Dentro de la Casa Museo de la Memoria de Medellín (CMMM) hay una pared blanca y una pantalla en negro que escupe palabras: paz, perdón, dignidad… Una sala oscura donde uno mismo se refleja en un espejo y ahí estás tú, bien vivo, mientras un panel lanza nombres de muertos y desaparecidos en una guerra de medio siglo ya: Luis Rivera, Carlos Rojas, Jair Villa… ¿Quiénes serían, qué hicieron?, piensas.
Allí dentro, la exposición Memorias de violencia y resistencia retrata la sociedad de esta ciudad, la capital de Antioquia, heterogénea, un valle de migraciones forzadas y lágrimas, navegante de la brecha social, quebrada en muchas esquinas por las armas, transgresora y levantada de sus cenizas ahora. Admirable. “Contemplamos el horror…”, anuncia un cartel antes de citar datos oficiales de toda Colombia (por debajo de la realidad, advierten las asociaciones de DD HH): entre 1958 y 2012, 250.000 asesinados, 25.000 desaparecidos, 30.000 secuestros, top mundial en minas antipersona…
Puro testimonio histórico son la ubicación misma del centro, en la Comuna 8, y su contenido. Lo es el exterior, de arquitectura moderna, un inmenso túnel, y el interior diáfano, en metal, cristal y cemento, donde se hilvana el dolor de un país desangrado. Testimonio puro es lo que dice y calla este centro, oficialmente no inaugurado en 2012. “Albergamos memorias para resignificar la vida”. “Tejer diálogos”. “Exaltar los relatos”. “Nombrar lo sucedido”, sugieren las vallas en el jardín. Qué necesario, piensas. Porque lo que impresiona del CMMM es eso que en España falta para digerir la propia guerra: un espacio de reflexión y memoria plural, donde entresacar lo que somos e hicimos, cómo nos matamos y herimos y desaparecimos. Este museo de la memoria es, según Adriana Rodríguez, investigadora que ahora nos guía, “como salir del árbol para ver el bosque”.
Más que centro para el recuerdo y la nostalgia, una casa nacida del empeño de las víctimas mismas, en su afán de resistencia y reconstrucción conjunta. Y lo muestra a través de mil formatos: microhistorias, palabras escritas “para pensar la guerra” (Somos iguales, miedo, abismos, pobreza…), un memorial de 940 caídos, cronologías del horror, paneles geográficos con luces para ver dónde quedó tanto asesinado, clasificaciones por tipo de crimen… Y sonidos de espanto: pones el oído rozando la pared y oyes, oyes… Imaginas.
Una casa colectiva donde la madre de un hijo muerto te dice: “Ya entendí, no tengo que perdonar”, y aquí trabaja, reconciliando. Mujeres que adoptan a los victimarios, los comprenden, nos dice la historiadora Silvana Tobon. Mujeres que se apostaban en los ríos para recoger cadáveres porque en los ríos era donde más los desaparecían. “Igual que hay crímenes de lesa humanidad, deberían ser reconocidos los actos de alta dignidad”.
¿Pero quién entiende este conflicto convertido en rutinario? ¿Uno que de tantas víctimas, ya pasan inadvertidas? ¿Esta guerra mutante, de mil fracciones e intereses, bandas, guerrilla, paramilitares, narcotráfico, fronteras invisibles, extorsión…? Lo subterráneo reina. Diez años le ha llevado al Grupo de Memoria Histórica elaborar su informe general. Se titula ¡Basta ya! Colombia, memorias de guerra y dignidad. Lo abrimos y leemos, entre tanto, en una página cualquiera.
“El dictamen de la muerte de mi mamá fue pena moral. Ella no quiso vivir más. Se le olvidó que tenía otros siete hijos y vivió en busca de él… Nosotros tuvimos que traer a una persona que se parecía a mi hermano para que ella, en su hora de muerte, lo tocara y creyera que él era el que había llegado, para que se pudiera ir tranquila y nosotros en el dolor, decirle: ‘Mamá, tranquila, Reinaldo está acá, llegó’, y ella verle la luz en los ojos. Creo que fue lo más doloroso de todo el proceso que hemos pasado”. Y sí, basta ya.
Tomado de: http://elpais.com/elpais/2014/05/08/eps/1399558572_535746.html