Sucedió hace 27 años, en 1986. La noticia la recibí más de dos años después, en octubre de 1988. Juan Antonio, mi hermano, había sido “ajusticiado”, como se califica este tipo de asesinatos, por el ELN en un campamento del frente Camilo Torres en su tierra, el sur del César. Debí guardar prudente silencio para evitar el dolor de mis padres y mi familia. También para proteger mi vida. Por aquel entonces, al igual que Juan, hacia militancia activa y casi publica con los elenos en Bucaramanga y el Nororiente colombiano.
Juan se había enrolado en la aventura de la revolución, como muchos de su generación, desde muy joven. Sus inquietudes políticas las descubrió en el Colegio José Eusebio Caro de Ocaña. Y su compromiso con los más pobres lo estrenó en la invasión de tierras que dio origen al barrio Camilo Torres en esa ciudad. Pero su espíritu rebelde encontró cauce en el ELN, la organización guerrillera que mejor interpretaba sus iconos: la imponente imagen del Che, las enseñanzas de la revolución cubana y el legado de Camilo, el cura revolucionario.
A Juan la muerte le llegó temprana y del lado que nunca imaginó. Tenía escasos 30 años y recién había sido elegido como miembro de la dirección del ELN en Bogotá. Recuerdo su alegría por dicha responsabilidad en nuestro último encuentro en una fría Semana Santa capitalina. Nuestras duras discusiones políticas y nuestros abrazos eternos. Y su entusiasta propuesta de que me viniera junto a él para conspirar juntos. Y también recuerdo sus batallas internas en la organización, las que sospecho, le valieron la vida. De las pocas cosas que pude conocer sobre las circunstancias de su muerte tienen que ver con el pulso político en el que se comprometió con un sector de la organización que lo acusó de “infiltrado”. En un episodio kafkiano, la escuela de formación guerrillera a la que asistió como requisito para ejercer sus roles de dirección, se convirtió en un “juicio revolucionario” que terminó con su fusilamiento.
De Juan guardo los mejores recuerdos. Me tomó de la mano para empujarme a la lectura de los escritores del boom latinoamericano. Nos deslumbraba a todos en casa con su inteligencia, su agudeza, su liderazgo carismático, su sensibilidad, su ternura. Cuando supo que me había hecho activista estudiantil en el Colegio Loperena de Valledupar me animó, me protegió, me condujo por los vericuetos de la política y me salvó del mamertismo de las FARC y la socialvacaneria del M19. Juntos, él y yo, les contamos a nuestros viejos, conservadores de raca mandaca, que éramos miembros del ELN. Y juntos logramos que nos alcahuetearan esa intrepidez de cambiar el mundo a las malas
Debo confesar y celebrar mi paradoja con Juan. Él me metió a la guerra y me trajo a la paz. Las mismas razones por las que me sumé de su mano a la insubordinación armada, me convencieron, con la noticia de su trágica muerte, de la necesidad de La Paz . De seguir peleándome nuestros sueños de democracia y justicia en la arena política civil.
Aún no conozco muchos detalles de su muerte. No sabemos aún la fecha exacta, ni el lugar en donde reposan sus restos. Y aún esperamos un gesto de verdad y reparación simbólica y política del ELN. Porque esta columna es una reiteración de mi perdón y el de mi familia. Sobre todo ahora que los elenos han declarado de nuevo su disposición por construir un proceso de paz. Por Juan Antonio me la juego por esa paz
Publicación: 15 Julio de 2013
Fuente: kienyke.com
Autor: Antonio Sanguino