En el centro de la visión de la paz del Gobierno hay una preocupación por el territorio, y una preocupación por los derechos.
“Derechos” en el sentido en que el proceso de paz necesariamente debe satisfacer los derechos de las víctimas, comenzando por la medida más efectiva de protección y no repetición: poner fin al conflicto. Pero también en el sentido más amplio de garantizar por igual los derechos constitucionales de los colombianos en todo el territorio.
Es bien sabido que es imposible garantizar derechos de manera sostenida si no existen unas instituciones fuertes. “Instituciones” no sólo en el sentido de entidades, sino también del con¬junto de prácticas y normas que regulan la vida pública y que son indispensables para la creación de condiciones de cooperación y con¬vivencia.
El problema evidentemente es que si un país vive un conflicto –aun uno como el colombiano que se ha reducido en su alcance e intensidad–, es inevitable que tenga o haya tenido serias fallas en su institucionalidad, tanto en su capacidad de producir bienes públicos y satisfacer derechos en todo el territorio, como de asegurar las condiciones para tramitar las demandas políticas de la sociedad.
Estos dos puntos están en el corazón de los acuerdos que hemos logrado con las FARC en materia de desarrollo rural y de participación política. Más adelante los volveré a tocar. Lo que me interesa resaltar es que tenemos que aprovechar el momento de la paz para alinear los incentivos y desarrollar las instituciones en el territorio que con el tiempo van a hacer valer los derechos de todos por igual. Para avanzar en esa dirección, hay que complementar el enfoque de derechos con un enfoque territorial. Primero porque el conflicto ha afectado más a unos territorios que a otros. Y porque ese cambio no se va a lograr si no se articulan los esfuerzos y se moviliza a la población en esos territorios alrededor de la paz. Eso es lo que llamo la paz territorial y sobre eso quiero hablar hoy.