La Corporación Nuevo Arco Iris (CNAI), anuncia a los lectores que en próximos días será publicada la edición Nº 19 de la revista Arcanos. Este Número contará con el editorial de Fernando Hernández Valencia, director ejecutivo de la CNAI.
Editorial
Esta guerra civil de medio siglo debe terminar ya. Nada justifica la matanza de colombianos por causas políticas, ni es ético celebrar la muerte de la juventud de uno u otro bando en una guerra inútil, como un carnaval siniestro, cuando debería ser la fiesta de la vida la que corone la convivencia de etnias y culturas, en un proyecto de país común sobre esta esquina de América.
Cuando en 1984, después de veinte años de alzamiento armado, se firmaron los acuerdos de tregua entre las guerrillas y el Gobierno Betancur, la propuesta de diálogo nacional de la insurgencia fue replicada con la apertura de la negociación política y el país ensayaba una estrategia de reconocimiento del conflicto y búsqueda de una solución negociada. Después de dos décadas de enfrentamiento armado y represión, durante las cuales el establecimiento articuló una respuesta contrainsurgente que combinaba la militarización del sistema político, la aguda violación a los derechos humanos de la población civil y el recurso de los grupos paramilitares, la apuesta por el diálogo en lugar del autoritario Estatuto de Seguridad, aparecía como una política razonable.
Pero las condiciones no estaban dadas. En plena era Reagan la mentalidad de guerra fría del Gobierno norteamericano inflamaba la política de Seguridad Nacional del Estado colombiano y la doctrina de las fuerzas militares, y la iniciativa de Betancur no concitó el respaldo de los EE.UU, ni del establecimiento político y económico de Colombia. La paz, al decir de Otto Morales Benítez, tenía enemigos agazapados dentro y fuera del Gobierno que la hicieron fracasar en medio del genocidio político de la Unión Patriótica y la tragedia del Palacio de Justicia. Mientras tanto el narcotráfico consolidaba su imperio económico, su influencia social y política y desde allí lanzó el reto de la violencia contra el Estado colombiano.
Las negociaciones de paz de los noventa (M19, EPL, PRT, Quintín Lame, CRS), la Asamblea Nacional Constituyente y la misma Constitución de 1991 crearon un ambiente de apertura democrática y profusa movilización social. Sin embargo el esfuerzo de paz se quedó parcelado, dejando por fuera a las guerrillas más antiguas y de mayor arraigo social, las FARC y el ELN.
Pero sobre todo, la reforma política, contradictoriamente, corrió pareja con la apertura económica que, aplicando el Consenso de Washington, condujo al país hacia el neoliberalismo creando profundas crisis en la industria y la agricultura y gran deterioro social. La negociación de paz entonces, más allá de la desmovilización de cinco grupos guerrilleros y más de 4 mil combatientes tuvo un carácter contrainsurgente en cuanto no significó transformaciones en el orden económico y social en beneficio de la población.
¿Cómo comprender, entonces, la ofensiva paramilitar de mediados de esa década? Ya no se trataba solamente de contener, en criminal e ilegal coyunda de las fuerzas militares del Estado con las AUC, el avance de las guerrillas insurgentes, sino de implementar la mayor operación de despojo territorial moderno, mediante el desplazamiento violento de miles de familias campesinas de sus pequeñas parcelas para implantar un modelo hacendatario de gran producción agraria capitalista, y sobre él “refundar la patria”. El gobierno de Uribe coronaba este proyecto con un régimen político autoritario de características claramente fascistas, y la desmovilización de las autodefensas constituyó un compromiso necesario para consolidar la base social de la Seguridad Democrática.
La negociación actualmente en curso entre el gobierno Santos y las FARC promete la culminación del largo ciclo de violencia por causas políticas. Después del fracaso del Caguán y de la ofensiva del Plan Colombia, la apertura de la Mesa de La Habana en 2012 tuvo la virtud de convocar nuevamente la negociación política como el método necesario para superar definitivamente el conflicto armado. Un Acuerdo General preciso y realista “para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera”, una agenda acotada y una reglas de funcionamiento mutuamente acordadas fueron el punto de partida del nuevo proceso de paz.
A junio de 2015 el avance del proceso de la negociación política es un signo del momento que debemos valorar en toda su dimensión. Los logros de la Mesa, aún con las dificultades propias de una negociación en medio del conflicto armado, ya superan anteriores intentos: acuerdos en tres puntos de la agenda , avances en la Comisión de esclarecimiento histórico y Comisión de la Verdad, acuerdo común de desminado, comisión mixta del fin del conflicto, desmovilización y dejación de armas, participación de las víctimas del conflicto, mesa de género, en fin la dinámica de la negociación se ha demostrado capaz de superar los incidentes de guerra en el territorio, aunque por ello mismo se impone la urgencia de un acuerdo sobre desescalamiento y cese al fuego bilateral que blinde al proceso de provocaciones. El respaldo de la comunidad internacional es sólido, y la misma experiencia internacional en negociación de conflictos armados brinda un cúmulo de herramientas que se pueden adaptar a nuestras realidades.
Particularmente importante es el reciente acuerdo de la Mesa sobre la “Comisión de Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la no Repetición”, que rompe el estancamiento de la negociación sobre el modelo de justicia transicional y promete una concepción integral de la justicia, ligada a la verdad histórica, la reparación y las garantías de no repetición. Y que vincula elementos de la justicia restaurativa en cuanto al papel social, moral y comunitario de la verdad.
Por su parte, la etapa de exploración con el ELN ha identificado los temas de la Agenda y discute las condiciones para la apertura de la Mesa pública de negociación. La dificultad para que este proceso avance radica en la discusión sobre las condiciones para la dejación de armas, aunque el avance de la Mesa de La Habana al respecto puede aportar elementos. Lo resaltable en ambos esfuerzos es que ya en el país se asentó la metodología de la resolución pacífica de conflictos para superar la guerra de medio siglo.
Sin embargo el fin de la confrontación armada por causas políticas eliminará una de las fuentes de la violencia en Colombia, pero no significa la superación de las violencias. Doscientos años de guerras civiles, de regímenes políticos excluyentes y de sectarismos partidistas y religiosos, generaron entre los colombianos una matriz cultural de relación social violenta. La violencia armada, física, verbal y simbólica hace parte de la cultura política que un verdadero proceso de paz debe afrontar. La construcción de una cultura de paz tiene fundamento en el aprendizaje de la tolerancia y la instauración de la tramitación pacífica y negociada de los conflictos.
La etapa del posconflicto armado se presenta compleja. Primero, por el diseño de la negociación de acuerdo con el cual el Gobierno insiste en que allí no están en cuestión ni el actual modelo económico ni el militar. Es decir, las reformas van a estar limitadas dentro de la estrategia neoliberal, lo que ya es visible en el Plan de Desarrollo. Será el movimiento social y político el que imponga su propia agenda de transformaciones mediante la acción colectiva. De todas maneras la insurgencia no es representativa del conjunto de los intereses de la sociedad colombiana, pero su transición a la lucha política puede fortalecer el espectro de las alternativas políticas de la izquierda democrática.
Segundo, por la debilidad del Estado local para gestionar las reformas acordadas de acuerdo con la concepción de paz territorial. Dado el carácter centralista del Estado colombiano, la institucionalidad regional es muy precaria, está mediada por el clientelismo del sistema político o está cooptada por los actores armados ilegales. Es en las regiones donde se va a jugar en gran parte la consolidación de la paz, de allí la necesidad de fortalecer las instituciones territoriales, la capacidad de los agentes del Estado local, el respeto por las organizaciones sociales y comunitarias y la relación Estado- comunidad en la construcción del gran proyecto de paz nacional. Sobre todo, es el Estado social el que debe llegar a las zonas donde durante décadas la población sufrió la violencia de todos los actores armados e identificó al Estado con la represión militar.
Finalmente, por las dificultades de la justicia transicional sin la cual es imposible un verdadero proceso de Reconciliación. El reconocimiento y dignificación de las víctimas, la construcción de la memoria y el relato colectivo del conflicto, el esclarecimiento de la verdad histórica, el ejercicio digno de la justicia, las medidas de reparación, las garantías de no repetición, en conjunto son necesarias para superar la cultura de guerra, odio y desconfianza y tejer una verdadera comunidad política, una sociedad colombiana del siglo XXI pacífica, solidaria, que goce la convivencia en una democracia moderna.