Una de las más grandes incertidumbres sobre la oportunidad histórica de poner fin a décadas de conflicto armado en Colombia es si el Ejército de Liberación Nacional (ELN) se sumará o no al actual proceso de paz. Las aproximaciones exploratorias continúan y la presión para impulsar el proceso crece a medida que las negociaciones en La Habana con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), de mayor tamaño, se acercan a un punto decisivo. Sin embargo, las esperanzas de que nuevas negociaciones fueran inminentes se vieron frustradas en el 2013. Acordar una agenda y una metodología que satisfagan al ELN y que sean consistentes con el marco conceptual de las negociaciones en La Habana no será tarea sencilla. El ELN piensa que el gobierno necesita flexibilizar su posición o se arriesga a continuar con el conflicto; el gobierno cree que el ELN debe demostrar flexibilidad o se arriesga a quedarse por fuera del proceso. Sin embargo, no favorece el interés de nadie en el largo plazo demorar más estas negociaciones. Un proceso en el cual falte el ELN, o uno en el que éste participe tardíamente, carecería de un componente esencial para la construcción de una paz sostenible. Ambas partes, por ende, deben cambiar el rumbo y abrir negociaciones lo más pronto posible, sin esperar una perfecta alineación de las estrellas durante el largo periodo electoral del 2014.
La violencia paramilitar y, en menor medida, la acción de las fuerzas armadas, han reducido significativamente las capacidades militares del ELN, pero la más pequeña de las dos insurgencias colombianas no se encuentra al borde del colapso. Ésta ha tomado ventaja del auge de los recursos naturales y ha extraído nuevos ingresos de la industria petrolera en su mayor zona de dominio, Arauca, y ha luchado por el control de zonas mineras en el Chocó y otros territorios. En algunas regiones, ha quebrantado además la antigua restricción autoimpuesta de no involucrarse en la economía ilegal de las drogas con el fin de comprar armas y reclutar combatientes. Todo esto ha dañado severamente su relativamente fuerte apoyo local, aunque el ELN ha procurado no sacrificar sus relaciones con las comunidades en vísperas de una negociación. Aún mantiene sus vínculos en la política local de Arauca y la cooperación con las FARC ha mejorado bastante desde el 2009, pues los dos grupos han tomado medidas para reparar sus relaciones, que han estado usualmente nutridas de desconfianza y ocasionalmente de violencia.
El ELN es una amenaza confinada regionalmente, pero su capacidad para adaptarse y resistir, junto con su capital político y social y su retaguardia en Venezuela, de alta importancia estratégica, hacen que una derrota militar en el corto plazo sea poco probable. La intensificación de la ofensiva en su contra precipitaría otra emergencia humanitaria en sus zonas de dominio y podría ser contraproducente en el largo plazo, pues conllevaría el riesgo de fragmentar a una guerrilla –ya de por sí descentralizada– en varios grupos criminales autónomos. Una negociación, por consiguiente, es la mejor y la más pragmática de las opciones. Posponerla hasta que se firme un acuerdo con las FARC podría parecer más fácil de administrar, comparado con realizar conversaciones paralelas con dos insurgencias, pues estas probablemente ocurrirían en dos países diferentes. Sin embargo, el modelo de conversaciones en secuencia conlleva sus propios problemas. Dado que la presencia territorial de las dos guerrillas se superpone, implementar un cese al fuego con las FARC resultaría problemático si el ELN permanece en el conflicto, y las filas de esta guerrilla pueden crecer si ofrecen un espacio para los combatientes de las FARC que no deseen desmovilizarse.