Cali y Medellín, entre las 25 ciudades con más homicidios

El homicidio, como la expresión extrema de la violación del derecho a la vida, se ha instalado hace ya un buen rato como referente analítico entre defensores de derechos humanos y en investigadores de las distintas expresiones de la violencia. Como indicador privilegiado,  giran todos los juicios de valor acerca del avance que la sociedad ha logrado en el respeto por los derechos humanos y la construcción democrática. Nadie estaría dispuesto a poner en duda la importancia de reducir los homicidios, pues lo que está en juego al fin de cuentas es el derecho a la vida. Lo que no es exacto, por lo menos en Colombia, es que se deduzca  sólo a partir de dichas tasas  que  estamos más o menos seguros.

La discusión parte de un trabajo recientemente difundido por el Consejo Ciudadano para la Seguridad pública y Justicia penal -A.C.-, en el cual se hace el seguimiento al indicador antes aludido, estableciendo las 50 ciudades más violentas y por lo tanto más inseguras del mundo. En dicho informe la ciudad de San Pedro Sula de Honduras ocupa el primer lugar con 169 homicidios por 100 mil habitantes. Cuatro ciudades de México están en los diez primeros lugares y para Colombia,  Cali ocupa el séptimo lugar con 79.27 homicidios por 100 mil habitantes. Medellín aparece en el lugar 24 con 49.10. Una mirada ligera sobre estas cifras conduciría a la conclusión igualmente ligera de que Colombia en general y Medellín en particular, ha salido del oscuro abismo de un conflicto social que se recrea en todas las manifestaciones violentas. Pasar Medellín de 381 homicidios por 100 mil habitantes en 1991 a 49.10 en 2012, o mejor aún, de la ciudad más violenta e insegura en el mundo a ocupar lugares intermedios en el ranking, es lo que a propios y extraños sorprende y hace que se ponga como ejemplo.

La seguridad es una realidad que se mueve entre tangibles e intangibles. En la política colombiana por ejemplo, ha primado la idea conservadora de que la seguridad está referida a la defensa del Estado, de allí el desarrollo de tesis como la Doctrina de la seguridad nacional. En una abierta confrontación con esta lectura, está aquella propia del estado moderno que demanda del Estado el monopolio de la fuerza pero que reclama igualmente la seguridad ciudadana como el resultado de la vigencia de la democracia, y con ésta, la vigencia de los derechos humanos. De otro lado se encuentra la acepción en donde  la seguridad corresponde a aquel conjunto de sensaciones y de percepciones que le permiten a los ciudadanos(as) una lectura de los hechos en términos de amenaza o no a la existencia, en donde el  miedo se instaura como regulador del comportamiento social.

La guerra del narcotráfico y las Bacrim no ceden terreno en estas dos capitales. Pese a que la Comuna 13 de Medellín es tal vez el territorio urbano con mayor presencia de Policía en el mundo, sus habitantes viven con miedo. ¿Cómo se está midiendo la seguridad?

En Medellín se dan por lo tanto tangibles e intangibles que exigen colocar el indicador de homicidios en una condición de relatividad importante. Los  ciclos de violencia o no en la conflictividad urbana han demostrado su coincidencia con pactos, entre las estructuras armadas y el Estado, o la consolidación de los poderes territoriales de dichas estructuras armadas sin que se evidencien hechos que indiquen fracturas sostenibles en la repetición de dichos ciclos de violencia o que el Estado efectivamente ha recuperado el poder legal en los territorios dominados por los actores armados ilegales.

La extorsión en sus múltiples expresiones incluida la protección violenta, se ha generalizado en Medellín, lo cual es extensivo a la mayoría de las ciudades del país, con un aparato coactivo legal subsumido en gran medida por este empresariado ilegal y criminal. En la Comuna 13, territorio urbano posiblemente que  goza de mayor presencia de organismos coercitivos del Estado en el mundo, continúa presentando los mayores índices de violencia. La lógica del miedo, tan eficaz como regulador social, se ha impuesto en barrios y comunas, con el agravante de que se confía más en la protección del actor ilegal que en la proveniente del Estado. El mantenimiento de altos índices de inequidad, agravado por retrocesos en políticas como la salud y la educación, configuran una situación que oscurece el panorama para el derecho a la vida.

Cada vez se hace más necesario que el acercamiento a la conflictividad urbana se aborde desde su complejidad y no de su simplicidad como ha sucedido desde los mismos gobernantes. Esto lo es más cuando el conflicto urbano se ha transformado de manera importante. En Medellín por ejemplo el indicador de homicidios debe  valorarse a partir o en relación con otros indicadores, que deben construirse, como aquel que dé cuenta del grado de  la extorsión. Un nivel bajo de extorsión sugeriría que el Estado ha ganado legitimidad, e igualmente, que ha avanzado en el monopolio de la fuerza. Un indicador que nos dé cuenta de la violencia intrafamiliar, sugeriría que la sociedad ha incorporado mecanismos distintos a los violentas para tramitar sus diferencias. Extorsión y violencia intrafamiliar constituyen en la actualidad las mayores fuentes de inseguridad según lo reportan distintos trabajos. Una información más cercana a esta complejidad permitiría ser más imaginativos e innovadores en materia de políticas de seguridad que con muy pocas variantes las mantienen atada los gobiernos al fortalecimiento del aparato policial y a la implementación de tecnologías de dudosa eficacia, sin que se conozcan medidas que incidan en los altos niveles de corrupción que en la actualidad comprometen al aparato represivo legal y la justicia.

La reducción de los homicidios en términos de seguridad puede tranquilizar en unas latitudes pero no en Medellín, en tanto la cruda realidad indica que el Estado no cuenta con el monopolio de la fuerza en la totalidad de las comunas pues el poder real está en manos de la mafia,  que oferta la seguridad  violenta por naturaleza autoritaria y ajena a todo respeto de los derechos humanos. La seguridad entonces, como política pública exige mirarse más allá del conteo de los muertos y menos leída como un problema policíaco, exige también  cada vez más un esfuerzo de construcción social que aclimate la democracia  y apuntale la legalidad y esto no es posible sino con gobiernos más dialogantes que se acerquen más al ciudadano y comprometidos seriamente con la vigencia del Estado de derecho.

Vea el estudio del Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública

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