Sergio Roldan. Abogado, especialista en Derechos Humanos.
El modelo económico imperante desde 1990, globalización, desregulación, privatización, apertura, libre mercado, reducción del Estado y de déficit fiscal, rentabilidad económica, plantea para la sociedad colombiana un nuevo reto en relación con el agro.
Si se mira la historia de la vida colombiana en el campo, puede afirmarse que sus conflictos sociales son la génesis del conflicto armado: concentración de la tierra, campesinos sin tierra, jornaleros y ausencia de garantías laborales, asesinatos selectivos de sus líderes, masacres, desplazamientos, destrucción del tejido social, entre otros.
La república liberal instaurada en 1930 por Alfonso López Pumarejo y encabezada por los liberales radicales (con convicciones sociales y no de unidad nacional o frente nacional), reconocieron los conflictos agrarios y las injusticias de campesinos con manos para trabajar la tierra pero que contemplaban inútiles extensos latifundios incultos cuyos límites no alcanzaban a vislumbrarse en el horizonte. Un concepto mental y cultural de latifundio contrario al principio de la tierra para el que la trabaja. Estos liberales fueron los promotores de la primera ley de reforma agraria. Se llama reforma porque trata de modificar un statu quo, basado en la natural tendencia humana de acaparar poder mediante la concentración de la propiedad de la tierra y el latifundio. Esta ley dijo que se presume baldío aquel predio inexplotado y particular el predio explotado.
Esta ley estableció la potestad exorbitante del Estado para expropiar tierras incultas por motivos de interés social y previa indemnización. Esta ley enmarcó el derecho a la tierra como un derecho social y el derecho agrario como la expresión de la intervención del Estado para promover la justicia redistributiva.
Después de la república de los liberales radicales vino la hegemonía conservadora aliada con los liberales blandos, o liberales conservadores como Eduardo Santos, que instauró una contra-reforma agraria y mantuvo indemne el latifundio, paralizó los procesos de intervención del Estado y de redistribución de la tierra. Fue necesaria la llegada al poder de otro liberal (inscrito en el frente nacional instaurado tras la violencia política desatada contra el pueblo), de nombre Alberto Lleras Camargo para promover otra ley, la 135 de 1961, que renovó los principios de los liberales radicales, creó el INCORA para materializar las potestades expropiatorias y redistributivas del Estado, conformó un banco de tierras con los bienes baldíos de la nación y comenzó de nuevo un proceso de reforma agraria.
Pero esta proclamación legal de nuevo se encontró con la alternatividad política de la repartición del poder del Frente Nacional, cuyo turno tocaría al conservador Misael Pastrana, quien apoyado por los liberales blandos, a través del pacto de Chicoral suscrito con los terratenientes, detuvo de nuevo las reformas sociales de redistribución de tierras a campesinos sin tierra. Para ese entonces Colombia comenzaba a transformarse en una población mayoritariamente urbana, que mantenía una vocación laboral rural, campesinos forzados al desamparo de ciudades frías, por cuenta de los masivos desplazamientos provocados por la Violencia bipartidista. La concentración de la tierra y el latifundio se profundizó, el sistema político local comenzó a ser dominado por gamonales locales que instauraron un cerrojo democrático y piramidal que recorre desde el concejal, el alcalde, el gobernador y el presidente de la república allá lejos en Bogotá y que monopoliza el poder y excluye otras visiones y pluralidades de la democracia.
Las décadas de los 70 y 80 en Colombia, podrían resumirse en la restricción de las libertades a través de recurrentes Estados de Sitio, y en la instauración de la estrategia de la mano negra, aquella que a la par de las dictaduras militares del cono sur, desaparecía opositores políticos en un Dogde Dart sin placas a la salida de las fábricas, de las universidades y de las sedes políticas de los partidos y movimientos opositores a ese cerrojo democrático del Frente Nacional, hoy llamado Unidad Nacional.
Al final de los 80, otro liberal, Virgilio Barco trataría de instaurar por primera vez un esquema político de gobierno-oposición, que acabara de una vez por todas con la corrupción creada por el Frente Nacional, donde todos se tapaban, se repartían los medios de comunicación y se compartían en silencio los grandes robos del Estado. Hay que decir que se reconocería la personería jurídica de la Unión Patriótica, UP.
Para esa época ya los economistas comenzaban a dominar la esfera política y acuñaban la frase “La economía va bien pero el país va mal” para ilustrar la responsabilidad del Estado en el servicio de su deuda externa y la responsabilidad fiscal, en contraste con una inversión social cada vez más menguada. La brecha entre ricos y pobres se ampliaba de forma ostensible y el camino a convertirnos en unos de los países más desiguales del mundo, estaba desde entonces allanado.
Vinieron las negociaciones de paz con las guerrillas, fracasó la llevada a cabo con las FARC y el ELN, asesinaron a otro liberal radical Luís Carlos Galán y vendría a reemplazarlo un liberal conservador (frentenacionalista) que sería César Gaviria, responsable de la apertura económica impuesta por Estados Unidos y de la proclamación (apenas una proclamación) de la Constitución de 1991.
Este presidente (que luego apoyaría EEUU para ser dos veces secretario general de la OEA), redactaría la Ley 160 de 1994. Fue el ilustre colombiano José Antonio Ocampo quien escribió dicha norma que de nuevo aspiraba a dotar al campo de una justicia agraria y postulaba la economía campesina como base de la seguridad alimentaria, pero que se quedó nuevamente en el papel de la retórica por el ingreso y oposición de una nueva élite económica vinculada con la ilegalidad del negocio del narcotráfico.
Esa ley está vigente y regula la propiedad agraria.
En el gobierno actual del liberal conservador Juan Manuel Santos, ya se ha llegado al extremo de amparar de manera pública la ilegalidad. Después que su socio y antecesor desmanteló el INCORA y desapareció todos sus archivos para que los particulares, encabezados por los industriales, se apropiaran de los bienes baldíos de la nación, la oposición, a la cabeza del ilustre colombiano, senador Jorge Enrique Robledo del Polo Democrático (única y minúscula fuerza de oposición en un gobierno de Unidad Nacional), destapó la caja de pandora de la economía ilegal de los grupos económicos, para descubrir y sacar a la luz cómo los grandes empresarios (aquellos que son propietarios de todos los medios de comunicación), se apropiaron ilegalmente de tierras baldías que pertenecen a todos, a la nación toda, y que ahora al descubrir sus gallardas fechorías pretenden tapar con una ley del desprestigiado Congreso de la República, para que las legalice, con el antidemocrático recurso de decir a través de la propaganda oficial encabezada por Darío Arismendi, que las tierras baldías no sólo se deben repartir a campesinos pobres, (lo afirma también la experta agraria y decana de la facultad de economía de la Universidad de Los Andes, Ana María Ibáñez), sino también es posible repartirse a empresarios del agro ricos, violando una vez más la cláusula de Estado social de derecho de la proclamada y descuadernada Carta del 91, que impone como prioridad del gasto público, el gasto social y la redistribución de los beneficios de las riquezas de Colombia.
En estos términos, el presidente Santos, vale decir, El Retorico, el mismo que promueve una ley de restitución de tierras, mientras le hace pistola a las víctimas con los dedos de los pies, pretende firmar una paz con una guerrilla que se quedó en las balas, al margen de una sociedad civil indignada que no quiere apoyar nuevas fechorías, aceptadas en La Habana por actores armados de izquierda que no nos representan.
Los baldíos son bienes públicos que tienen una destinación específica, para ser redistribuidos a más de cinco millones de campesinos desplazados, que hoy sobreviven en la miseria, delante de Sudán y de la República del Congo. El Congreso de la Unidad Nacional, como el prototipo de una alianza narco paramilitar sin precedentes en la historia, no puede ofrecernos un nueva injusticia con los pobres y una nueva razón para la indignación, premiando los abusos de firmas de abogados como Brigard & Urrutia, calificadas por el presidente de la república como decentes y gallardas. Si es eso decente, ¿a dónde tendremos que irnos a vivir el resto de los colombianos?