Durante varias semanas, la balanza pareció inclinarse en contra de los diálogos entre el gobierno colombiano y la organización insurgente FARC EP. Sin embargo, el lunes pasado, al cierre del ciclo 39 de las conversaciones, las partes negociadoras dieron a conocer al país y al mundo mediante comunicado, habida cuenta de la decisión de las FARC de iniciar un nuevo cese al fuego unilateral a partir del 20 de julio, su voluntad de retomar el desescalamiento en las acciones armadas, en la perspectiva de un cese bilateral del fuego y de acelerar la negociación en los temas que falta por tratar en la mesa.
Es preciso aplaudir y celebrar esta decisión. Después de que en la Habana se pelaran los dientes gobierno e insurgencia, por fin dieron señales de que les quedan sensatez y cordura. Además, casi siempre a toda crisis la acompaña una cara positiva. En este caso, volver sobre la guerra permitió observar con más claridad el pálpito de la sociedad colombiana y sobre todo constatar que eso de negociar en medio del conflicto significaba a sus actores centrales grandes costos políticos y por lo tanto un daño por momentos peligroso para el proceso mismo.
Reforzar la presencia internacional con Naciones Unidas y con Uruguay, país que funge como representante de Unasur, indica una decisión de rodear de garantías y de legitimidad los acuerdos; a la vez, significa admitir que este reforzamiento implica observancia y seguimiento externo, que se convierten en una saludable presión positiva para las partes. La veeduría internacional al desescalamiento de la guerra y al deseable cese bilateral del fuego eliminará las suspicacias y los balances acomodados de quienes actúan en este proceso de paz como una avalancha de lobos, es decir, los opositores encabezados por el procurador Ordóñez y el expresidente Uribe.
Tras las nuevas noticias, sin duda buenas, llegó el pero. El presidente Santos señaló en su última alocución: “vamos a estar vigilantes sobre lo que hoy se pactó. Y en cuatro meses a partir de ahora, dependiendo de si las FARC cumplen, tomaré la decisión de si seguimos con el proceso o no”. Emulando a su antiguo jefe, trajo la amenaza.
Al respecto, es preciso recordarle al presidente Santos que su segundo mandato estaba más que embolatado. Fueron la izquierda y el movimiento social democrático los que, aún con reservas por ser él un político proveniente de las huestes tradicionales y con un historial nada confiable, se la jugaron para que el resultado electoral le fuera favorable. Creyeron en que el corazón de su proyecto de gobierno era terminar, por la vía negociada, el conflicto armado, proceso iniciado en su primer mandato, y por eso votaron.
Además, la paz es un derecho y una obligación, como lo reza la Constitución, la que Santos juró defender. No está, pues, en su ámbito de decisiones romper un compromiso como el adquirido, dado lo que está en juego. Y si se llegase a presentar una circunstancia que COLOQUE EN VILO EL PROCESO como la posibilidad de su fracaso, sería necesario contemplar una consulta al país, que no sólo sea para refrendar los acuerdos. Esperamos que algo así no llegue a presentarse y más bien se den las cosas para que por fin dejemos de soñar y podamos encontrarnos en la tarea concreta de reconstruir este país.
José Girón Sierra
Observatorio de Derechos Humanos – Instituto Popular de Capacitación