La partida del Maestro Gaviria

Antonio-SanguinoSe fue el maestro. Así conocimos todos a Carlos Gaviria. Como a Mockus lo conocemos y lo llamamos “Profesor”. No los reconocemos como “dirigentes políticos” como una manera quizás de clasificarlos en una categoría en donde la ética no sea escasa. O como una forma de mantenerlos en una vocación que está por encima de la mundanal política. Y de reconocerles, por supuesto, una integridad fuera de lo normal, una cierta superioridad moral. Para el gusto de muchos, mientras Mockus rompió la política colombiana a punta de simbolismos e innovación, Carlos Gaviria lo hizo haciendo gala de coherencia intelectual, de militancia sin temores en una idea de izquierda democrática y de integridad a toda prueba.

No voy a repetir una semblanza biográfica del Maestro Gaviria. Ya se han hecho algunas y vendrán otras memorables. No tuve una relación personal con él, salvo el haber militado en la misma orilla política y hasta en el mismo partido por algún tiempo. Y esa ausencia de cercanía y de amistad me libera de hacerlo. Pero en cambio me permite unas cuantas reflexiones, sin la aspiración de profundidad y erudición a la que nos tenía acostumbrados el Maestro. Porque creo que la vida política de Carlos Gaviria, su trayectoria y su paso, para mi desafortunadamente fugaz en la política colombiana, desnuda nuestras miserias y nuestras búsquedas como sociedad.

Carlos Gaviria saltó a la política luego de un paso excepcional por la hoy en entredicho Corte Constitucional. Podríamos decir, sin temor a equivocarnos, que buena parte de su prestigio en el contexto latinoamericano, se lo debemos a la jurisprudencia que nos dejó esa Corte de la que pudo ser su Presidente con sobrados méritos. Escogió el Frente Social y Político primero y el Polo Democrático Alternativo después, para ensayar su incursión en un escenario en el que se disputan proyectos de sociedad o se sucumbe ante los privilegios del poder y del dinero fácil. En las elecciones presidenciales del 2006, luego de una consulta popular que ganó a Antonio Navarro, se convirtió en el candidato único de la izquierda que enfrentó la reelección de Álvaro Uribe Vélez. Perdió y fue segundo enfrentado a todo el establecimiento junto, salvo un Partido Liberal disminuido representado por Horacio Serpa Uribe que quedó de tercero.

Se argumentó por aquellos días, entre quienes participábamos en los debates de las izquierdas y en esa campaña, que una candidatura como la de Carlos Gaviria, en comparación con la de Navarro, un exguerrilero y hombre caracterizado de izquierdas de toda la vida, tendría más viabilidad, despertaría menos temores en el establecimiento político y en la dirigencia económica. Y tendría menores resistencias en el concierto internacional, es decir, en los Estados Unidos. Vana ilusión. El resultado, que aún se registra como histórico para la izquierda civil colombiana, los guarismos electorales de la Unión Patriótica, los de la ADM19 en la Constituyente o del propio Mockus en el 2010 que con una Ola verde puso en peligro la elección del entonces aliado de Uribe y hoy Presidente Juan Manuel Santos, demuestran que estamos en presencia de un régimen y una élite política cerrada, tacaña y mezquina.

En esa ocasión poco importaron los quilates éticos, la agudeza intelectual y la integridad ética de un ex magistrado como Carlos Gaviria. Para la dirigencia del país se imponía aplastarlo a como diera lugar porque representaba un “peligro” aunque nunca hubiera empuñado un arma para defender sus ideas. Bastaba con haber sido elegido el candidato de la izquierda. Y aquella victoria de Uribe, luego de torcer la Constitución para permitir la reelección inmediata, fue el resultado del abuso de todos los recursos del poder. Como fue el triunfo de Juan Manuel Santos contra el Mockus de la Ola Verde. No olvidemos que Uribe puso todo el aparato estatal al servicio de la elección de un sucesor de sus entrañas.

Poco ha importado a nuestra élite política la necesaria alternancia en el poder entre opciones de izquierda y derecha, como una de las características de una democracia auténtica. Unas veces acudiendo a la violencia y al asesinato como ocurrió con Pizarro, Jaramillo o Pardo Leal. O desplegando una inmensa capacidad para cooptar al opositor político, para domesticarlo, para amansarlo. Cierto es que las izquierdas y las fuerzas independientes al establecimiento político pudieron incidir en la expedición de la Constitución de 1.991. Que en medio de la violencia más atroz han librado batallas en el Congreso o las altas Cortes. Que han ganado elecciones locales derrotando poderosas maquinarias y castas tradicionales que derrochan dinero por montones y que han podido gobernar desde Alcaldías y Gobernaciones en la mayoría de las veces con audacia, convicciones democráticas y transparencia. Pero cuando se trata del poder nacional, del poder que otorga la Presidencia de la República en un régimen presidencialista, útil para empujar transformaciones sociales de fondo, las élites se cierran y se protegen para preservar sus privilegios. Como para recordarnos que para ellas en Colombia aun no ha pasado la “guerra fría”.

@Antoniosanguino