Por: Yesid Toro, reportero de Q’hub0
La historia de cómo los cantineros y los docentes de Lerma, en el Cauca, acordaron cerrar las cantinas para que la gente no se matara borracha. Un verdadero ejemplo de paz.
Un día de noviembre de 1988, cansados de matarse borrachos entre sí, los habitantes de Lerma se pusieron de acuerdo para tomar una singular decisión colectiva: dejar de tomar licor. Es más, cerraron para siempre todas las cantinas del pueblo, porque se dieron cuenta de que allí nacían todas sus desgracias. La ingesta de alcohol y el porte de armas de fuego, causas de las más altas cifras de homicidios hoy en Colombia, fueron atacadas de raíz hace ya 25 años por los habitantes de este pequeño corregimiento del municipio de Bolívar, al sur del departamento del Cauca.
Hoy día, en Lerma, los borrachos son vistos como ‘bichos raros’. Sólo algunos adultos se atreven a tomar licor los jueves, día de mercado, en un billar donde se les permite beber algunas cervezas entre la 1:00 y las 6:00 de la tarde.
El resto de la población no toma porque es sinónimo de muerte. Es como si con destapar una cerveza estuvieran abriendo el libro de defunciones de este pequeño pueblo de 3.500 habitantes.
El poblado está situado a tres horas por carretera de Popayán. Una parte de su vía de acceso es pavimentada y otro tramo es destapado, con las montañas del piedemonte del Macizo colombiano a la vista. Al lado del carreteable hay guásimos, arrayanes, árboles de sangre de drago que sirven para alimentar fogones de leña, matarratones y mangos. Por cierto, en estos días de noviembre el aire está impregnado por el dulce aroma de esta fruta.
Sin embargo, este bello paisaje fue manchado de sangre entre 1980 y 1988. Lerma fue epicentro de un desastre social. Con la bonanza coquera llegó un flujo imparable de dinero del narcotráfico y con ese dinero las armas, el licor y los excesos. Fueron épocas en las que los niños tenían pistolas al cinto, en que la gente caminaba entre los muertos, en las que los novios no podían amarse porque sus familias estaban enfrentadas y en las que se pasó de morir de viejo o de desnutrición a morir tempranamente por las balas.
La gente que ahora vive en Lerma le llama a ese período de su historia ‘La Violencia’. Con mayúscula, como para acentuar esa desgracia que acabó con la tercera parte de la población en solo unos pocos años.
Hoy día, los muchachos de 14 o 15 años no han visto a sus padres borrachos nunca. La gente puede y quiere estudiar hasta terminar el bachillerato. Hoy los únicos que disparan son los músicos, que con sus guitarras descargan ráfagas musicales, sones sureños que cuentan la historia del pueblo.
Las únicas heridas que no han sanado del todo son las de la enorme ceiba que hay en la mitad del pueblo, en la plaza que también es parque y corazón de Lerma. Su tronco, cuyo diámetro es similar al de la sala de un apartamento en Cali, conserva aún algunos huecos hechos por las balas que disparaban los borrachos en épocas en las que la gente andaba hasta con dos pistolas y un revólver colgados en cananas.
Las otras heridas, las del alma, las que destruyeron familias, ya están curadas. La unión entre cantineros y docentes con el resto de la comunidad para cerrar las cantinas y abrir el primer colegio de bachillerato del pueblo le mereció hace tres años a Lerma el título de Territorio de Convivencia y Paz. Esta es su historia.
La bonanza y la violencia
Los mayores de 80 años, aquellos que vivieron en la Lerma de chozas de barro y de paja, fundada según la historia por un colono español llamado Jerónimo de Lerma, en 1838, aseguran que los Cuerpos de Paz que llegaron de los Estados Unidos en los años 70 les enseñaron a las comunidades campesinas que la coca tenía otros usos. La gente ancestralmente usaba la hoja en infusiones y remedios.
La coca está arraigada al alma misma de esta población descendiente de los Yanaconas del Macizo. En esa época la gente tenía sus matas en las fincas y en sus patios, y la tostaban para venderla los días de mercado.
“Pero les enseñaron a los muchachos a fumarla y a los viejos a ganar más plata si la vendían cruda (es decir sin tostar para el mambe) o la procesaban”, cuenta Miguel Ortiz, nativo de Lerma, y quien seducido por el dinero convirtió su casa en una cantina en los 80.
El señalamiento contra los Cuerpos de Paz es generalizado entre los ancianos que vivieron esa época. De hecho, cuando en 2010 Washington reanudó este programa para Colombia, tras 29 años de ausencia, las críticas revivieron. Se recordó entonces cómo en el gobierno de Virgilio Barco se afirmó que: “Los Cuerpos de Paz que vinieron aquí como una colaboración norteamericana para trabajos sociales en los barrios pobres y en las zonas rurales fueron los que enseñaron los procedimientos químicos para extraer productivamente la cocaína de las hojas de coca”.
Los campesinos de Lerma, y en general de Bolívar, pasaron de vender una libra de hoja de coca en 10 centavos o de cambiarla por maíz, a recibir por ella 10 pesos. Y en pocos años una arroba la negociaban por 500 pesos. “La gente no sabía qué hacer con el dinero. Por ejemplo, compraban neveras, pero como en las fincas no había energía eléctrica las usaban como armarios y allí guardaban la ropa y los zapatos. Vimos llegar motos, carros, equipos de sonido; gente del Valle y del Quindío vinieron a trabajar en las cocinas y con ellos trajeron la costumbre de fumar basuco y de oler cocaína”, recuerda Erney Ruiz, un líder social de Lerma, que para entonces tenía 19 años de edad.
Erney es hoy día uno de los abanderados del proceso que ha permitido mantener la paz en esta población. Él, un campesino de machete envainado y azadón al hombro, convencido del proyecto para rescatar entre la gente los usos lícitos de la hoja de coca, también se dejó seducir por el dinero que llegó con la bonanza.
Y lo primero que hizo fue querer comprar, como todos en el pueblo, un arma de fuego. “Uno vendía la hoja y con lo que le pagaban quería comprar un arma porque todo el mundo estaba armado. En mi caso mi mamá, que era una mujer de muchos valores, me advirtió que si llegaba a la casa con una pistola me echaba, y yo le hice caso”.
Pero no todos en Lerma hicieron caso a los regaños de sus madres. Por el contrario, muchos padres permitieron que sus hijos tuvieran revólveres o pistolas. El profesor Luis Alberto Gómez, docente del Colegio Agrícola Alejandro Gómez Muñoz y uno de los que ha reconstruido esta historia, recuerda que para entonces el pueblo llegó a tener quince cantinas. “Casi todos los hombres estaban armados. Entonces en las cantinas se encontraban los que tenían problemas por la coca, y luego de unos tragos se armaban las balaceras donde siempre alguien terminaba muerto”.
Muchas veces, dice Walter Gaviria, un licenciado en Filosofía que para los lermeños es su más querido hijo ilustre y como un libertador por liderar el cierre de las cantinas, la gente prefería no recoger a los muertos para no acabar con la fiesta o para no meterse en problemas.
Dentro de las cantinas la gente prendía cigarrillos con billetes, en las mesas las armas se apretaban con las botellas de cerveza, la música sonaba todo el día, las mujeres se arrimaban a pedirles dinero a sus maridos borrachos, las balas zumbaban y había que lavar la sangre de los muertos casi a diario. Carnavalia, Sol y Sombra, eran dos de las más frecuentadas.
Rudy Olán Gómez, otro docente del pueblo, dice que durante La Violencia, una tercera parte de la población de la cabecera del corregimiento, que tenía 400 habitantes, fue asesinada. “La gente decía que si se pusiera una lápida en cada sitio donde había caído un muerto, no habría por dónde caminar”, recuerda Rudy.
Los pistoleros borrachos no respetaban pactos, ni amores, ni familiaridades ni nada. Echaban bala sin importar que las asustadas madres corrieran con sus pequeños para la única escuela que había.
Un día, en la primera comunión de su hija, un hombre fue asesinado dentro de la iglesia de San Antonio de Padua, la única del corregimiento. Ese sacrílego crimen llenó la copa de la indignación. De hecho, tantos se habían matado y otros se habían ido, que no quedaba ya casi a quien matar.
La paz llegó con un colegio
En noviembre de 1988 se cerró la última cantina en Lerma. Era de un hombre que había llegado en busca de fortuna y del que ya no recuerdan el nombre.
El lugar estaba enseguida de la casa de don Miguel Ortiz, quien días antes había cerrado su cantina presionado por sus mismos vecinos que cansados la clausuraron a la fuerza.
“Conmigo dialogaron para que la cerrara y yo hice un juramento de no volver a abrir la cantina, pero la que había enseguida de mi casa se cerró porque mataron a tres personas y dejaron heridas a otras once”.
En el movimiento comunitario para cerrar las cantinas estaban los docentes de la escuela, los trabajadores del puesto de salud, el sacerdote, el encargado de Telecom de la época, los campesinos y las mujeres. Fueron éstas las que les exigieron a los cantineros el sellamiento de sus negocios. “Era más seguro que lo hicieran ellas que los hombres, porque se corría el riesgo de que hubiera riñas. En cambio a las mujeres no les iban a dar bala”, contó Amanda Meneses, quien lidera actualmente un grupo de mujeres en Lerma.
Entonces, cuando a finales de los 80 el Gobierno Nacional intensificó su lucha contra el narcotráfico, la bonanza coquera se convirtió en un fantasma. El negocio se trasladó al Caquetá y al Putumayo, y en Lerma sólo quedaron tumbas, degradación y conflictos.
“Fue cuando llamamos al profesor Walter Gaviria, uno de los pocos que había salido y logrado estudiar, y con él comenzamos el proceso”, anotó el profesor Luis Alberto Gómez.
Walter trajo consigo la idea del diálogo como única forma de acabar con la violencia. Todos los interesados en la pacificación se reunieron en la escuela y tras muchas propuestas lanzadas, entre ellas la de pedir que se instalara una base militar, o que se gestionara la pavimentación del pueblo, fue un humilde campesino, dueño de una gallera, al que se le ocurrió la idea que cambió para siempre la vida de los lermeños.
Fue la metáfora de los huevos nuevos: “Con los huevos podridos ya no hay nada qué hacer. Tenemos que empollar nuevos huevos. Entonces hagamos un colegio, para que la gente sea inteligente y deje de matarse”, les dijo Roberto Quiñónez, quien ya falleció.
Fue entonces cuando Edelmira Ruiz, Miguel Ortiz y Fernando Rengifo, entre otros, accedieron a cerrar sus negocios de licor. Hasta Luis Velazco, el mayorista, que vendía 200 cajas de cerveza a la semana, dijo no más.
“Las reuniones del proceso eran reacciones de supervivencia: nadie quería más muertos, pero todos se preguntaban qué hacer. Y para solucionar el tema, unos pusieron solares, se tomaron casas que estaban desocupadas, algunos trajeron ladrillos; con todo esto se abrió el colegio. Me traje de Popayán a unos amigos docentes a los que les dije que en Lerma estábamos creando un colegio. Vinieron Álvaro Cajas, Marisol Ruiz, Gloria Holguín y Everto Manrique, quien se quedó y hoy lleva 22 años en Lerma”, rememoró Walter, quien desde luego también fue profesor.
A esta cruzada se sumaron una enfermera del pueblo, los curas de Bolívar y profesores de primaria como los hermanos Rudy Olán y Luis Alberto Gómez.
El colegio, llamado Alejandro Gómez Muñoz, en reconocimiento a otro hijo ilustre de Lerma que llegó a ser Secretario de Obras Públicas del Cauca, se convirtió en el epicentro del ‘autogobierno’ promovido en este corregimiento.
Hasta don Miguel Ruiz terminó poniendo de su dinero para la construcción del colegio, del que hoy día es celador.
Las juntas de acción comunal se convirtieron en autoridades máximas y los problemas se comenzaron a resolver con el diálogo. “El éxito consistió en no quedarse llorando a los muertos, sino mirando hacia adelante”, anotó Walter.
Las noches de antes con la música de cantina aturdiendo, las tardes de jueves que asustaban con el zumbido de las balas que herían la enorme ceiba situada en la mitad del pueblo, de repente se convirtieron en días de teatro y de música.
Walter trajo y enseñó a los jóvenes a representar su realidad en obras teatrales que eran presentadas en medio de la romería en la cancha de Lerma. Los viejos que antes eran músicos y que por equivocación torcieron el destino de su propia tierra con las cantinas, volvieron a entonar sus músicas de cuerdas, de vientos y de tamboras.
El Cerro de Lerma, a 2.500 metros sobre el nivel del mar, que según la leyenda no deja ver su pico a los extraños, se quitó la sábana de niebla que lo cubría.
Los niños comenzaron a ir a estudiar y los muertos se volvieron cosa del pasado.
Entre 1988 y 1998, el proceso de reconstrucción de Lerma fue cambiado de a poco la vida de la gente. Y aunque las cantinas volvieron en el 98, los habitantes de aquella población prefirieron la tranquilidad al dinero y finalmente no dejaron que prosperaran.
Los lermeños, en cambio, se sintieron orgullosos de su ejemplo y en 1993 ganaron un premio nacional comunitario. Se llenaron tanto de valor que a finales de los 90 y comienzos del 2000 encararon a los grupos armados que quiseron imponerles condiciones.
“Les dijimos que nuestro proceso era independiente y que nosotros resolvíamos nuestros problemas de otras maneras, y ellos lo entendieron”, dice Luis Alberto.
Ellos, de los que habla, pueden ser los integrantes del ELN, la guerrilla que opera actualmente en la zona. O quizás las Farc, o las AUC. En realidad es algo de lo que ellos no hablan.
A comienzos de este año hubo seis muertos en una semana en Bolívar, pero los lermeños dicen con orgullo que en su pueblo no hay muertes violentas hace más de diez años.
En cambio, sostiene Erney Ruiz, “hay una resistencia a las fumigaciones con glifosato que acaban con nuestros cultivos”.
Erney y los ex cantineros conforman un grupo musical que se llama ‘Voces del Recuerdo’. Y le cantan al glifosato y al olvido del Estado. Pero hay una canción con la que resumen toda su historia: “Ahora todo ha cambiado /con música y con deporte/ con danzas y con teatro/ pasamos la media noche.
En el pueblo y las veredas/ la gente está muy contenta/ viendo que cada día se aleja más la violencia.
Mientras tocan en el andén de un vieja cantina, los músicos dejan escapar en sus canciones más que un triste recuerdo. Le cantan a la paz y a la esperanza. Aún falta mucho, porque en medio de la tranquilidad también hay pobreza. Pero esta paz lo es todo para los lermeños. Uno de ellos dijo cuando dejaron de cantar: “La paz que se negocia en La Habana debería ser como la de Lerma”.
Tomado de: http://www.elpais.com.co/elpais/colombia/noticias/lerma-cerraron-cantinas-para-lograr-acuerdo-paz