«Debemos volver a las raíces del ocio, entiéndase como el estado de pura existencia, para limpiar la cabeza de tantas mediaciones ideológicas y reencontrarnos como seres humanos, para disfrutar de los silencios, extrañar a quien se deba tan gran honor, para resistir en cierto modo y disfrutar nuevamente de las pequeñas cosas, de la naturaleza y sus procesos.»
Últimamente siento que el tiempo pasa mucho más rápido, los días, meses y años, transcurren como una hoja en una ventisca. Podría ser que sea una simple ilusión, intangible y relativo, pero también podría ser una conformación social y subjetiva, al respecto hay muchas teorías que van desde los ámbitos de la filosofía y las ciencias sociales hasta estudios más científicos como la física y astrofísica.
Cuando era niño y adolescente, los días correspondían con la vida, es decir, el tiempo ni pesaba tanto ni era tan volátil, se ajustaba perfectamente a las cosas que hacía, no era más ni menos. Me pueden reprochar el hecho que las cosas en dos puntos del tiempo son diferentes, más si se trata de la consciencia, entonces ¿Cómo puedo comprobar lo dicho anteriormente?, por supuesto, es un riesgo inevitable el proceso reflexivo que ahora realizo, sin embargo, lo siento de esa manera y, tal vez, la mayoría de gente también lo haya sentido así de acuerdo a sus últimas experiencias; me muevo más por el lado de las sensaciones que por las comprobaciones científicas de por sí imposibles en esta cuestión. Naturalmente en la niñez se disfruta de todas las cosas, uno irrumpe en el mundo, lo aprehende en su desnudez, lo investiga; en la adolescencia se quiere romper las imposiciones exteriores.
Sociológicamente podría decirse que, así planteado, el tiempo es una cuestión de consciencia: el adulto se piensa dentro de las relaciones sociales de un mundo ajetreado, estrecho en distancias y dinámico, mediado además por las congestiones informativas e interacciones de comunicación por las redes sociales, bueno, es un decir, la mayoría ni siquiera percibimos los sucesos de nuestro alrededor, es más la percepción de la apariencia de un fenómeno.
Hay un dicho que dice que en la vida moderna se pasa del trabajo a la casa y de la casa al trabajo: en la rutina de la modernidad, ¡por supuesto que sí! Pero el ocio se ha convertido también en una manera de envolvernos en ella, es decir, las horas en el trabajo se hacen difíciles, ahorras o pides un préstamo al banco, viajas o vas a un evento, etc., entras en los circuitos del turista o espectador promedio en el que conocer otros lugares y hacer parte de un espectáculo se hace por el deseo mismo de interrumpir ese ciclo, tal vez para las fotos de recuerdo o por las sensaciones de placer que dichos sitios producen, lugares a su vez determinados por el aura mágica del capital o la historia mercantilizada. Espero que se entienda mi idea detrás, no es criticar el hecho de viajar, asistir o ver un espectáculo, eso es maravilloso, tener la oportunidad de ampliar conocimientos, y sentir los nuevos descubrimientos, sino evidenciar la tendencia de continuar obedeciendo a los mismos ciclos que, al fin de cuentas, son los encargados de producir la desazón en los individuos.
Entonces el ocio se ha convertido en el afán de conocer, de llenar el futuro de compromisos, en el sometimiento a los espectáculos, relacionados a su vez con las concepciones de un placer sumiso. El ocio se ha vuelto en cantidades de espectáculos que pasan uno tras de otros como si fueran insumos momentáneos, -¿Qué debes hacer para ser feliz? Asumir esa vida de placeres. Hemos dejado de maravillarnos por las pequeñas y simples cosas del mundo como si los descubrimientos hubieran finalizado para nosotros los simples mortales, como si nuestros maduros sentidos hubieran sido cubiertos de arena húmeda. Deberíamos retomar la rebeldía del adolescente y la expectativa del niño para volvernos a sorprender y desechar lo que alguna vez odiamos ser.
Lo efímero de la vida se relaciona con la capacidad, igualmente efímera por estos días, con la que se mueve la sociedad en la construcción del placer.
Debemos volver a las raíces del ocio, entiéndase como el estado de pura existencia, para limpiar la cabeza de tantas mediaciones ideológicas y reencontrarnos como seres humanos, para disfrutar de los silencios, extrañar a quien se deba tan gran honor, para resistir en cierto modo y disfrutar nuevamente de las pequeñas cosas, de la naturaleza y sus procesos.
A Platón se atribuye la frase: “Jamás estoy tan activo como cuando no hago nada”, pues bien, apartando el fin intelectual del dicho, el ocio es el principio de la negación de las imposiciones mientras encontramos nuevas formas de aprehender el exterior, ¿Cuál es el afán si todos vamos para el mismo lugar? Quebrar tiempos y distancias sociales es para mí la revelación contra el sentido del mundo moderno.
Por un día salgamos a las calles, caminemos y disfrutemos de una actividad por la que no pagues, habremos de tomar el camino más largo para llegar a casa, pedir un café, inventemos algo para que los minutos y días ve desarticulen de las congestiones del mundo del espectáculo y los placeres efímeros. Quizás vuelva a renacer nuestras ansias de descubrimiento de los placeres desnudos.
Mario Alejandro Neita Echeverry
Politólogo de la Universidad Nacional