“No nos maten, por favor, no nos maten”

Muchos colombianos se asustaron al escuchar al temido jefe guerrillero ‘Iván Márquez’ el jueves 18 de octubre del 2012 en Oslo, Noruega, en el inicio formal de los Diálogos de Paz entre el gobierno de la administración Santos y las FARC. Lo que debía ser un sencillo acto protocolario se convirtió en una bajada de ánimo general por el tono desafiante del insurgente.

Muchos años atrás, este mismo hombre, con su nombre real –Luciano Marín Arango–, suplicaba, en la Plaza de Bolívar, desde su curul de congresista que no los asesinaran, que a él y a todos los militantes de la Unión Patriótica (UP) les respetaran la vida, que lo que querían hacer, juraban, era política legal: “No nos maten, por favor, no nos maten”.

También años atrás, el joven concejal de La Plata, Huila, Luis Édgar Devia Silva abandonó el cabildo ante las amenazas de muerte. A diferencia de sus padres, que igual habían salido huyendo de su casa por el cerco de los violentos por ser liberales, este militante del Partido Comunista (PC) decidió enrolarse en las FARC con el alias de ‘Raúl Reyes’. Terminó muerto en un bombardeo en Ecuador con un prontuario de miedo.

En su juventud el nombre de Juvenal Ovidio Ricardo Palmera corría de boca en boca por las tierras de Cesar, pues Diomedes Díaz lo había incluido en su vallenato titulado ‘El mundo’. Por aquel entonces él era un querido gerente del Banco del Comercio de Valledupar, que vivían en la exclusiva calle Santo Domingo, adyacente a la plaza Alfonso López, y que había crecido en un ambiente de privilegios. Apasionado por la política, optó por la izquierda con la ilusión de un soñador.

Pronto, empezó a ver cómo asesinaban, desaparecían o herían a sus compañeros de militancia. “El exterminio de la burguesía contra nosotros me obligó a irme al monte”. Entró a las FARC con el nombre de ‘Simón Trinidad’. Fue capturado y extraditado a Estados Unidos. Hoy está preso allá mientras los negociadores de esta guerrilla exhiben su imagen fotográfica en La Habana.

“No nos maten, por favor, no nos maten”, suplicaban. Pero los siguieron matando. No a uno, ni a diez, ni a cien ni a mil. Sino a 4.000. Todo un partido político desaparecido de la faz de la tierra en una de las páginas más vergonzosas de nuestra historia. Los mataron bajo el sol ardiente de Barrancabermeja, como a Leonardo Posada; o en una tibia carretera de Cundinamarca, como a Jaime Pardo Leal; o en el atestado aeropuerto El Dorado, como a José Antequera; o en un Puente Aéreo, rodeado una decena de escoltas, como a Bernardo Jaramillo.

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