El pasado jueves 31 de julio falleció en la vereda Calandaima, zona rural de Miranda, Cauca, Yurani Yaqui Muse, una niña de dos años de edad, mientras su hermano de 5 años, Jhon Edison, resultó herido como consecuencia del “tatuco” que lanzaron efectivos de las FARC contra su vivienda y que supuestamente “iba dirigido contra unidades militares”.
Y el pasado miércoles 14 de mayo habían muerto en el corregimiento de Chilví (Tumaco), Luis Sebastián Preciado Valencia y Pierrie Ángelo Cabezas Montaño tras lanzar un artefacto explosivo contra diez policías que estaban jugando un partido de fútbol. Los adolescentes, según fuentes oficiales, fueron utilizados por la columna móvil Daniel Aldana de las FARC. De encontrarse vivos quizás habrían quedado sujetos al Sistema de Responsabilidad Penal para Adolescentes (SRPA) y se habría pasado por alto su condición de víctimas.
Del 30 por ciento de las filas guerrilleras pueden estar integradas por niños, adolescentes y jóvenes, a quienes no se les presentó una alternativa distinta de la guerra.
Los sucesos anteriores no son casos aislados, pues se suman a una larga cadena de atrocidades donde niños y niñas han sido víctimas o víctimas-actores de minas anti-personales (MAP), municiones sin explotar (MUSE) y artefactos explosivos improvisados (AEI). Esos hechos dolorosos y deplorables entraron en la agenda mediática nacional, y despertaron rechazo y serias dudas sobre las conversaciones de paz entre el gobierno y las FARC.
Algunas voces exigen la ruptura del proceso y el retorno a una suerte de guerra total para aniquilar al enemigo, sin reparar en que cerca del 30 por ciento de las filas guerrilleras pueden estar integradas por niños, adolescentes y jóvenes, a quienes no se les presentó una alternativa distinta de la guerra.
Otras voces protestan, al contrario, por la invisibilidad de niños y niñas en las negociaciones de La Habana, pese a que desde un comienzo se exigió su inclusión en la agenda por parte de organizaciones como la Coalición contra la Vinculación de Niños, Niñas y Jóvenes al Conflicto Armado en Colombia (COALICO).
Pero el silencio sobre este tema es funcional a la lógica de la guerra y demuestra lo lejos que estamos de observar el mandato constitucional que demanda la protección integral de los derechos de toda persona menor de 18 años.
Un delito aún invisible
Proteger los derechos de niños, niñas y adolescentes debió ser el primer tema en la agenda de La Habana. No solo es un imperativo legal, sino ético y político cuando concierne al 42 por ciento de la población colombiana.
La muerte de Luis Sebastián y Pierrie Ángelo recuerda que niños, niñas y adolescentes han sido víctimas de reclutamiento y utilización por parte de grupos armados al margen de la ley y de grupos delictivos organizados.
En otras palabras, su infancia ha sido arrebata y sus derechos vulnerados al no ser protegidos integralmente de las lógicas y las prácticas de la guerra, la violencia y el terror perpetrados tanto por organizaciones guerrilleras como por las llamadas bandas criminales.
Esta práctica degradada es de vieja data, pero apenas en 1997 las leyes colombianas reconocieron a los niños reclutados como víctimas de la violencia, y más de 5.000 niños y niñas has pasado por el programa de atención especializada del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) desde 1999.
Algunos han logrado salir del grupo armado gracias a mecanismos comunitarios o étnicos y sin mayores aspavientos, pero con grandes dificultades para completar el proceso de reintegración y rehabilitación tras las secuelas que la guerra ha dejado en sus cuerpos y sus almas.
Y más recientemente un centenar de jóvenes han sido reconocidos como víctimas del reclutamiento ilícito por parte de los grupos paramilitares, mediante las sentencias proferidas en aplicación de la Ley 975 de 2005 o de Justicia y Paz.
El reclutamiento es un delito tipificado en el Código Penal; una de las peores formas de trabajo infantil de acuerdo con el Convenio 182 de la Organización Internacional para el Trabajo (OIT) y una grave violación a los derechos de niños y niñas de acuerdo con el Código de la Infancia y la Adolescencia, la Convención Sobre los Derechos del Niño y su Protocolo Facultativo Relativo a los Niños y los Conflictos. Instrumentos jurídicos que han sido ratificados por Colombia y hacen parte de su bloque constitucional. No menos, la vinculación al conflicto de niños menores de 15 años es una infracción al Derecho Internacional Humanitario (DIH). Por eso los casos de Luis Sebastián y Pierre Ángelo son un crimen de guerra, un delito que bien puede ser considerado por la Corte Penal Internacional ante una falta de administración de la justicia local.
El reclutamiento y el proceso de paz
Evitar que este tipo de abusos siga engrosando las estadísticas oficiales de víctimas directas e indirectas del conflicto es razón suficiente para buscar una salida negociada.
Los rostros de esos adolescentes se suman a los de miles de niños y niñas víctimas de asesinatos, reclutamiento, desplazamiento, secuestro, orfandad, violencia sexual, entre otras graves violaciones. La visibilidad de estas prácticas degradadas y atroces también exige asumir responsabilidades, garantizando los derechos de las víctimas a la verdad, la justicia y la reparación.
El país debe saber que esta guerra cada vez se libra más por niños reclutados a muy temprana edad, y que la edad promedio de 13,5 años que señalara la Defensoría del Pueblo, ya es un dato caduco. El ICBF indica que cada vez son más frecuentes los casos de niños vinculados a la guerra desde los 9 años.
El reclutamiento y utilización de niños, niñas y adolescentes ha sido una práctica sistemática, generalizada y masiva en Colombia. Se trata de un crimen de carácter continuado. Así lo reconoció la Corte Penal Internacional en el caso de Thomas Lubanga. Es decir, un delito que no cesa cuando se efectúa la desvinculación del conflicto, pues sus efectos van más allá del tiempo de reclutamiento y permanencia en el grupo armado.
Las cosas hay que llamarlas por su nombre. Las violaciones a los derechos de las personas menores de edad hay reconocerlas para repararlas y ofrecer garantías de no repetición. Por eso mismo el reclutamiento de niños no puede presentarse como un intento de los organismos de seguridad para “infiltrar” a los grupos armados, como afirmaron las FARC el pasado 3 de mayo, al entregar tres menores de 15 años al Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR).
Tampoco puede disfrazarse este delito como captura o “recuperación” de niños y adolescentes de organizaciones enemigas. Con esta afirmación Carlos Castaño en su momento declaró el cese de hostilidades que dio paso a las negociaciones del gobierno Uribe con los paramilitares. Un proceso que dicho sea de paso, desconoció que en las filas paramilitares el reclutamiento era una práctica sistemática.
El país debe saber que esta guerra cada vez se libra más por niños reclutados a muy temprana edad, y que la edad promedio de 13,5 años que señalara la Defensoría del Pueblo, ya es un dato caduco.
Pero en ninguna de las 37 ceremonias de desmovilización colectivas de los grupos paramilitares se entregó un solo menor de edad. Los relatos dan cuenta de un número pequeño de niños y adolescentes que fueron entregados previamente al ICBF; otros fueron licenciados y enviados a sus casas por los comandantes antes de las ceremonias, y la mayoría pasó a las filas de las “bandas criminales”.
Para algunos analistas, reconocer que se han cometido crímenes de guerra y graves violaciones a los derechos de niños sería un obstáculo para lograr la salida negociada del conflicto. Claman por pactos de paz sellados con perdones y olvidos. Una paz negativa, minimalista, que pronto llama a violencias más degradadas.
Es imperioso restablecer los derechos de niños, niñas y adolescentes, repararlos de manera integral y garantizar la no repetición de estos delitos. De otra manera la paz no puede ser ni “estable” ni “duradera” como pretende el Acuerdo que el gobierno y las FARC suscribieron antes de comenzar el proceso de La Habana.