La exdirigente relata cómo sobrevivió al exterminio de la UP y exige al gobierno que lo reconozca como un genocidio. La ex militante de la Unión Patriótica Aída Abella reaparece tras 17 años de exilio.
Diecisiete años, seis meses y cuatro días llevaba Aída Avella sin pisar Colombia. Un rocket que le lanzaron a su carro el 17 de mayo de 1996, cuando se desplazaba por la autopista Norte a su oficina del Concejo de Bogotá, fue el último campanazo de alerta que le indicó que sus días en el país habían terminado.
La entonces presidenta de la Unión Patriótica, en contra de su voluntad, tuvo que exiliarse. De su vida de trabajo por la comunidad en Bogotá pasó a ser refugiada y luego empleada en una chocolatería en Ginebra (Suiza) donde aprendió que el mejor chocolate del mundo se hace con cacao de Venezuela. Todo un giro de 180 grados.
Ahora, luego de que el Consejo de Estado le restituyera la personería a la UP, Aída volvió precisamente para presidir el V Congreso de este partido. Sin embargo, su exilio no termina, pues considera que aún no hay garantías para retornar a la actividad política que abandonó por las intensas amenazas de los paramilitares.
A su regreso, Aída, en diálogo con Semana.com, relató la forma como sobrevivió a lo que ella considera fue el genocidio más grande del país, el de la UP, pero sobre todo a casi 20 años de persecución política desde que era dirigente sindical.
El país aún recuerda su voz entrecortada relatándole al periodista Dario Arizmendi la forma como habían atentado, con esa bazuca. Decenas de balas la acariciaban. La muerte estaba a la vuelta de la esquina. Fue la última vez que habló en directo en las ondas radiales. La última vez que se conocieron noticias de esta dirigente de izquierda. Este es su testimonio.
“Aún tengo en la mente los sonidos de la muerte de aquella mañana del 17 de mayo del 96”, recuerda Aída. “Pero lo que son las cosas. Darío Arizmendi, el periodista que siempre me vetó, me abrió el micrófono. No sabía por qué me tenía vetada. Me lo contó un periodista y luego un compañero concejal me lo ratificó: -Aída, ¿por qué te veta Arizmendi? ¿No te das cuenta? Nos llama a todos menos a ti-. Yo le dije: -el día que me necesite me va a llamar y ese día le voy a dar las gracias por levantarme la censura. Pero precisamente fue en ese momento. Las balas silbaban cerca de nuestros oídos, en cualquier momento nos moríamos Estábamos en directo. No le pude decir lo que tenía que decirle a Arizmendi”-.
—¿Cómo recuerda aquella mañana del atentado?
—La muerte nos acariciaba. Recuerdo que había un extraño trancón, no podíamos avanzar. Vi un carro al lado del que salía un tubo, era como una bazuca. Después nos dispararon tres revólveres al tiempo, el carro quedó con 40 impactos de bala. Ahí tengo la investigación que hizo la Policía. A nosotros nos dispararon por la espalda, pero la Policía dice que nos dispararon de frente. Son cosas que demuestran que la Policía estuvo ahí. ¿Cómo pueden decir eso? Cuando nuestro senador, Hernán Motta, hizo un debate en el Senado, la Policía le llevó la investigación que estaban haciendo como una muestra de que los crímenes de la UP se investigaban. Pero todo eso era falso.
—¿Desde cuándo empezó a recibir amenazas?
—La primera amenaza nos llegó en 1973 cuando estábamos en la actividad sindical, aún no estábamos en la vida política. Íbamos a hacer un paro de una hora los trabajadores del Estado. “Paró la burocracia una hora”, decía el titular de El Tiempo en primera página, no se me olvida. Ese paro nos costó la primera amenaza. Teníamos seguimiento de los cuerpos de seguridad del Estado. Iban detectives a las oficinas a vigilar al movimiento sindical. Siempre que íbamos a hacer una huelga coincidían las amenazas.
La primera carta que recibí tenía pintados dos fusiles cruzados: “Enemigos de la patria, los seguimos paso a paso”, decían. Ya cuando estaba en la Asamblea Constituyente me calificaban como “la vocera de la insurgencia”. No hubo un día en que no tuviera miedo de perder la vida. Cargaba dos escoltas, y ante las amenazas, me acuerdo que Humberto de la Calle, en ese entonces ministro de Gobierno, nos prestó un carro blindado. Esa era nuestra seguridad.
—¿Cómo era hacer política en medio de los asesinatos de crímenes contra sus compañeros?
—Cuando salimos de la Constituyente, en diciembre del 91, me eligen presidente de la UP y ahí fue Troya. Las amenazas no dejaban descansar. Cuando llegué al Concejo era una de las épocas más duras de la matanza al movimiento: el asesinato de los trabajadores en Urabá. Fue cuando aparecieron los ‘mochacabezas’, le quitaban la cabeza a nuestros compañeros, las colgaban en estacas, sobretodo en la diagonal San Jorge de Apartadó.
Algunos iban a sus fincas bananeras, les cortaban las cabezas y las mandaban en bandejas a los casinos de los trabajadores en la hora del almuerzo, con el mensaje de que si seguían en el sindicato las cabezas rodarían. Jugaban fútbol con las cabezas de la gente que asesinaban, y esperaban a que vinieran las aves de rapiña a comerse los cuerpos. Eso no se sabía porque no permitían que saliera en las noticias.
—Pero se atrevieron a denunciarlo…
—La gente tenía que saber lo que estaba pasando en Urabá. Y nadie quería publicarlo. Fuimos a la Fiscalía y hablamos con Alfonso Valdivieso. En ese informe iba los sitios donde se entrenaban los paramilitares, los asesinatos de nuestra gente, y quien los había matado. Estaban implicados nombres de miembros de las fuerzas militares.
La carta se filtró a los medios. A los tres días recibí un mensaje de Rito Alejo del Río comandante de Brigada para reportar los hechos denunciados. Y trece días después me dispararon. Son cosas que uno dice: ¿estuvo una cosa ligada con la otra? Es posible. Pero ante la matanza de nuestra gente no nos podíamos quedar callados. Para lo que sirvió esa denuncia fue para que se parara esa forma de matar tan cruel. No la siguieron empleando en masa.
—Prácticamente la UP tuvo que sesionar en los cementerios…
—Era tal la cantidad de muertos a lo largo y ancho del país que cada semana nos encontrábamos en los cementerios. Hacíamos la militancia en el cementerio. Teníamos que vivir en condiciones de legalidad y normalidad. Muchas veces no podíamos llegar a la casa. Nos avisaban los vecinos que hay carros con gente armada al frente. Durábamos hasta semanas fuera de casa. Casi siempre eran funcionarios del Estado. Permanecían por semanas completas, gente armada, al lado de nuestras casas. Y lo peor, mientras enterrábamos a nuestros compañeros había gente de la fuerza pública que se reía. Era indignante. Es el mínimo respeto. Fueron años muy duros y difíciles.
—Han pasado casi 20 años, y los paramilitares en Justicia y Paz han denunciado como fue la matanza a la UP. ¿Cómo ha recibido esas confesiones?
—Me causó estupor la entrevista de Raúl Hasbún. Todos sabíamos que había parte de los empresarios comprometidos con la matanza. Todos sabíamos que la fuerza pública estaba implicada. Pero no nos imaginamos que fuera de tal dimensión como lo dice en la entrevista Hasbún.
En ese momento no pude explicar cómo pudimos sobrevivir a un genocidio de esa magnitud. Eso se llama terrorismo de Estado. Que es lo más grave que le puede suceder a un país o una comunidad, a una democracia. Eso era concebible en una dictadura. En mi criterio, lo que nos hicieron fue aplicar la pena de muerte que está prohibida en la Constitución.
Los listados circulaban en muchas de las brigadas. Parecía la lista de los que teníamos que ser asesinados. Eso explicaba que un compañero que estaba en Barranquilla y viajara a Nariño allá fuera asesinado, otra persona que había estado cinco años en el exilio como Ramón Castillo, cambiando de ciudad, lo asesinaran. A dónde llegaban siempre se encontraban de frente con los asesinos. Eso no tiene explicación en ninguna democracia.
—¿Cree que la CIDH podrá declara el exterminio de la UP como un genocidio?
—Se dice que el genocidio se refiere a crímenes que tienden a configurar la desaparición de un grupo nacional, racial, étnico y religioso. El genocidio político no está tipificado. Pero todos los genocidios son en el fondo son políticos. En este caso fue contra un partido, y el gobierno tiene que reconocerlo.
—Las nuevas generaciones aún creen que la UP era el brazo político de las FARC, ¿eso era cierto?
—La UP nació por los diálogos que se entablaron entre Belisario y las FARC y que la gente se vinculara a la política. Pero los guerrilleros no eran los miembros de la UP. Sus dirigentes estaban en los sindicatos, en el periodismo, en las corporaciones públicas, era gente que estaba cansada del partido Liberal y del partido Conservador.
Cuando empieza la matanza la gente alzada en armas se va porque no veían garantías de hacer política. Y nos quedamos todos los que no teníamos nada que ver con el movimiento insurgente. Nos quedamos los sindicatos, los trabajadores. Era una esperanza de cambiar el bipartidismo y de mirar que podíamos hacer cosas. Los resultados del 86 fueron impresionantes. Eso ocasionó la posibilidad de llegar al poder por las vías que los dueños del poder político habían diseñado. La vía electoral. Hubo una inmensa acogida. La gente vio que se podía llegar por la vía democrática al poder. Pero los enemigos de la paz y la democracia lo impidieron a sangre y fuego.
—¿Se sienten reconocidos por la ley de víctimas del gobierno?
—La ley no es la mejor. El daño que se ha causado es muy grande. Es que mataron una esperanza de cambio. Es un daño contra la humanidad. Como el holocausto judío. En Colombia se ha reeditado ese genocidio. Esto tendrá que revertir no solo en reconocimiento a la familia, al movimiento político, a resarcir todos los juicios políticos. Hay que impedir que esto quede en la impunidad. Hay que reconocer que hay victimarios del Estado. Eso sirve para que nadie diga en Colombia no se puede morir por causas políticas.
—¿Cuál debería ser la reparación integral a la UP?
—No solo es la personería jurídica sino condiciones para que el partido pueda hacer política. A nosotros nos mataban parlamentarios que no se pudieron reemplazar. Mataron alcaldes, concejales. Creo más en la decisión de un tribunal internacional. Además nuestros jóvenes deben conocer la historia, cómo durante decenios se asesinó un movimiento político. Y que esto no puede volver a repetirse. La historia debe enseñarse y debe figurar en los libros de historia.
—¿Y cree que hay garantías parta volver a la política?
—No. Para ello se debe condenar a todos los culpables. No solo al sicario. Detrás del sicario hay mucha gente. Y especialmente a los autores intelectuales, los que fueron capaces de programar semejante matanza y de hacerlo en medio de una supuesta democracia. Si no hay castigo ejemplar a quienes tienen la misión de protegernos, no habrá garantías.
Deben tener más responsabilidades. Deben tener un castigo ejemplar para que esa institucionalidad no se vaya de las manos. Pero en Colombia se los condena a cárceles cinco estrellas, donde pueden seguir delinquiendo, donde siguen recibiendo su sueldo, su pensión. Y la matanza continúa. Continúan matando sobrevivientes. Tantos gobiernos comprometidos en esto y no para. He conocido por algún medio un mensaje que se cruzan dos empresarios: “Como que va a renacer la UP, nos tocará hacer algo”, dicen.
—Desde la distancia, ¿cómo ve la política colombiana?
—A veces siento pena y tristeza de ver que dentro de la política han incursionado personas que no deberían estar en la política sino en la cárcel. El Congreso es de las entidades más desacreditadas. Se convirtió en una organización para delinquir. Pero con rarísimas excepciones hay políticos dedicados a hacer política. Pero la inmensa mayoría se dedican a hacer plata. Algo que en mi criterio tendría que ser ajeno a la política. Un parlamentario tiene un salario muy superior a cualquier profesional, con eso debería ser suficiente.
Tampoco entiendo como un expresidente sigue queriendo gobernar sin tener el poder. Eso es exótico. Que quiera ser presidente sin ser presidente. Lo mínimo, en la decencia política, es dejar que el que está en el poder gobierne. Eso no quiere decir que no se hagan críticas.
—¿Se va a quedar en el país?
—Nos quitaron la patria, nos obligaron a buscar un lugar dónde poder vivir. Tuvimos que abandonar la familia. Nos quitaron una carrera que llevábamos en la vida sindical y en la vida política. Parte de la vida. Tuvimos que empezar de cero, aprender a caminar, acomodarse a otra realidad. Volver a la universidad a validar los títulos, trabajar en una chocolatería. Pero nunca he dejado de trabajar y sigo siendo colombiana. Vivimos para volver. Siempre y cuando algún día estas cosas dejan de repetirse. Por ahora no es el momento.
Rodrigo Urrego Bautista / Martes 19 de noviembre de 2013