Estado, criminales y post-conflicto: las claves del futuro de la violencia en Colombia

Mirada penetrante a los niveles y causas de la mucha violencia que sigue afectando a determinadas ciudades y regiones. La experiencia mundial muestra que, después de un acuerdo de paz, la clave está en la relación entre el Estado y las economías ilegales.

Peor de lo que creemos

El Informe Global de Homicidios 2013 de la Oficina de Naciones Unidas contra las Drogas y el Delito (UNODC) ubica a Colombia como el segundo país más violento de Suramérica y el quinto de América Latina, con una tasa de homicidios (32 por cada cien mil habitantes), muy superior al promedio mundial. Si bien estamos mejor que hace algo una década, el ritmo de mejoría se ha venido frenando.

Colombia está estancada en un nivel de violencia epidémica, que se manifiesta persistentemente en ciertos territorios. Las bajas y las alzas en las tasas municipales se prestan para un juego de sumas y restas que sirve a las autoridades para argüir que el homicidio sigue disminuyendo. Su conclusión: si bien en comparación con otros países seguimos mal, al menos no estamos peor en relación con nuestro pasado.

El Informe señala que hacemos parte del continente más violento del mundo (con el 36 por ciento de los homicidios que ocurrieron en 2012), y que en Colombia ocurre uno de cada 30 homicidios del total mundial. Solo nos superan los países del “triángulo norte” (Honduras, Guatemala, Salvador) y Venezuela. Si esto no es un motivo de preocupación, habría que preguntarse si hemos perdido la noción de lo que no es aceptable.

El Informe pone sobre la mesa dos puntos claves para el futuro de la violencia en Colombia: el papel del crimen organizado y las economías ilegales, y los riesgos de la etapa de post-conflicto.

Si bien parte de la idea de que la violencia tiene muchas explicaciones y facetas, el Informe resalta que América los homicidios vinculados a la delincuencia organizada constituyen el 30 por ciento del total – en Europa, Asía y Oceanía apenas llegan al 1 por ciento. En el caso de Colombia, hasta el 60 por ciento de los homicidios estarían relacionados con actividades criminales.

Para decirlo claro: no es la intolerancia de los ciudadanos lo que nos ha llevado a esta situación, sino la inercia de una violencia instrumental por parte de actores “legales” e ilegales. El resultado: se han formado contextos de impunidad donde surgen y operan múltiples formas de violencia criminal e interpersonal, que se entrecruzan poniendo en duda la noción de lo legítimo y lo legal. No hay que olvidar que, según la cuentas de DeJusticia en “Esfuerzos irracionales: investigación penal del homicidio y otros delitos complejos”, los homicidios dolosos en Colombia tienen un nivel de impunidad procesal del 95 por ciento.

De otro lado, el Informe de Naciones Unidas hace una advertencia: “Para los países que van saliendo de un conflicto es decisivo prestar atención a la delincuencia y el homicidio en todas sus formas, ya que la violencia vinculada al crimen puede igualar, e incluso superar, a aquélla generada por el conflicto mismo”. Esta suerte de profecía, repetida pero no suficientemente atendida en Colombia, plantea incertidumbres sobre lo que podría suceder tras la firma de los acuerdos con las FARC. Si el Estado no es capaz de contener la violencia, la violencia acabará por configurar – una vez más – al Estado.

No es la intolerancia de los ciudadanos lo que nos ha llevado a esta situación, sino la inercia de una violencia instrumental por parte de actores “legales” e ilegales.
Violencia persistente y “construcción del Estado”

El crimen organizado en América tiene un peso importante en el total de homicidios, sobre todo en los países más afectados por el narcotráfico. Sin embargo no hay una relación directa ni causal entre el tráfico de drogas y los niveles de violencia. Esta violencia se expresa de manera crítica y persistente en ciertos territorios donde el Estado no logra consolidarse y donde tienen asiento diversas economías ilegales.

La violencia del crimen organizado en zonas de presencia débil – o efímera- del Estado tiene tres rasgos básicos:

1. Se manifiesta de manera persistente en ciertos territorios.

Tomando datos de la Policía Nacional, la Fundación Ideas para la Paz (FIP) señala que durante la última década un promedio de 200 municipios no registraron homicidios. En el año 2013, esta cifra llego a 277 municipios.

Mientras tanto, la tercera parte del país enfrenta niveles de violencia parecidos a los del “triángulo norte” de Centroamérica, la región más violenta del mundo. La FIP señala que en 2013, 348 municipios superaron el promedio nacional de 32 por cien mil habitantes (hpch). De estos, 131 (cerca del 10 por ciento de los municipios) superaron dos veces el promedio, es decir están por encima de 64 hpch. Por otra parte, el ejercicio estadístico de Javier Moreno – sobre registros de Medicina Legal – confirma que la violencia en determinadas regiones es persistente y que no obstante las bajas recientes, sigue muy por encima del promedio nacional; así se puede ver en el siguiente mapa.

Durante los últimos ocho años, Cali ha encabezado la lista de urbes principales con mayores tasas de homicidios. El Norte del Valle lleva más de una década con tasas que triplican el promedio nacional. Regiones como El Catatumbo, el Bajo Cauca, el piedemonte de Caquetá y Meta, la costa pacífica y municipios de Arauca y Putumayo figuran con insistencia en la narrativa reciente de la violencia. En estos lugares no parece aplicarse la historia del éxito del “modelo” de seguridad colombiano: para tomar una expresión del historiador Raymond Craib, son territorios fugitivos a la idea de construcción del Estado.

2. El narcotráfico es una explicación importante de la violencia pero no es la única, ni la más acertada.

Siguiendo un trabajo reciente de Daniel Mejía y Pascual Restrepo, el Informe de Naciones Unidas advierte que en los municipios con presencia de cultivos ilícitos, la tasa de homicidios es de 70 por cien mil habitantes, mientras que en las regiones sin cultivos es de 30. Y añade que en ciudades como Cali y Medellín, los ajustes de cuentas o vendettas alrededor del tráfico de drogas son causal importante de la violencia.

Pero cabe anotar que detrás de esta correlación entre cultivos de coca y violencia se encuentra la incapacidad del Estado para afirmar su presencia integral. En esos lugares se asientan los poderes de facto, para condicionar y reconfigurar los intentos de construcción de la institucionalidad.

Si el Estado no es capaz de contener la violencia, la violencia acabará por configurar – una vez más – al Estado.
El Ministerio de Justicia reconoce que “El análisis de la serie histórica de cultivos de coca indica que las áreas afectadas actualmente ya lo estaban hace 10 años. Esto indica que a pesar de los esfuerzos de lucha contra los cultivos ilícitos, lo territorios no logran liberarse del fenómeno”. El Ministerio estima que después de 15 meses de la erradicación manual forzosa, la resiembra alcanza el 50 por ciento y en el caso de la aspersión, la resiembra llega a 57 por ciento (1).

En estos territorios no solo persiste la economía ilegal, sino que a menudo se traduce en violencia, porque el Estado es incapaz de controlar la una o prevenir la otra. En otras palabras, la violencia no se debe a los cultivos ilegales, sino que ambos nacen de la incapacidad o la ausencia del Estado.

Por otro lado importa recordar que el tráfico de drogas no es la única economía ilegal. Por ejemplo el trabajo de Idrobo y coautores “Minería Ilegal y Violencia en Colombia” (2013) muestra como el auge de la minería ilegal del oro ha causado un aumento significativo de las tasas de homicidio o el número de víctimas de masacres. De la misma manera, el contrabando, la extorsión y la lucha por las rentas del Estado inciden de manera notable sobre los índices de violencia.

3. El crimen organizado contribuye a explicar las altas de homicidio, pero también a veces los descensos.

Según Naciones Unidas, los estudios y datos disponibles señalan que el cultivo, producción, tráfico y venta de drogas ilícitas pueden ir acompañados de niveles elevados de violencia. El Informe sin embargo advierte que esta relación no es constante sino que varía según cuáles sean el modus operandi de los grupos de delincuencia organizada y la respuesta por parte del Estado.

Y en efecto, las tasas de homicidio en aquellas regiones del país suben o bajan al compás de las disputas o los acuerdos que afectan al crimen organizado. El caso más estudiado es Medellín, donde se discute abiertamente si la baja notable de la violencia se debe a la gestión del gobierno local o si resultó del pacto entre las facciones criminales que operan en la urbe. También se encuentran bajas en el nivel de violencia que parecen resultar del predominio de un determinado actor armado sobre sus competidores– como decir los territorios donde los “Urabeños” ha logrado imponer su control.

Como Ariel Ávila nuestra en “Violencia urbana, radiografía de una región”, el homicidio no es la única expresión de la incidencia de las organizaciones criminales sobre la vida cotidiana de los ciudadanos. Por eso pese al descenso de los homicidios en varias ciudades del país, la población local se siente más insegura; y esto se debe en mucho a la persistencia de economías ilegales, como la extorsión, que siguen afectando a muchas personas.

La advertencia: el crimen y las economías ilegales podrían poner en riesgo el postconflicto.

Según el Informe de Naciones Unidas, la delincuencia organizada puede “… aprovechar los vacíos de poder que surgen entre el conflicto y el establecimiento de instituciones sólidas; además, la impunidad de la delincuencia puede mirar la confianza de la población en el aparato de justicia”. Así ocurrió en Afganistán y en Irak, donde la violencia ha resurgido, especialmente en contra de los civiles. La tasa de homicidios en Haití se ha duplicado en seis años y en Sudán del Sur la abundancia de armas de fuego ha aumentado la letalidad asociada con robo de ganado. A estos podrían sumarse los casos de Guatemala y Salvador, que siguen figurando en los primeros lugares de homicidios después de los acuerdos que pusieron fin a sus guerras civiles.

La violencia no se debe a los cultivos ilegales, sino que ambos nacen de la incapacidad o la ausencia del Estado.
Esta vulnerabilidad es más notable justamente en aquellos territorios donde la violencia se ha expresado de manera persistente, así como en los municipios o ciudades donde las mejorías han dependido de pactos frágiles o del dominio temporal de alguna organización criminal. Por tanto, una pregunta central de cara al postconflicto es cómo puede hacer el Estado colombiano para que las múltiples economías criminales no se traduzcan en violencia persistente. Como dice el Informe, “más que atender las causas (del conflicto)… hay que prevenir el surgimiento de la violencia debido a la delincuencia organizada y a la violencia interpersonal, que pueden dispararse en entornos donde es débil el Estado de Derecho”.

Y aquí encaja el hallazgo de Vanda Felbab-Brown en el sentido de que los gobiernos que han logrado reducir la violencia no han librado al país de la delincuencia organizada pero sí han disminuido su influencia sobre la sociedad y el Estado. Para llegar a esto es necesario que las economías criminales no (re)configuren al Estado sino que el Estado las controle de manera que se reduzca al mínimo su potencial de corrupción y violencia. Como dice León Valencia en “Violencia Urbana, radiografía de una región”, es justamente en la relación entre agentes del Estado, líderes políticos y organizaciones ilegales donde se definirá la continuidad o la desaceleración definitiva de la violencia.

Habrá que insistir entonces en que una tasa de 32 homicidios por cada cien mil habitantes sigue siendo un problema y en que la reducción de la violencia tendrá que ser un punto central de la agenda.

Tomado de: http://www.razonpublica.com/index.php/conflicto-drogas-y-paz-temas-30/7615-estado,-criminales-y-post-conflicto-las-claves-del-futuro-de-la-violencia-en-colombia.html