Las mujeres han sido víctimas del conflicto pero también agentes de la reconstrucción. Ahora que se habla de transición hacia la paz hay que evitar los peligros de re-victimizarlas o de verlas de manera unidimensional.
Andrée Viana*
Por la no repetición
Para alcanzar con éxito la transición hacia la paz, la ciudadanía activa y la democracia incluyente, resulta indispensable asegurar el derecho a la no repetición del horror, y a que las víctimas no sean re-victimizadas ni discursiva ni materialmente.
Las realidades invisibles y las historias manipuladas son barreras infranqueables atravesadas en el camino de esas transiciones, porque impiden plantear las preguntas correctas y diseñar políticas adecuadas para resolverlas.
La variable de género es un buen medidor de la dificultad de las transiciones logradas, sobre la base de las realidades y no de las suposiciones.
La mujer-del-conflicto, no puede convertirse en un personaje único y homogéneo.
En este ámbito conceptual hace mucho daño la tradición feminista que atrapa a la mujer-del-conflicto dentro de modelos heredados con estándares invariables de la identidad femenina y a partir de reivindicaciones específicas ancladas en sociedades y tiempos remotos.
Por eso, la mujer-del-conflicto, que será la ciudadana de la transición, la agente de la democracia, no puede convertirse en un personaje único y homogéneo.
No puede suponerse que cada mujer, de cualquier época y en cualquier situación nos habla de la condición humana en idénticos términos, ni que cada mujer puede apartarse de sus condiciones y ser puesta sobre un fondo uniforme para proyectar una sombra igual a sí misma y a las demás o para ser un modelo femenino único y preestablecido.
Hay que pensar (en clave de transición) la garantía de la no repetición y de no revictimización como construcciones jurídicas que deben pasar por el reconocimiento de la pluralidad de identidades que se intersectan en cada mujer, y con las que se tejen sus fortalezas y vulnerabilidades particulares.
Las garantías de la no repetición y del derecho a no ser revictimizada, entonces, deben ser fruto de un paso paulatino desde la escala individual y detallada de las realidades de cada una, hacia una escala mayor, en la que las categorías incluyan a todas las posibles mujeres y les permitan ser beneficiarias de las soluciones de las políticas públicas.
Sin embargo, algunos ejemplos alertan sobre la ausencia de ese paso paulatino desde el detalle de la realidad hacia la generalidad de las políticas públicas. En ellos se revela que las autoridades diseñan respuestas a una escala que presupone lejanas y desconocidas figuras que, sobre modelos teóricos, reemplazan a las reales.
Mujeres en el posconflicto Foto: Andrée Viana |
El caso de Maritza
Entre el 24 y 27 de febrero de 1997 la Brigada XVII, al mando del entonces general Rito Alejo del Río, realizó de forma paralela y coordinada con el Bloque Elmer Cárdenas de las AUC, una operación contrainsurgente.
Esas operaciones, que se extendieron por más de una semana, produjeron el desplazamiento de más de dos mil personas hacia Turbo, Panamá, Cupica y Bogotá.
El hecho más atroz de todos los que sucedieron en esos días fue la decapitación de Marino López, con cuya cabeza jugaron fútbol, como ha sido establecido por la Corte Interamericana de Derechos Humanos,
El destino de Marino fue el más cruel y sanguinario, y por eso fue el que sirvió para generar el horror que motivó un desplazamiento masivo en la región.
Pero no fue el único. A lo largo del proceso de refundación colectiva que han emprendido estas comunidades desplazadas, otros dramas han hecho evidentes graves revictimizaciones en clave de género.
Por ejemplo, Maritza (su nombre real ha sido cambiado para protegerla) es una madre soltera, líder de una de las comunidades desplazadas por el terror de la Operación Génesis, que tuvieron que vivir cuatro años en el coliseo de Turbo.
La crueldad de su situación después del desplazamiento, la incertidumbre y la profunda pobreza a la que quedaron sometidas las mujeres desplazadas, se sumaron al temor de Maritza por la vida y el bienestar de su hijo. Sin otra opción razonable, Maritza dejó a su hijo al cuidado del padre mientras todo volvía a la normalidad.
Ese hijo fue reclutado más tarde por el Ejército nacional para prestar el servicio militar y tuvo que ir a la guerra, en donde perdió la vida.
A Maritza no le avisaron de su muerte sino hasta muchos meses después. Más tarde, el Ministerio de Defensa emitió la resolución concediendo la indemnización por el deceso del soldado, y en ella solo se reparó el daño moral padecido por el padre.
Ella recibió la noticia como el último coletazo del desplazamiento que primero le quitó a su hijo y luego hizo que la ignoraran en el duelo por su muerte.
Mujer y su nieta desplazadas por la violencia, viven ahora a las afueras de la ciudad de Cali. Foto: Chiara |
Ser víctima dos veces
Esta decisión se dictó a espaldas de Maritza, violando su derecho al debido proceso, y presumiendo que su ausencia física en la vida de los últimos años del chico se debía a caprichos personales.
Esta medida, además, se aparta de los estándares mínimos sobre la titularidad del derecho a la reparación por daños morales en casos de pérdida de un hijo.
Pero lo más preocupante es que esa decisión constituye una revictimización directa de Maritza. El Ministerio de Defensa, conocedor y corresponsable del desplazamiento, termina convirtiendo ese mismo hecho en un bumerán que la golpea dos veces:
(i) En la resolución desparece por completo el hecho de ella fue sometida a condiciones inhumanas como mujer víctima de desplazamiento, y
(ii) Por esa vía, se impide que la entrega de su hijo al padre sea considerada una consecuencia del mismo desplazamiento; por eso el dolor por su muerte es aún mayor.
Además, el poder simbólico de esa resolución es devastador de cara a la transición y a las necesarias garantías de la no repetición y la no revictimización: uno de los desplazamientos masivos más graves de la historia de Colombia (del que ha sido declarado responsable internacionalmente el propio Estado) vuelve a desconocerse como la causa de la desarticulación de un familia, encabezada por Maritza, madre que ha sido borrada del universo jurídico.
Según su propio testimonio:
«Yo he sido víctima dos veces del mismo desplazamiento: la primera cuando nos quitaron todo, nos aterrorizaron, y nos sacaron de nuestras tierras; y la segunda, cuando esa misma guerra me quitó la vida de mi hijo y me borró jurídicamente como madre suya, porque tuve que dejarlo con su padre. No tenía otra: mi situación de desplazada, hacinada en un coliseo con otras 600 personas y en la más absoluta pobreza, me impedía darle una vida digna y segura».
Las mujeres en la transición
El conjunto de transiciones (sociales, económicas, ciudadanas, democráticas, jurídicas, etc.) que se están gestando desde ahora, todavía en medio de la guerra, deberían converger en una finalidad común: la recuperación del Estado social de derecho.
Esa forma de Estado se pensó como un modo de fortalecer los fundamentos solidarios de la sociedad.
Pero para que esa apuesta triunfe, siempre ha sido necesario, de una parte, contar con la confianza colectiva en su funcionamiento: una especie de convicción social de que es posible imponer el orden de la igualdad y desplazar el orden del egoísmo que produce desconfianzas, sospechas y exclusiones.
Y que, de otra parte, esa convicción se traduzca en una ciudadanía activa que asuma la reivindicación y el terco ejercicio de los derechos fundamentales que le sirven de pilar al Estado.
Como se ha visto en los procesos organizativos más resistentes, pacíficos y exitosos del país, las mujeres han sido actores fundamentales en esa tarea. Maritza y muchas mujeres más de estas comunidades desplazadas han vencido los yugos del miedo y se han reclamado libres.
Como se ha visto en los procesos organizativos más resistentes, pacíficos yexitosos del país, las mujeres han sido actores fundamentales en esa tarea.
Han empezado a caminar por las sendas del posconflicto como guardianas de la democracia, de la diferencia y de la urgencia de una distribución igualitaria del poder político.
Ellas, con todas las identidades que traslapan su nombre, son las agentes de la misión de la recuperación democrática. Y su éxito o fracaso dependerán en gran parte de la eficacia de las garantías de no repetición y no revictimización.
Esas garantías, como lo demuestra el caso de Maritza, tienen dos enemigos que hay que atajar.
El primero es la homogeneización de los parámetros de mujer, importados desde teorías feministas tradicionalistas y rígidas que terminan negando los verdaderos y más poderosos instrumentos de resistencia.
Parece difícil, por ejemplo, que desde perspectivas de estudio basadas en modelos de la mujer estadounidense blanca de clase media, cuyo prototipo se construyó en las décadas de los setenta y ochenta, se reconozca la dimensión que otorgan las mujeres del Bajo Atrato al parto como instrumento transgeneracional de resistencia, al cuidado comunitario de la vida, a la sensualidad como forma de reproducción cultural, o a la celebración como forma de protección colectiva y pacífica.
Posiblemente, y con riesgo de caricaturizarlas, desde las posiciones feministas tradicionales estas prácticas serán entendidas como sometimientos patriarcales. Esto no solo impide comprender los procesos y conquistas sociales de las víctimas-ciudadanas, sino que de paso oculta las verdaderas estructuras machistas.
El segundo enemigo es el cansancio, desánimo y desconfianza de estas ciudadanas agentes de la reconstrucción democrática, a quienes no puede exigírseles integridad y fortaleza sempiterna tras los repetidos atropellos de los violentos y las miserias de un derecho homogéneo, que sigue operando como el gran guardián del statu quo.
* Candidata a Doctora en Derecho Constitucional. Master en Protección de Derechos. Línea de investigación: Gestión democrática del territorio.