo de un sabio gobernante que no desconoce la imperiosa necesidad de utilizar las llaves de la paz en el justo momento y el preciso lugar.

Santos parece convocado por la Historia para culminar exitosamente los procesos de paz que Pastrana y Uribe dejaron truncos por exigencias de sus propias políticas o por razones de Estado y de contexto que seguimos sin conocer, cuando decidieron al cabo de un tiempo de diálogos -en Caguán y Ralito- que era preferible ganar la guerra y la paz podía esperar. Santos ha estado en las entrañas de ambos Gobiernos que lo precedieron y conoce de primera mano dónde acertaron y dónde fallaron Pastrana y Uribe en cuestiones de hacer la paz. Admitamos también que, afortunadamente para la Paz de Colombia, ni las guerrillas ni las autodefensas son las mismas del siglo pasado.

¿Y mientras tanto qué hacer a partir de hoy mismo? Urge ahorrar vidas humanas, todas, de todas las partes. Arriesgando la propia vida, si cabe, pero preservando la vida del enemigo, de todos los enemigos. El cese del fuego para ser auténtico debe comenzar desde uno mismo, desde la propia conciencia, no desde la política. Son los medios los que deben justificar los fines, no al revés como se abusó hasta el hartazgo.

Evidenciar así la fortaleza humana y también la inteligencia política, en la defensa de la vida, de todas las vidas, sin necesidad de protocolos ni verificadores, nada más que la conciencia de cada combatiente haciendo propia la defensa de la vida, la propia y también la del enemigo, será el mejor modo –tal vez el único– de mantener a los negociadores sentados a la Mesa hasta la firma de los Acuerdos finales. Será el mejor modo –tal vez el único– para que se sumen invitados a la Mesa, entre ellos los ya desmovilizados –que los hay de todos los bandos- y los que permanecen alzados en armas- Eln, Epl, Autodefensas.

La paz será total o no será, más que un eslogan ha de ser un imperativo ético. El riesgo del fracaso existe, pero el derecho a la esperanza también. No temamos las críticas –aunque suenen exageradas y apocalípticas–, tengámosle terror a los elogios desmesurados, a los optimismos empalagosos, a la hipocresía disfrazada de lo ‘políticamente correcto’.

No seamos excluyentes ni mezquinos en la hora que será imprescindible poner sobre la Mesa toda la grandeza que seamos capaces de reunir. No cambiemos una guerra por otra, no pretendamos capitalizar la solución procurando hacer de la paz un botín de guerra.

No le pongamos plazos fatales, ni creamos que tenemos todo el tiempo del mundo. Como dice el cantor: “ni poco ni demasiado, todo es cuestión de medida”. Y de paciencia, mucha paciencia.

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