No se puede permitir que se use el concepto de honor militar -o el de una supuesta dignidad revolucionaria- para que algunos hagan de la guerra un negocio eterno.
Los colombianos parecemos especialistas en evitar nombrar las cosas por su nombre. Como si al llamarlas con su verdadera denominación pusiéramos en juego parte del honor. En particular, eso nos pasa cuando nos referimos a la lucha armada que ocurre en nuestro país.
De acuerdo con las normas internacionales, la disputa militar que sostiene el Estado colombiano contra los grupos guerrilleros es un conflicto armado interno. Ese es el nombre de nuestra tragedia: conflicto armado interno. Ponerle otro título o apelativo, solo porque odiamos o despreciamos a alguno de ejércitos en pugna, no sirve para nada ni cambia las características de dicho conflicto. Tampoco sirve de nada colgarle otros apellidos con la intención de precisar la articulación de esta guerra nuestra con otros conflictos.
Es verdad que el conflicto armado interno en Colombia ha durado más de 50 años y que los grupos guerrilleros han usado tácticas y armas que les han granjeado la animadversión de amplios sectores de la población en cuyo nombre dicen luchar; también es cierto que, por razones similares, las Fuerzas Armadas no son bien vistas ni bien recibidas en varios lugares de la geografía nacional. Así mismo, es indudable que el conflicto armado en nuestro país ha tenido causas y consecuencias económicas, políticas y socioculturales que no se eliminarán con la eventual firma de acuerdos entre el Gobierno y las guerrillas. Teniendo en cuenta todo esto, tenemos que reconocer que esto es un conflicto armado interno.
Igualmente se puede reconocer que a lo largo de todos estos años las partes han intentado, tanto la victoria militar, como la negociación política, para terminar con dicho conflicto. Ningún gobierno ni ninguna guerrilla se han jugado toda su suerte en esta guerra a una sola carta. Todos han desarrollado una combinación de estas dos vías haciendo énfasis en una u otra: o bien se buscan acuerdos en una mesa de negociación al tiempo que se desarrolla una ofensiva rigurosa y/o se hace reentrenamiento de tropas y se renuevan dotaciones e infraestructuras, o bien se declara la ofensiva final mientras se buscan o cultivan contactos con el enemigo. Así ha sido y así está siendo. Y no hay deshonor ni mengua de la dignidad por haberlo hecho y por reconocerlo.
Lo que sí quita el honor a los ejércitos, a todos y a cualquiera de ellos, es que algunos de sus altos mandos promuevan o hagan parte de redes de corrupción económica o política. Resta dignidad y legitimidad a los ejércitos que sus comandantes y las unidades bajo su mando sean culpables de la violación sistemática, permanente y coordinada de los derechos humanos o del Derecho Internacional Humanitario. Quita honor y dignidad que los involucrados no renuncien. Y más quita si sus superiores son incapaces de removerlos de sus puestos y enjuiciarlos.
Ningún ejército, por más del pueblo o liberador que se reclame, regular o irregular, puede argumentar válidamente que la corrupción, el enriquecimiento personal y las violaciones de los derechos humanos o al DIH son parte de la guerra. O que hacen parte de los daños colaterales no previstos ni previsibles. A ningún actor armado le creemos cuando dice o sugiere que sus hombres o mujeres cometieron ese tipo de delitos en defensa del honor o para salvaguardar la dignidad.
Así como el odio o el desprecio que cada uno de nosotros puede sentir contra alguno de los ejércitos en pugna no sirve para probar –jurídica o políticamente– la inexistencia del conflicto armado, la supuesta defensa del honor y de la dignidad tampoco es argumento válido para ocultar o justificar la corrupción, las violaciones a los derechos humanos y/o el Derecho Internacional Humanitario que cometan personas vinculadas a dichos ejércitos.
No se puede permitir que se use el concepto de honor militar –o el de una supuesta dignidad revolucionaria– para que algunos hagan de la guerra un negocio eterno con el cual se benefician y enriquecen mediante corruptelas, mientras logran reconocimientos en sus filas a través del crimen y el engaño. Tampoco se puede invocar el honor como coartada para lograr la impunidad.
En cambio, sí es cuestión de honor evitar que los criminales se conviertan en iconos, y sus conductas se vuelvan el ejemplo para imitar.
César Torres
Ver en El Tiempo