Para las hijas e hijos de Colombia que están removiendo cielo y tierra por recuperar la memoria de sus padres
Luca li Cauzi se levantó un momento de la taza del inodoro con el cuaderno de notas entre las manos, giró la cabeza cinco veces por la derecha y otro tanto por la izquierda, volvió a sentarse y se detuvo en una página en la que destacaba a manera de titulo –escrito con rotulador rojo y subrayado– de lo que al parecer era el nombre o el apodo de alguien. “Biófilo Panclasta” decía y a continuación, luego de un espacio, Luca había escrito: Biófilo Panclasta seudónimo de Vicente Rojas Lizcano. A renglón seguido había consignado entre paréntesis los adjetivos de: Anarquista, Poeta, Panfletario, Soldado, Petardista, Terrorista, Periodista, Vagabundo Internacional, Propagandista, Presidiario, Prófugo, Provocador, Suicida…
La piel de Luca Li Cauzi que, guarda unas carnes flacas y unos huesos largos, de repente comienza a erizarse y sus ojos negros, muy negros, comenzaron a brillar como los de un gato que en una noche quieta se desplaza por la cornisa de una casa ruinosa. Pareciera como si se trasportase hacia el pasado y se imagina al joven Biófilo Panclasta de cara pálida en un gélido pueblo colombiano cubierto con un poncho de lana virgen y la mirada vidriosa caminado enérgicamente al colegio-seminario dirigido por un ultramontano reverendo francés quien sospecha que su alumno anda en malos pasos y decide alertar a las autoridades. Ante el temor de ser detenido, huye de Pamplona – como se llamaba o se llama la vieja y católica población colombiana– y cruza la frontera hacia Venezuela donde se alista como voluntario en las mesnadas de un General que ha creado un Comité Revolucionario con el que pretende derrocar al gobierno de otro General. Luca lo ve cabalgando en una mula rucia que avanza por una explanada a trote alegre rumbo a una batalla en la que se juega la suerte de Caracas. Lleva la cabeza cubierta con un sombrero alón hecho de paja, viste una casaca cuyo color no se puede precisar por lo vieja y va armado de un fusil Grass que lleva en bandolera, mientras que muchos de los soldados que marchan a su lado lo hacen a pie, portando machetes al cinto.
Acabada la guerra en Venezuela y envestido con el grado de coronel, Biófilo Panclasta recala en Barranquilla y ofrece sus servicios para encabezar una expedición militar contra los norteamericanos que se han apoderado de Panamá. Por alguna razón, Luca Li Cauzi lo iguala en su paso por Barranquilla a la foto de Nietzsche donde posa de pie, empuñando en la mano derecha un largo sable que toca el suelo y luce un mostacho grueso que le tapa totalmente los labios y a su lado hay una mesilla donde reposa un morrión o tal vez un casco de dragón. Desde entonces, los gobiernos de Colombia y Venezuela prefieren tener lejos, lejísimos, al “anarquista” que reivindica al acero como el único metal precioso, siempre y cuando venga “hecho pluma o hecho puñal”. Luca lo imagina eufórico, pletórico, arengando con su discurso libertario a un centenar de braceros del ferrocarril que laboran en la plaza de la aduana, ante la mirada risueña de dos policías dotados de bolillos y silbatos que, no han dudado de tildarlo de orate, más aún cuando ha cambiado totalmente de apariencia desde que empezó a dejarse crecer unas barbas espeluznantes que le llegan hasta el tórax.
En el muelle de Puerto Colombia Luca lo figura en la cubierta de un vapor sin rumbo, mientras que las ráfagas de viento agitan su larga melena y mira lejos hacia la línea del horizonte como buscando donde anidar las ideas que aguijonean su cabezota. Meses después lo ve desembarcar en el puerto de Barcelona, donde es recibido por una nutrida delegación de la CNT que se hace acompañar de dos prostitutas del barrio chino quienes se han unido a la causa libertaria y entre todos lo llevan hasta el bar Marsella para que exponga los planes que trae en su condición de representante plenipotenciario de la Asociación Anarquista Mexicana y la Federación Obrera Nacional Argentina. Tanto Biófilo, como los anarcosindicalistas y las prostitutas son gente acción y piden una mesa y una botella de absenta para calentar la conversación.
Luca Li Cauzi percibe a los miembros de la cofradía juntando las cabezas unos contra otras como si fueran ovejas de un rebaño a la vez que cuchichean y por ratos se escucha un murmullo similar al sonido de los patos. Cuando alguien se acerca o pasa cerca a la mesa que ocupan, guardan silencio hasta que la persona se aleja y entonces vuelven a conspirar. Es posible que bajo los efectos de la absenta – han pedido una segunda botella – Biofilo se resolvió a descubrir los planes que traía en mente. Todos guardan silencio. Biófilo levanta la mirada para verificar que nadie, salvo el grupo, lo pueda escuchar y entonces lo dice: la operación se llama “Plan Europa”.
Todos se ponen tensos y una de las prostitutas tose. Consiste, continua Biófilo Panclasta, en la creación de un comité internacional que tenga como misión ordenar, planear y ejecutar en un mismo día al zar de Bulgaria, al emperador de Inglaterra, al rey de Italia, al rey de Egipto, al arzobispo de México, al presidente de Francia, al cardenal arzobispo de Toledo y a León Daudet. El silencio y el asombro que se produjo entre los contertulios cuando Biófilo concluyó su breve exposición se hicieron tan corpóreos que cualquiera de ellos lo hubiera podido tocar con los dedos o rasgarlo con las uñas. Al no encontrar fuelle entre los anarquistas mediterráneos para llevar a cabo el “Plan Europa”, cree Luca, fue la razón para que el ácrata colombiano iniciara un periplo por distintas ciudades europeas, con la clara intención de hallar a los nihilistas rusos que estaban hartos de matar príncipes y en los que Biófilo Panclasta fundaba sus esperanzas de ejecutar el plan.
En busca de acción, Panclasta erró por buhardillas, bistrós, bares, prostíbulos, tascas, áticos, cafetines, trattorias, cabarets, pubes, figones y pisó las cárceles de Marsella, Genova y Nápoles entre otras. No halló a los nihilistas, pero en cambio si se topó con los bolcheviques que preparaban una insurrección para derrocar al Zar de Rusia. Aquí es donde Luca Li Cauzi observa a Biofilo Panclasta, caminando por la calle Spiegelgasse de Zurich y a su lado se observa a Lenin que viste una desgastada gabardina que casi roza el suelo y junto a ellos distingue a una mujer esplendorosamente bella –Inés la llama Lenin– cuyos ademanes poseen el garbo y la delicadeza de una bailarina de ballet. Los tres se dirigen al café Orión donde han concertado una cita con un miembro del aparato clandestino de los bolcheviques que opera en Munich quien le proporcionará a Biófilo un pasaporte falso con el que intentará burlar a la policía secreta rusa.
Porque conoce al dedillo todo lo relacionado con el anarquista colombiano en el que tanto se inspiró durante su pasado libertario, Luca Li Cauzi sabe muy bien que no fue cierto que éste se ahogara ni que los tiburones de Bocas de Cenizas se lo hubieran merendado.
Luca Li Cauzi no resiste la tentación de imaginar días después a Biófilo Panclasta disfrazado de burgués en Petrogrado –va en el asiento de un coche de punto, lleva chistera y un bastón en la mano– y bajo el brazo carga una alforja de cuero en las que esconde unas octavillas que deberá entregar a un contacto que finge de comprador en una boutique de la Perspectiva Nevsky. Una parte de la propaganda deberá distribuirse entre los obreros de la siderúrgica Putilov y el resto las debe recibir un miembro del comité del Partido del distrito de Viborg. Lo que Biófilo no sabe es que la persona que debía recibir la propaganda ha sido arrestada y torturada por agentes de la Ojrana en el cuartel general de Fontanka y encerrado luego en la Fortaleza de Pedro Y Pablo y en su reemplazo han enviado a un agente que lo captura en el momento en que le entrega la alforja.
De allí en adelante la suerte de Biófilo Panclasta en Rusia es un misterio puesto que los testimonios que se refieren a él durante este periodo son excesivamente contradictorios. La mayoría de las versiones provienen de desterrados en Siberia, entre ellas la de un ayudante de Martov quien asegura haberlo visto en Turujansk junto al Círculo Ártico enseñando español a un grupo de prisioneros. Un barquero por el contrario cuenta haber conocido a un hombre desesperado – que decía haber nacido en Colombia – pedirle que lo cruzara al otro lado del río Lena.
Pero de todas las versiones la más cercana a la realidad fue la concedida por dos prófugos de Siberia –un soldado amotinado y un ex miembro del soviet de Petrogrado– quienes caminaron con él durante meses por las estepas rusas hasta atravesar los montes Yablonoi. Cuenta uno de los fugitivos en unas notas autobiográficas escritas posterior a la Revolución de Octubre que los tres llegaron a Mongolia después de un prolongado calvario y que allí recibieron ayuda de una tribu nómada que los acogieron en sus yurtas. Describe a Biófilo Panclasta como un suramericano nacido en un pueblo de Los Andes, de ideas radicales y mirada enfebrecida, quien para ese entonces pesaba cuarenta y cuatro kilos y calzaba unas botas remendadas que por dentro tenían una cubierta de piel de conejo. Agrega en las memorias que, tan lamentable era el estado físico de Biófilo, que la cabeza prácticamente no se le divisaba porque la tenía literalmente perdida dentro de una chapka de piel de oso.
Lo que si pudo comprobar Luca Li Cauzi es que Sorrento fue la última ciudad europea donde estuvo Biófilo. Allí se le veía por las tardes con Gorki –con quien entrabó amistad– paseando por las playas mientras recogía conchas, agarraba cangrejos con las manos que luego dejaban a merced de las olas que morían en las arenas calcáreas o lanzando guijarros desde los acantilados. Al retornar al continente americano el destino le deparará un sinnúmero de vicisitudes al militante libertario que según él, había recorrido 52 países, tal como lo cuenta en su obra Mis Prisiones, Mis Destierros y Mi Vida, publicado en Bogotá por la editorial Águila Negra en 1929.
Luca lo figura en la proa de un barco, cuya bandera no identifica, que ha atracado en el largo muelle de Puerto Colombia con el fin de recoger un cargamento de café con destino a Hamburgo. Alertada la capitanía de puerto acerca del personaje que viaja en el barco, la dirección marítima organiza un piquete de policía para impedir el desembarco del “terrorista” quien, según las malas lenguas, regresaba al país con la intención de llevar a cabo un ataque dinamitero contra monseñor Pedro Adán Brioschi, el controvertido obispo de Cartagena de Indias. Biófilo Panclasta observa la maniobra desde el puente del barco donde conversa con el contramaestre, sus sentidos se han agudizado y tensa los nervios. De repente sale corriendo en dirección a la proa y con la agilidad de una ardilla se encarama en el mascaron de proa y desde allí se lanza a las aguas del Caribe, ante el asombro de la tripulación y de los hombres que vienen a capturarlo. Centenares de ojos se fijan en las aguas encrespadas que apalean los pontones del muelle con la esperanza de observar la cabeza de Biófilo emergiendo en la superficie, sin embargo pasan más de cinco minutos y no sucede nada. ¡Nerdaaaaa! ¡A ese loco se lo tragó el agua! gritó alguien.
Porque conoce al dedillo todo lo relacionado con el anarquista colombiano en el que tanto se inspiró durante su pasado libertario, Luca Li Cauzi sabe muy bien que no fue cierto que éste se ahogara ni que los tiburones de Bocas de Cenizas se lo hubieran merendado. Biófilo Panclasta siguió agitando en cuanto lugar hubiera alguien que lo escuchara. En Panamá, en Chocó, en San Gil, en Bogotá…Hasta que el General que había sido derrotado y ahora gobernaba en Venezuela le cobró todo su pasado y le hizo pagar siete años de prisión en distintos penales de ese país.
Cuando salió de prisión Biófilo Panclasta era un tipo desmadejado, con una voz sofocada que había perdido su capacidad de incineración, pero a pesar de su deplorable estado no tuvo inconveniente en escribir un artículo en un periódico que tituló “Yo Ratifico, No Rectifico”. Según Luca, fue la única época de la vida de Biófilo donde tuvo tiempo y algo de energía para emplearse en los escarceos amorosos, tanto así como compartir su alma con una pitonisa que moriría poco tiempo después. Luca Li Cauzi lo describe como un hombre de sesenta años, mal trajeado, con la nariz aguileña, los ojos con escaso brillo, la frente ancha, barba rala con motes blancos, de estatura más bien pequeña como si lo hubieran comprimido. No llevaba sombrero y aparecía cubierto de polvo de pies a cabeza al igual que un arriero que ha tenido que conducir una recua de mulas por una trocha en la que hace meses no cae una gota de lluvia. Ya lo había dado todo por la causa libertaria, así lo entendió y en consecuencia intento quitarse la vida en Barranquilla, electrocutándose con los cables del fluido eléctrico al tiempo que se cortaba el cuello con una navaja. Pero ni siquiera ese propósito consiguió. Moriría en un ancianato de Pamplona luego de haber sido recluido en más de trescientas cincuenta cárceles del mundo.
Luca Li Cauzi cerró el cuaderno de notas, se inclinó un poco y lo dejó sobre el suelo. Se sentía agotado y con hambre. Se llevó las manos a la cabeza y empezó a masajeársela con las yemas de los dedos. Volvió a la realidad, al triste papel que el destino le asignó en Granada: prisionero en un baño. Pensó en Julia con mucha ternura y estuvo a punto de llorar.
– ¡Accidenti la mia sorte! – exclamó – ¡Domani é il mio compleanno!
/ Por Yezid Arteta Dávila