En el caso Petro muchos creíamos que una medida de protección, por parte de la Comisión interamericana de DDHH, sería acatada por el gobierno, puesto que así lo había prometido el presidente, dentro y fuera del país. La sorpresa fue su abierto desacato, lo cual invita a sopesar sus implicaciones.
La palabra empeñada era un valor inquebrantable en tiempos en los cuales ésta, la palabra, estaba por encima de cualquier otra formalidad. Es sin duda uno de los valores que se han desdibujado de manera plena a causa de una sociedad en la cual se ha ido afincando la trampa y la maleabilidad de los compromisos. La caricatura del Presidente Santos como pinocho, a raíz de la poca consistencia de sus posturas políticas y la fama bien ganada de un personaje que se configura desde la oportunidad y las ventajas coyunturales, representa de manera paradigmática las prácticas de una elite fundada en la mentira que se arropa de legalidad y cínicamente de democracia. Lo ocurrido con el Alcalde Petro es un hecho más de una larga historia que, en un personaje como Santos, corrobora la percepción de encontrarnos ante alguien en quien no es posible confiar ya que sus ejecutorias nos alertan de su escasa credibilidad.
Esta decisión no es más que la consecuencia del cálculo político desencadenado por unos resultados electorales que, en el caso concreto de Bogotá, señaló el menoscabo electoral de la Unidad nacional santista, considerada dominante en la Capital, en favor del Centro Democrático que, sin demasiado esfuerzo, le arrancó una buena tajada. También coincide con el desencanto electoral que segue marcando la pauta en las encuestas, por lo cual era indispensable imprimir un timonazo, en campos tan sensibles como la movilidad, la seguridad y la salud capitalinas, como bien lo consigna en su plan de choque para Bogotá que fue dado a conocer en el día de hoy, para lo cual milagrosamente aparecieron cuantiosos recursos.
Tal como están las cosas, la estrategia no admite dudas, para Santos por encima de cualquier cosa está su reelección y apara ello, no importa pasar por encima de su palabra, también sobre los compromisos internacionales y menos, que una decisión como la tomada afecte la necesaria confianza tan indispensable para un proceso de tanta importancia como el de la Habana. Se repite pues la historia: A Uribe no le importó corromper el congreso para sus fines reeleccionistas y Santos, como buen alumno, no le importó a que tenía que llegar para destituir a quien ocupaba el segundo cargo más importante, para fines similares.
¿Por qué el proceso de la Habana? Las razones son apenas obvias. El proceso no transita bajo unas condiciones que construyan la tan indispensable confianza, el recelo, producto de una guerra que mantiene sus niveles de crudeza y brutalidad, es dominante. Las improntas del ataque a casa verde en 1990 cuando se trabajaba en un proceso de paz y la ruptura unilateral del Caguán por parte del gobierno de turno, entre otras, se mantienen como referentes de una élite en la cual continúa, de manera dominante, la idea de la contrainsurgencia y de la eliminación del contrario. Un proceso de negociación de un conflicto exige que la guerra misma, paradójicamente, hubiese transformado a sus actores centrales, en el sentido de remover su estructura de creencias y valores, expresado en la renuncia formal y real a la guerra. Pero todo parece indicar que esto aún está crudo y en ciernes.
No hay ninguna razón para pensar que la lógica utilizada por Santos para precipitar la destitución del Alcalde Petro no sea aplicada en el caso de la negociación de la Habana. Pero lo más importante es que, aún bajo las condiciones de un acuerdo, Santos no es la mejor garantía para que dichos acuerdos se concreten en la vida política y social del país. Definitivamente es un personaje no creíble y en extremo poco confiable, por una razón de fondo: no es posible identificar en él un principio rector de su vida, salvo aquel que lo ha hecho un maestro de la marrulla. Ello explica la importancia que tienen en este caso los procesos de validación de dicha negociación. La puja estará, de parte de la insurgencia, en llegar a un mecanismo que goce del mayor poder vinculante y de parte del Gobierno, el que le permita más juego y capacidad de maniobra para hacer de los acuerdos no más que un simulacro.
La destitución del Alcalde Petro deja pues un mal sabor con respecto a la real voluntad del establecimiento por darle la oportunidad al pueblo colombiano de transitar por un camino democrático, en donde no sea el miedo quien regule las relaciones sociales. Como siempre lo hemos dicho: que las diferencias y pluralidades sean las mejores oportunidades para el progreso y no la justificación para las violencias que nos agobian. Amanecerá y veremos.
José Girón Sierra
Observatorio de DDHH_IPC
Marzo 2014