/ Por Hernando Castro Prieto*. Es evidente que la transferencia de tecnología y de conocimiento es un elemento intrínseco en las relaciones entre naciones en el actual mundo globalizado. Colombia, que es un sujeto de estas relaciones, a diario participa de la transferencia de tecnología y conocimiento exportando científicos y cerebros de talla mundial como Rodolfo Llinás, Alejandro Jadad, Gabriel García Márquez, entre otros; pero a su vez, recibiendo gente de todas partes del mundo, las cuales se asientan en éste paraíso tropical sudamericano cargadas de sus tradiciones, conocimientos y cultura, tal y cómo es el caso de la familia de inmigrantes Mockus, de empresarios como Jean-Claude Bessudo, y tantos otros académicos que llegan a alimentar las plantas docentes de las universidades y colegios del país.
En estas semanas, en las que tanto se habla de los diálogos y del proceso de paz, el país ha experimentado también un acompañamiento abrumador de personalidades de todas partes del mundo quienes aportan en conocimientos y, de alguna manera, también transfieren sus saberes en éste campo a la nación colombiana, la cual debe con un criterio autónomo, identificar qué de todo esto nos queda como buenos y malos aportes, así cómo cuáles de éstos son realmente provechosos para la superación del conflicto y la consecución de la paz.
Los extranjeros, recientemente, llegan en bandadas de todo tipo: en inmensas delegaciones de periodistas, de investigadores académicos sobre conflicto, desplazamiento, mecanismos de conciliación, en grupos de cooperación internacional, de fundaciones y organizaciones de derechos humanos, en grupos de consultoría sobre temas de defensa, o simplemente, en grupos de turistas curiosos, embrujados por la belleza paradisiaca de la maravillosa y exuberante naturaleza colombiana, así como por la morbosidad de aproximarse a un conflicto mundialmente famoso, y con la extraña peculiaridad de haberse configurado bajo los imaginarios de la guerra fría y de haber permanecido a pesar de que éstos paradigmas se entiendan como superados por la mayoría de la humanidad.
Hace algunos días, en los innumerables espacios de tertulia que se han abierto en Bogotá con ocasión de los diálogos entre las Farc y el Gobierno, escuchaba a una mujer de raíces culturales sajonas, venida del norte de Europa hace aproximadamente unos diez años y quien ahora tiene su nacionalidad colombiana; ella, quien se expresa como una orgullosa colombiana, conserva su golpeado acento sajón al pronunciar una lengua latina como el español, algo apenas natural, sin embargo, lo que me parecía sorprendente, era el cómo había asumido como propios los discursos fundamentalistas forjados en medio de la absurda guerra colombiana.
Nuestra amiga, colombiana inmigrante, había asumido el discurso de la derecha fundamentalista colombiana como propio, y de una manera tal, que a mí me parecía hasta graciosa la situación. Con tono enérgico y con el ceño fruncido me decía esta señora de unos 45 años y amplia formación profesional que “nuestro país no ha conocido la paz, por culpa del terrorismo”, “llevamos muchas generaciones en guerra”, decía, a pesar de llevar tan sólo poco más de diez años aquí –yo no he vivido ni la mitad de lo que ha vivido ésta señora, pero ella no ha vivido ni la mitad de lo que he vivido yo aquí–, y esto me parecía curioso porque había copiado el discurso de la derecha tan bien que sólo le faltaba rayar en el ridículo de levantar como propias “nuestras viejas tradiciones españolas”. Sin embargo, me perecía encantador el verla asumiendo el rol de ser colombiana, de llamar a ésta “mi tierra”, y de haber sido por completo conquistada por el “sueño colombiano”.
Vale la pena que los colombianos nos preguntemos, y porque no, nos impongamos algunos criterios de selección sobre qué es lo que realmente necesitamos del mundo y que es lo que realmente nos aporta cuando lo recibimos.
Días después, me encontré con una entrevista de otra colombiana inmigrante, Tanja Nijmeijer, también absorbida por el conflicto colombiano y conquistada por el sueño de ser colombiana, ella hablaba también de “los orígenes de ésta guerra nuestra”, de que “a nosotros el pueblo colombiano”, y me parecía paradójico el hecho de que hablara de esa manera y, de que además de asumir el discurso de la izquierda fundamentalista, hubiese tomado las armas para alimentar una guerra que a muchos nacidos aquí nos parce absurda. Me pareció curioso el hecho de que la llamada “holandesa de las Farc” lleva aquí también poco más de diez años, pero ha asumido el discurso de la izquierda fundamentalista como propio, y es que éste le ha calado hondo, a pesar de que en su país nadie estaría dispuesto a revivir la guerra fría, y mucho menos para tomar la armas con el propósito de vengar gente que ni siquiera ha conocido. Ésta extranjera repite el discurso de las Farc a pie juntillas, y sólo le hace falta rayar en el ridículo de reclamarse como “campesina indígena colona”.
Y en éste caso, me parece que no es sano que el pueblo colombiano, aún cuando sean sus expresiones más fundamentalistas, tomen a los aportes extranjeros con el ánimo de buscar alimentar una guerra que los propios colombianos no queremos continuar, las nuevas generaciones de colombianos hemos emprendido un camino completamente distinto al que pudiesen imaginarse las generaciones de la guerra frían y los extremos fundamentalistas de un conflicto gastado y absurdo. Y en éstos casos pienso yo, estamos desaprovechando este aporte de los extranjeros al país, pues estamos desperdiciando ésta transferencia de conocimiento y tecnología alimentando más nuestros males, y no superándonos como nación.
En éste punto uno se pregunta: ¿Cuál es el verdadero aporte que los colombianos necesitamos aprovechar de nuestras relaciones con el mundo? ¿Necesitamos acaso que nos ayuden a alimentar odios y a juntar fuerzas para acabarnos nosotros mismos? ¿Necesitamos conocimiento y tecnología para alimentar la guerra, o para consolidar la paz?
Dentro de la oleada de extranjeros que visitan nuestro país con ocasión de los diálogos de paz, han llegado también algunos un poco más sensatos que han traído sus experiencias y propuestas sobre superación del conflicto, tal es el caso de personajes como John Carlin y otros, que se acercan al país con una actitud diferente, con el espíritu más en clama y con una perspectiva de progreso y evolución humana por encima de la guerrerista que esperamos sea superada en Colombia.
Algo que sin duda me ha cautivado, es el hecho de que a pesar de nuestros problemas y absurdas diferencias que desembocan en una violencia sin sentido, la gente de todas partes del mundo se enamora de Colombia y, el sueño de la nación es capaz de conquistar los corazones de personas en todo el mundo, puesto que a pesar de las dificultades, éstas personas le apuestan al país y viviendo el anhelo de ser colombianos, terminan realmente siéndolo.
A la larga, el hacer conciencia de que éste país como todos los de la América es un país de inmigrantes, es un excelente punto de partida, para a la vez, ser consciente de qué es lo que nos queda de nuestra relación global con las demás naciones del mundo. Así pues, vale la pena que los colombianos nos preguntemos, y porque no, nos impongamos algunos criterios de selección sobre qué es lo que realmente necesitamos del mundo y que es lo que realmente nos aporta cuando lo recibimos, pues no todo lo que viene de afuera es bueno, ni nos aporta al crecimiento y progreso nacional. Del mismo modo, hay también que hacer conciencia de que a pesar de la violencia gastada y atroz, ésta naturaleza exuberante y nuestra rica cultura y tradiciones, poseen cosas que todo humano anhela, que son capaces de encantar, de cautivar, de conquistar corazones y de ganarlos para la causa de la construcción de nuestro sueño fundador de vivir en un nuevo mundo.
/ Por Hernando Castro Prieto. *Abogado Investigador UNIJUS – GISDE. Universidad Nacional de Colombia.