Oro, guerrilla y Araracuara

Araracuara es una inspección del Caquetá, en el corazón de la selva amazónica. Territorio indígena y colono, algún día figuró en la imaginación del país bogotano por una razón innoble: en 1939 se inauguró allí una colonia penal para aislar a los peores criminales. El sitio era propicio, pues los verdaderos barrotes eran la infranqueable selva y los caudalosos chorros del Río Caquetá. Una especie de Gorgona en tierra firme.

Aunque la prisión fue cerrada, hoy Araracuara sigue siendo un lugar confinado: no hay carretera, sólo llega una avioneta semanal desde Bogotá con 19 puestos y un tiquete vale más que el salario mínimo. Una cerveza vale 5 mil pesos y un galón de gasolina 16 mil, el doble que en Bogotá.

Allí la realidad es ajena a los anuncios del ministerio de Ambiente, a los pregones del de Defensa, a los planes del de Vivienda, a las promesas de infraestructura o de salud. Allí la vida se rige sola, con sus propias leyes.

Hasta hace poco.

Hace dos meses las Farc volvieron a bajar desde sus feudos en el alto Caquetá como Florencia, San Vicente, Puerto Rico, El Doncello. No llegaron con fusiles y bota pantanera, sino en grupitos de milicianos, mimetizados entre los forasteros que llegan a estas tierras buscando chupar algo de la nueva bonanza: la del oro. Nueva, porque aquí la pobreza es un interludio entre bonanzas: la del caucho hace 100 años, la de las pieles de tigre o jaguares hace 50, la de la coca hace 25, la del oro hace 2.

Llegaron a poner orden, dicen. Poner orden, en la lógica guerrillera, es mandar a los muchachos a quitarse los piercings y cortarse el pelo, prohibir las borracheras de los mineros en prostíbulos de Puerto Santander (al otro lado del río), bajar el volumen de la música en las cantinas, barrer el pueblo. Todos saben que ese es el disfraz recurrente que antecede a su siguiente traje, el de «chepitos» armados que piden contribuciones obligatorias. Dicho y hecho.

Las balsas mineras que hace unos seis meses subían y bajaban por el río muy orondas sacando oro y botando mercurio y sedimento están quietas. El que no paga vacuna no sale a trabajar. Con el precio del oro descolgado, cada pepita de oro rinde menos y cada extorsión cuesta más. Hace unos meses había cerca de 15 balsas metidas en el Parque Nacional Natural Cahuinarí, pero hace unos días salieron. Nadie sabe bien el porqué; unos dicen que salieron por orden de la guerrilla, otros que se fueron a buscar mejor fortuna al río Mirití o al Apaporis. El único recuerdo son los estragos que quedaron: las playas de arena donde desovan las tortugas charapas, una especie en extinción, quedaron sepultadas bajo montañas de piedra y sedimento (ver fotos).

[Sedimentos que dejaron las balsas mineras en playas de desove de tortugas charapa en la comunidad de Maríapolis sobre el río Caquetá]

Que las balsas se vayan o que no puedan trabajar no es algo que alegre a la gente de Araracuara. La minería mueve la economía. Muchos indígenas, antes ajenos a esta actividad a gran escala, ahora trabajan en las balsas. Los caciques mantienen una autoridad ambigua frente al tema; están desbordados por el vicio del dinero. La pesca, que llegó a ser la principal fuente de ingreso, ya no es una alternativa. Si hace 20 años se sacaban sábalos de 60 kilos y tan altos como una persona, ahora la mayoría no pasa de 20 kilos. Otra bonanza que exprimieron hasta el cansancio.

La minería en río no es un negocio que se monta con plata de bolsillo. Construir una balsa minera -una especie de casa y retroexcavadora flotante- puede costar entre 80 y 100 millones de pesos. ¿Quiénes son los que aportan semejante capital en un caserío donde sólo hay dos carros, el tractor viejo con remolque del cura y un camión del ejército? En febrero de 2013, fueron identificadas al menos 40 balsas entre Araracuara y La Pedrera, según un reporte de Amazonas 2030, una alianza de organizaciones que trabajan en la zona. Un año antes sólo había cuatro. Hoy día, pese al receso, hay reportes de que más balsas se siguen construyendo.

Los militares de la Decima Segunda Brigada, apostados junto a la pista destapada, saben que la guerrilla está ahí, pero ambos saben jugar el juego: cuando el uno baja, el otro sube y viceversa. Los soldados se atrincheran en un cierto liberalismo silvestre de «laisser faire, laisser passer». En un rincón tan remoto y precario, al final, todos se necesitan. Hace un año el ejército llegó con lancha nueva y motor de gasolina (4 tiempos), una extravagancia donde lo que se usa es el motor de 2 tiempos que mezcla gasolina con aceite y baja costos. Los soldados le inyectaron el menjurje equivocado, quemaron el motor, y quedaron a la deriva en mitad de la selva y del ancho río Caquetá. ¿Quién los remolcó? Las lanchas de los mineros ilegales que los uniformados, supuestamente, iban a cazar. La paradoja no podría ser más pulcra. Como dijo un investigador que habló con Tío Conejo, «de eso [la minería] come todo el mundo».

Tomado de: http://lasillavacia.com/elblogueo/blog/oro-guerrilla-y-araracuara-46942