/ Por Nicola Abé.* Durante más de cinco años, Brandon Bryant trabajó en un compartimiento rectangular sin ventanas, del tamaño de un remolque, en el que el aire acondicionado mantenía una temperatura constante a 17º grados y, por razones de seguridad, la puerta no podía abrirse. Bryant y sus compañeros de trabajo se sentaban frente a catorce monitores de ordenador y cuatro teclados. Cuando Bryant pulsaba un botón en Nuevo México, alguien moría al otro lado del mundo.
El compartimiento de pilotaje resuena con el zumbido de los ordenadores. Es el cerebro de un avión no tripulado, la cabina en la jerga de la Fuerzas Aéreas. Pero los pilotos no están volando por el aire, sólo están sentados ante los controles.
Bryant fue uno de ellos y recuerda con nitidez un incidente que ocurrió cuando un avión no tripulado Predator planeaba haciendo ochos en el cielo sobre Afganistán a más de 10.000 kilómetros de distancia. Abajo, en el punto de mira, había una casa de techo plano de barro con un cobertizo para guardar cabras. Cuando Bryant recibió la orden de disparar, presionó un botón con la mano izquierda y señaló el techo con un láser. El piloto que estaba sentado junto a él apretó el gatillo de una palanca de mandos y el Predator lanzó un misil Hellfire. Quedaban dieciséis segundos hasta el impacto.
–Esos momentos avanzan como a cámara lenta –dice hoy.
Las imágenes que transmitía una cámara de infrarrojos conectada al avión no tripulado aparecieron en su monitor, emitidas por satélite con un retraso temporal de entre dos y cinco segundos.
Faltaban siete segundos y no había nadie a la vista en tierra. Bryant todavía hubiese podido desviar el misil en aquel momento. El tiempo se redujo a tres segundos y Bryant se sentía obligado a contar cada píxel en el monitor. De repente, dice, vio a un niño que doblaba la esquina.
El segundo cero fue el instante en el que el mundo digital de Bryant chocó con la realidad en un pueblo entre Baghlan y Mazari Sharif.
Bryant vio un destello en la pantalla: era la explosión. Parte del edificio se derrumbó. El niño había desaparecido. Sintió un malestar en el estómago.
–¿Acabamos de matar a un niño? –le preguntó al hombre que estaba a su lado.
–Sí, supongo que era un niño –le respondió éste.
–¿Era un niño? –escribieron en el chat del monitor.
Entonces, una persona que no conocían respondió. Era alguien que estaba sentado en un centro de mando militar en algún lugar del mundo y que había observado su ataque.
–No, era un perro –escribió.
Revisaron la escena en el vídeo. ¿Un perro con dos piernas?
Primera parte: La guerra invisible
Aquel día, cuando Bryant salió del compartimiento de pilotaje puso el pie directamente en su país: praderas resecas a perder de vista en el horizonte, campos cultivados y olor a estiércol fresco. En la torre del radar de la Base Canon una luz centelleaba en la penumbra cada pocos segundos. Allí no había guerra alguna.
La guerra moderna es tan invisible como un pensamiento y la distancia anula su significado. No es una guerra sin límites, pero se controla desde pequeños centros de alta tecnología en diversos lugares del mundo. Se supone que esta nueva manera de consumarla es más precisa que la anterior y eso hace que algunos la consideren “más humana”. Es la guerra de un intelectual, una guerra que Barack Obama, el presidente de Estados Unidos, ha impulsado más que cualquiera de sus predecesores.
Brandom Bryant, piloto de aeronaves no tripuladas.
En un pasillo del Pentágono donde se planifica esta guerra, las paredes están recubiertas con paneles de madera oscura. Los miembros de las Fuerzas Aéreas tienen sus oficinas aquí. Un óleo de un Predator cuelga junto a los retratos de los líderes militares. Para éstos, ninguna otra invención ha tenido tanto éxito como el Predator en la “guerra contra el terror” durante los últimos años.
Los militares de USA controlan sus aviones no tripulados desde siete bases aéreas en el país y en otros lugares del extranjero, incluida una en Djibouti, la minúscula nación del este africano. Desde su sede en Langley (Virginia), la CIA controla las operaciones en Pakistán, Somalia y Yemen.
“Salvamos vidas”
El coronel William Tart, un hombre de ojos claros que tiene una imagen precisa del enemigo, considera que el avión no tripulado es una “extensión natural de la distancia”.
Hasta hace unos meses, cuando fue ascendido a jefe del Grupo de Trabajo de Aeronaves Dirigidas por Control Remoto (en inglés, RPA) de las Fuerzas Aéreas de USA en Langley, Tart era comandante de la Base Creech (Nevada), cerca de Las Vegas, donde dirigía las operaciones de aviones no tripulados. Cada vez que controlaba en persona el vuelo de alguno de ellos, podía contemplar una foto de su mujer y sus tres hijas pegada sobre la lista de verificaciones junto a los monitores.
No le gusta la palabra drone, porque según él implica que la aeronave tiene su propia voluntad, su ego (drone significa zángano, el macho de la abeja reina).Prefiere llamarlos “aviones dirigidos por control remoto” y señala que la mayoría de los vuelos sólo tienen como objetivo la búsqueda de información. Se explaya sobre el uso de aviones no tripulados en misiones humanitarias tras el terremoto de Haití y sobre los éxitos militares en la guerra de Libia: su equipo disparó contra un camión que estaba apuntando misiles contra Misrata y también persiguió al convoy en el que huían el ex dictador libio Muamar el Gadafi y su séquito. Añade que los soldados desplegados en Afganistán expresan constantemente su gratitud por la ayuda que se les presta desde el aire. “Salvamos vidas”, dice.
No es tan locuaz en lo que respecta a asesinatos selectivos. Afirma que durante sus dos años como comandante de operaciones en Creech nunca vio morir a civiles y que los aviones no tripulados sólo abren fuego contra edificios donde no hay mujeres y niños. Cuando le preguntan sobre la cadena de mando, Tart menciona un documento de 275 páginas titulado 3-09.3. Afirma que la orden de atacar con aviones no tripulados, y cualquier otro ataque, provienen de las Fuerzas Aéreas. Un oficial tiene que dar su aprobación en el país donde se realicen las operaciones.
Un avión no tripulado Predator
El uso de la expresión “guerra quirúrgica” le molesta. Le recuerda a los veteranos de Vietnam, que lo acusan de no haber transitado por el barro ni sentido el olor de la sangre y le echan en cara que no sabe de lo que habla.
Eso no es cierto, dice Tart, y añade que a menudo aprovecha la hora de viaje que dura el trayecto desde la Base Creech hasta Las Vegas para distanciarse de su trabajo. “Observamos a la gente durante meses. Se los ve jugando con sus perros o haciendo la colada. Conocemos sus costumbres tanto como las de nuestros vecinos. Podemos incluso ir a sus funerales.” No siempre ha sido fácil, dice.
Una de las paradojas de los aviones no tripulados es que, a pesar de que aumentan la distancia con respecto al objetivo, también crean proximidad. “De alguna manera la guerra se vuelve personal”, dice.
“Vi morir a hombres, mujeres y niños”
En las afueras de la pequeña ciudad de Missoula (Montana) hay una casa amarilla con un fondo de montañas, bosques y bancos de niebla. La tierra está cubierta con la primera nieve del invierno. Bryant, que ahora tiene 27 años, está sentado en el sofá del salón de su madre. Dejó el ejército y ahora vive aquí. Aún tiene la cabeza rapada y luce una barba de tres días. “Hace cuatro meses que no sueño en infrarrojos”, dice con una sonrisa, como si se tratara de una pequeña victoria para él.
Bryant completó 6.000 horas de vuelo durante sus seis años en las Fuerzas Aéreas. “Vi morir a hombres, mujeres y niños durante ese tiempo”, dice. “Nunca pensé que iba a matar a tanta gente. De hecho, lo que pensaba era que no podría matar a nadie.”
Segunda parte: Un trabajo mal visto
Tras su graduación en la escuela secundaria, Bryant quería llegar a ser periodista de investigación. Solía ir a la iglesia los domingos y tenía debilidad por las cheerleaders pelirrojas. Al final de su primer semestre en la universidad había acumulado miles de dólares en deudas.
Se alistó en el ejército por accidente. Un día, mientras acompañaba a una amiga que iba a alistarse, se enteró de que las Fuerzas Aéreas tenían su propia universidad, donde podría estudiar de forma gratuita. Sus resultados en las pruebas de admisión fueron tan buenos que lo destinaron a una unidad de recogida de información. Aprendió a controlar las cámaras y los rayos láser en un avión no tripulado y a analizar imágenes de tierra, mapas y datos meteorológicos. Se convirtió en un operador de sensores, más o menos el equivalente a un copiloto.
Tenía veinte años cuando participó en su primera misión. Era un día caluroso y soleado en Nevada, pero estaba oscuro en el interior del compartimiento de pilotaje, justo antes del amanecer en Iraq, donde un grupo de soldados usamericanos estaba regresando a su base. Bryant se ocupaba de vigilar el camino desde el cielo, como un “ángel guardián”.
Vio un ojo, una forma en el asfalto. “Había aprendido lo del ojo en el período de instrucción”, dice. Para enterrar un explosivo improvisado en el camino, los combatientes enemigos colocan un neumático en la carretera y lo queman; el calor ablanda el asfalto. Desde el cielo tiene forma de ojo.
El convoy de los soldados estaba aún a varios kilómetros de distancia del ojo. Bryant se lo comunicó a su supervisor, el cual lo notificó al centro de mando. Conforme los vehículos se acercaban al lugar, se vio obligado a buscar durante varios minutos, dice Bryant.
–¿Qué debemos hacer? –le preguntó a su compañero.
Pero éste era también novato en el trabajo.
No era posible comunicarse por radio con los soldados sobre el terreno, ya que estaban utilizando un transmisor de interferencias. Bryant vio pasar al primer vehículo sobre el ojo. No sucedió nada.
A continuación pasó por encima el segundo vehículo y vio un destello que surgía por debajo, seguido por una explosión en el interior del vehículo.
Cinco soldados murieron. Desde entonces Bryant no pudo quitarse de la mente a sus cinco compatriotas. Empezó a aprenderse todo de memoria, incluso los manuales del Predator y de los misiles, y se familiarizó con todos los escenarios posibles. Estaba decidido a ser el mejor para que estas cosas nunca volvieran a suceder.
“Me sentí desconectado de la humanidad”
Hacía turnos de hasta doce horas. Las Fuerzas Aéreas todavía estaban escasas de personal para el control remoto en las guerras de Iraq y Afganistán. A los pilotos de aviones no tripulados se los tildaba de cobardes pulsadores de botones. Era un trabajo tan mal visto que los militares se vieron obligados a contratar personal jubilado.
Cabinas de vuelo de aeronaves no tripuladas.
Bryant se acuerda de la primera vez que disparó un misil y mató a dos hombres al instante. Mientras miraba, vio a un tercero agonizante. Su pierna había desaparecido y se estaba sosteniendo el muñón con las manos, a través de las cuales la sangre se esparcía por el suelo. La escena se prolongó durante dos minutos. De vuelta a su casa lloró, dice, y llamó su madre.
“Me sentí desconectado de la humanidad durante casi una semana”, dice sentado en su cafetería favorita de Missoula, donde flota en el aire un aroma a canela y mantequilla. Pasa mucho tiempo allí, viendo a la gente y leyendo libros de Nietzsche y Mark Twain; a veces cambia de asiento. No puede sentarse mucho tiempo en un lugar, dice. Se pone nervioso.
Su novia ha roto con él hace poco. Le había preguntado por el peso que lo abruma y él se lo contó, pero resultó ser algo que ella no fue capaz de sobrellevar ni compartir.
Cuando Bryant conduce a través de su ciudad natal luce gafas de sol de aviador y un pañuelo palestino. El interior de su Chrysler está cubierto con insignias de sus escuadrones. En su página de Facebook ha creado un álbum con las fotos de las medallas no oficiales que se le concedieron. Todo lo que tiene es este pasado. Lucha contra él, pero también es una fuente de orgullo.
Cuando lo enviaron a Iraq en 2007, publicó las palabras “listo para la acción” en su perfil. Fue asignado a una base militar situada a unos 100 km de Bagdad, donde su trabajo consistía en hacer despegar y aterrizar aviones no tripulados.
Una vez que éstos alcanzaban la altitud de vuelo, los pilotos de situados en USA lo reemplazaban. El Predator puede permanecer en el aire durante un día entero, pero también es lento, por lo que se encuentra siempre estacionado cerca de la zona de operaciones. Bryant se hizo fotos vestido con un mono de color arena y un chaleco antibalas, apoyado en uno de ellos.
Dos años más tarde, las Fuerzas Aéreas lo destinaron a una unidad especial en la Base Cannon (Nuevo México). Se instaló junto con un soldad amigo en un bungalow de un pueblo polvoriento llamado Clovis, donde abundan los remolques, las estaciones de servicio y las iglesias evangélicas. Clovis está a varias horas de distancia de la ciudad más cercana.
Bryant prefería los turnos de noche, que coinciden con el día en Afganistán. En la primavera, el paisaje, con sus picos nevados y valles verdes, le recordaba a su región natal, Montana. Veía a la gente cultivando los campos, a los niños jugando al fútbol y a los hombres que abrazaban a sus esposas e hijos.
Cuando se hacía de noche, Bryant activaba la cámara de infrarrojos. Muchos afganos dormían en la techumbre durante el verano, debido al calor. “Los observaba mientras hacían el amor con sus mujeres. Son dos puntos infrarrojos que se convierten en uno”, recuerda.
Estudiaba a las personas durante semanas, entre ellas a los combatientes talibanes mientras escondían armas y a quienes estaban en las listas de vigilancia porque los militares, los servicios de inteligencia o los informantes locales sospechaban algo de ellos.
“Llegaba a conocerlos. Hasta que alguien más arriba en la cadena de mando me daba la orden de disparar.” Sentía remordimientos a causa de los niños, a los que dejaba sin padres. “Eran buenos papás”, dice.
En su tiempo libre Bryant pasaba el tiempo con videojuegos o con “World of Warcraft” en internet, o se iba a beber con los demás. Ya no soporta la televisión, porque no lo estimula. También está teniendo problemas para conciliar el sueño.
“No había tiempo para los sentimientos”
La comandante Vanessa Meyer, cuyo verdadero nombre está cubierto con cinta adhesiva de color negro, está haciendo una presentación en la Base Holloman (Nuevo México) sobre la formación de pilotos de aviones no tripulados. Las Fuerzas Aéreas esperan tener personal suficiente para cubrir sus necesidades en 2013.
Meyer tiene 34 años y luce brillo de labios y un anillo con diamante en su dedo. Antes de convertirse en piloto de aviones no tripulados pilotaba aviones de cargo. Vestida con un mono verde de las Fuerzas Aéreas, está en pie en una cabina de entrenamiento y utiliza el simulador para demostrar de qué manera se guía un avión no tripulado a través de Afganistán. El punto de mira en el monitor sigue a un coche blanco hasta que llega a un grupo de chozas de barro. Con la mano derecha empuña el joystick para determinar la dirección del avión y con la izquierda acciona la palanca que ralentiza o acelera el vuelo. En un campo de aviación que hay detrás del compartimiento de pilotaje Meyer nos muestra el Predator, delgado y brillante, y su hermano mayor, el Reaper, que transporta cuatro misiles y una bomba. “Son aviones extraordinarios”, dice. “Únicamente no funcionan cuando hace mal tiempo”.
Meyer pilotó aviones no tripulados en Creech, la base aérea que está cerca de Las Vegas, donde jóvenes entran y salen de coches deportivos y las cadenas de montañas se extienden a través del desierto como reptiles gigantescos. El coronel Matt Martin, en su libro Predator, donde narró su experiencia como piloto de aviones no tripulados en Nevada, escribió: “A veces me sentía como Dios lanzando rayos desde lejos”. Meyer tuvo su primer hijo cuando estaba trabajando allí. En su noveno mes de embarazo aún permanecía sentada en el compartimiento de pilotaje, con el estómago haciendo presión contra el teclado.
“No había tiempo para los sentimientos” cuando se estaba preparando para un ataque, dice hoy. Por supuesto, añade, sentía que el corazón se le aceleraba y que la adrenalina le corría por el cuerpo. Pero cumplía las reglas a rajatabla y se centraba en el posicionamiento de la aeronave. “Una vez tomada la decisión, y a sabiendas de que se trataba de un enemigo, de una persona hostil, de un objetivo legal que se merecía la muerte, no me importaba disparar”.
Tercera parte: No hay lugar para los males del mundo
Después del trabajo se dirigía a su casa por la autopista 85 hasta Las Vegas, escuchando música country y pasando, sin siquiera mirarlos, ante activistas por la paz. Rara vez pensaba en lo ocurrido en la cabina de pilotaje, pero a veces rememoraba los pasos individuales a la espera de mejorar su rendimiento.
O se iba de compras. A veces se sentía extraña cuando la cajera le preguntaba: “¿Cómo está?” Y ella respondía: “Muy bien. ¿Y usted? Que tenga un buen día.” Cuando se notaba inquieta se iba a correr. Dice que el hecho de ayudar a los muchachos en tierra la motivaba a la hora de levantarse cada mañana.
En la casa de Meyer no había lugar para los males del mundo. Ella y su marido, un piloto de aviones no tripulados, no hablaban de su trabajo. Ella se ponía el pijama y veía dibujos animados en la televisión o jugaba con su bebé.
Hoy Meyer tiene dos hijos pequeños. Quiere enseñarles “que mamá puede ir a trabajar y hacer un buen trabajo”. No quiere ser como las mujeres de Afganistán, sumisas y cubiertas de la cabeza a los pies. “Las mujeres no son guerreros”, dice. Meyer añade que su trabajo actual como instructora es muy satisfactorio, pero que le gustaría regresar a las misiones de combate algún día.
No puedo dar marcha atrás y volver a la vida normal
Llegó un momento en que Brandon Bryant sólo pensaba en salir de allí para hacer algo distinto. Pasó unos cuantos meses más en el extranjero, esta vez en Afganistán. Pero después, cuando regresó a Nuevo México, de repente se dio cuenta de que odiaba el compartimiento de pilotaje, que apestaba a transpiración. Empezó por rociar ambientador de aire para eliminar el mal olor. También supo que quería hacer algo que salvase vidas en vez de quitarlas. Pensó que un trabajo como instructor de supervivencia podría venirle bien, aunque sus amigos trataron de disuadirlo.
El programa que luego empezó a preparar en su bungalow de Clovis se llama Power 90 Extreme, un régimen de ejercicios que incluye entrenamiento con mancuernas, flexiones de brazos, dominadas y abdominales. También hace levantamiento de pesas casi a diario.
En los días sin incidentes en el compartimiento de pilotaje solía escribir en su diario reflexiones como ésta: “En el campo de batalla no hay bandos, sólo derramamiento de sangre. La guerra total. Todo lo que veo es horroroso. Ojalá se me pudran los ojos.”
Si lograra ponerse bastante en forma, pensaba para sí mismo, quizá le permitirían hacer algo diferente. Pero era demasiado bueno en su trabajo.
Llegó un momento en que ya no disfrutaba de estar con sus amigos. Conoció a una chica, pero ella se quejaba de su mal humor. “No puedo cambiar y volver a ser como antes”, le dijo. Cuando volvía a casa no podía dormir, así que se ponía a hacer ejercicio. Empezó a contestar mal a sus oficiales superiores.
Un día, se derrumbó en el trabajo y escupió sangre. El médico le dijo que se quedara en casa y le ordenó que no regresara al trabajo hasta que pudiese dormir más de cuatro horas cada noche durante dos semanas seguidas.
“Seis meses más tarde, estaba de vuelta en el compartimiento de pilotaje, manipulando aviones no tripulados”, dice Bryant, que ahora está sentado en el salón de su madre en Missoula. Su perro gimotea y apoya la cabeza en su mejilla. Por el momento no tiene acceso a sus muebles, que están guardados en un almacén y no tiene dinero para pagar la factura. Lo único que le queda es su ordenador.
Bryant publicó un dibujo en Facebook la noche antes de nuestra entrevista. Representa a una pareja que está en pie y se dan la mano en un prado verde, mirando al cielo. Un niño y un perro están sentados en el suelo junto a ellos. Pero el prado es sólo una parte del dibujo. Por debajo hay un mar de soldados moribundos que se apoyan entre sí con las pocas fuerzas que les quedan, un mar de cuerpos, sangre y extremidades.
Los médicos de la Administración de Veteranos han diagnosticado que Bryan padece un trastorno de estrés postraumático. Sus esperanzas de una guerra cómoda –que podría vivirse sin heridas emocionales– no se han cumplido. De hecho, el mundo de Bryant se ha fusionado con el del niño de Afganistán, como si hubiese habido un cortacircuito en el cerebro de los drones.
¿Por qué ha dejado las Fuerzas Aéreas? Un día, dice Bryant, tuvo la certeza de que no iba a firmar el siguiente contrato. Fue el día que entró en el compartimiento de pilotaje y oyó decir a sus compañeros: “¿Oye, cuál es el hijo de puta que va a morir hoy?”