La Estación es un punto de encuentro a medio camino antes de llegar a la cima de la Serranía del Perijá, en linderos del municipio de Agustín Codazzi, departamento del Cesar. El viento golpea fresco, los mangos madurados caen sobre la hierba sin que nadie se afane a recogerlos y la vía, siempre escarpada y empinada, se convierte en una suave planicie que aliviana el trayecto. Allí, entre una enramada de árboles nativos y follaje de bosque, aún existen las zanjas cavadas por paramilitares que usaron como trincheras para controlar el paso hacia el corazón de la montaña.
Ubicada en el extremo septentrional de la cordillera oriental, la Serranía del Perijá sirve de límite natural entre Colombia y Venezuela en los departamentos de Norte de Santander, Cesar y La Guajira. Aunque las partes más altas –por encima de los 2.000 metros sobre el nivel del mar– son de reserva forestal y fábricas de agua, en la zona media abundan las fincas de campesinos destinadas a la producción cafetera. El gran cultivo nacional llegó a esta región hace unos 80 años y desde entonces se convirtió en la principal actividad económica de los lugareños.
Desde La Estación se observan algunas casas de estas fincas, casi ocultas entre abundante vegetación. Una de ellas, levantada sobre el final de un risco al que se le nota el camino abierto con azadón, pertenece a Hermes Murgas Romero, 44 años. “Esta tierra es mía –dice, orgulloso–, y ahora estoy trabajando para venirme a vivir aquí del todo y dedicarme completamente a la caficultura”. Heredero de este oficio por manos de su padre, Hermes junto con toda su familia debió huir de la Serranía rumbo a Codazzi luego de que los paramilitares entraron amenazando y matando gente, a finales de 2001. “Mi mamá fue la última en salir de la finca –recuerda– y fue testigo de mucha violencia. Una tarde, angustiada, me llamó y le dije: ‘Mamá salga de ahí, no importa que se pierda todo’”.
El Bloque Norte de las AUC, bajo el mando de alias Jorge 40, fue ocupando territorio desde el valle de Upar hasta coronar la Serranía a punta de asesinatos y de la destrucción de las viviendas que se encontraba en el camino. “Las quemaban, tumbaban los techos, las paredes, las saqueaban, las dejaban inhabitables”, explica Elifelet Garay, extensionista del Comité de Cafeteros del Cesar y La Guajira, oriundo de la región.
El desplazamiento de las familias de la Serranía fue masivo y casi al tiempo. Para 2005 la mayoría de las veredas de la región eran ya territorios abandonados y tragados por el bosque. “Así ocurrió en cinco municipios de la Serranía –explica Ceilis Berrocal, funcionaria del Comité–: Becerril, Chiriguaná, Curumaní, Codazzi y La Jagua de Ibirico”.
A finales de 2006, un campesino cafetero de La Jagua llamado Pedro Bonnet, agotado de vivir la vida del desplazado y sabiendo que los paramilitares se estaban desmovilizando, se acercó a la oficina del comité de cafeteros situada en Valledupar y habló con el director ejecutivo del momento, Gerardo Montenegro, para solicitarle que el comité o la Federación Nacional de Cafeteros ideara alguna estrategia que les permitiera regresar a sus fincas y retomar su trabajo de caficultores. “El comité recogió la idea de don Pedro y comenzó a planear un proyecto para gestionar apoyo de cooperación internacional –añade Berrocal–. Fue así que resultó seleccionado y durante tres años estuvimos trabajando en el proyecto, para finalmente ponerlo en marcha en 2009”.
En principio el proyecto se tituló ‘Serranía del Perijá’ y alcanzó a beneficiar a 300 familias con el apoyo de la Gobernación del Cesar, las alcaldías implicadas y la Federación de Cafeteros. Pocos meses después, con el apoyo de la Fundación Douwe Egberts y la Embajada de los Países Bajos, la cobertura se duplicó y el nombre fue cambiado por el de ‘Colombia cafetera sostenible, Good Inside’.
En síntesis, el proyecto consistió en trabajar cinco componentes con la comunidad: social, productivo, seguridad alimentaria, ambiental y cafés especiales. El social fue necesariamente el primero: de su éxito dependía que los campesinos trabajaran en los demás. Consistió en romper las barreras del miedo para lograr que las familias retornaran a las fincas. “Fue un trabajo casa a casa –recuerda Ceilis, quien lideró el trabajo de campo de este proyecto–. Llegábamos, hablábamos con los campesinos, tratábamos de motivarlos y esperamos que el voz a voz llegara al resto de desplazados”. Los objetivos de este componente eran fomentar la unión entre los campesinos, reactivar y cualificar la participación comunitaria, despertar el sentido de pertenencia por la tierra y hacerles ver que eran parte de una comunidad. “Este componente fue el que más nos gustó –dice Leonardo Rodríguez Durán, caficultor de 45 años–. Antes, hacer que la gente asistiera a una reunión de la vereda era un problema; ahora todos llegamos cumplidos y motivados, y entendemos que es la forma de lograr el bienestar de la comunidad”.
Vinieron luego tres componentes que se fueron adelantando casi al mismo tiempo y de forma transversal: el productivo, el de seguridad alimentaria y el ambiental.
El productivo tuvo como eje principal capacitar a los caficultores en buenas prácticas agrícolas –mejorar las formas del cultivo, del beneficio del grano, del secado– para elevar la productividad y optimizar utilidades. “Antes del proyecto los productores tenían 2.000 matas por hectárea –explica Elifelet Garay, el extensionista–. Ahora en esa misma hectárea tienen 5.000. Antes las matas eran de variedades típicas: arábiga y caturra; ahora una mayoría de productores tienen matas renovadas con variedades resistentes, como Castilla”.
Y mientras aprendían a aplicar todas las técnicas para elevar la productividad, los caficultores también aprendían a sembrar alimentos de pancoger en huertas cercanas a las casas. “Los estimulamos para que cultivaran alimentos básicos –expresa Ceilis–, que no tuvieran que comprar los huevos ni las hortalizas. Que pudieran obtener de su tierra el tomate, el cebollín, repollo, zanahoria y lechuga, y pudieran cultivar como sombríos de los cafetales plátano y guineo, mientras crecían los árboles de guamo”.
Tanto estos cultivos de pancoger como la implementación de las buenas prácticas agrícolas confluyeron en la creación de una conciencia ambiental comunitaria, aunque la implementación del componente debió alcanzar para trastocar algunos comportamientos de la idiosincrasia de la región. “El cultivador creía que la parte más segura para guardar los agroquímicos era en su propia habitación –agrega Ceilis–. No tenían lugares específicos para guardarlos ni sabían que no podían fumigar antes de cinco metros de distancia de las cañadas. Además, muchos campesinos quemaban la hierba para poder sembrar luego. Fue muy difícil convencerlos de cambiar estas prácticas”.
El último componente en ser desarrollado con la comunidad fue el de cafés especiales. La idea fue hacerles ver que si tenían cafés renovados con variedades resistentes y seguían todas las buenas prácticas agrícolas, si cuidaban la fauna y mantenían el bosque y el agua, podían ofrecer café especial en el mercado, es decir, una tasa más competitiva y mejor cotizada. Para 2012 y llevados con éxito los cuatro componentes anteriores, 347 fincas fueron certificadas con el sello UTZ –certificación mundial de agricultura sostenible del café, cacao y té–, y produjeron una edición especial de café Juan Valdez Serranía del Perijá.
En la actualidad, Colombia cafetera sostenible Good Inside está comenzando en su segunda fase y la fundación Douwe Egberts sigue siendo el principal aliado. “Esta etapa pretende que los caficultores se vuelvan autónomos para gestionar proyectos, que no requieran de la cooperación internacional o del Estado para formular proyectos y lograr la financiación”, explica Ceilis Berrocal. De otro lado, también tiene como objetivo vincular a los hijos de los productores para enamorarlos del oficio y garantizar de algún modo la continuidad del cultivo en la Serranía. “A la convocatoria asistieron 33 jóvenes entre los 17 y 30 años –añade Ceilis–. El proyecto los ha estado capacitando para que hagan acompañamiento técnico a las fincas de sus padres y hasta de sus vecinos; en conclusión, para que se conviertan en gestores de buenas prácticas agrícolas”.
Esta segunda fase aumentó la cobertura a 200 familias más, para un total de 800.
Cuando a estos caficultores se les ha preguntado si han pensado en cambiar de cultivo dadas las frecuentes adversidades del precio, en levantar el bosque por ejemplo para sembrar pasto y meter ganado, han respondido que no. Que siempre serán cafeteros. “Cuando llegué a esta región –dice Agustín Giraldo, actual director ejecutivo del Comité– lo que me sorprendió gratamente fue que todos los productores llevaban el orgullo y el amor por ser cafeteros, igual que en el interior del país”. A lo que Hermes Murgas Durán añade: “Yo puedo llegar a tener 100 vacas en un potrero, pero siempre seré caficultor, siempre tendré café en mi finca”.
Y como es costumbre en la región, Hermes le ha compuesto canciones en clave de vallenato a este retorno a la Serranía. El estribillo de una de ellas dedicada al proyecto Colombia cafetera sostenible Good Inside dice: “Hoy aquí se siembra paz, amistad y mucho cariño/ hoy sabemos perdonar/ es mucho lo que aprendimos/ Gobernación del Cesar y suéteres amarillos/ que nos hicieron llegar valores bien definidos/ aprendimos a trabajar/ hoy lo hacemos como equipo/ grande es la Federación/ hoy contamos con amigos”.
Tomado de: http://www.reconciliacioncolombia.com/historias/detalle/a-la-paz-de-un-cafe