Los argumentos de la campaña del No al acuerdo de paz en Colombia, además de abusivamente burdos y simplistas, carecen de sustento alguno a la vista de las 297 páginas del Acuerdo Final, paciente y cuidadosamente elaboradas durante cuatro años de trabajo.
El sorprendente resultado del Plebiscito celebrado el pasado domingo en Colombia, donde el ‘No’ al Acuerdo de Paz suscrito entre el Gobierno y las FARC EP se ha impuesto por un estrecho margen de 56.000 votos entre más de 12 millones y medio depositados, sitúa al concluido proceso de Paz que se adelantó en La Habana desde el año 2012, en un delicado trance. El problema que este resultado ha creado es eminentemente político, en ningún caso es un grave problema jurídico.
El Acuerdo Final para la terminación del conflicto y el establecimiento de una paz estable y duradera, alcanzado el 24 de agosto de 2016 en La Habana, mantiene su validez jurídica a pesar del resultado del plebiscito. Ello por varias razones. En primer lugar, porque el artículo 22 de la Constitución Política colombiana reza: «La paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento». En segundo, porque la sentencia de la Corte Constitucional colombiana que se pronunció el pasado mes de Julio sobre la ley de convocatoria del plebiscito estableció que el resultado de este no tenía ningún efecto jurídico respecto al Acuerdo de Paz, si bien implicaba una obligación política para el Presidente de Colombia, quien decidió unilateralmente convocarlo sin tener obligación de hacerlo.
Y, en tercer lugar, porque el Acuerdo Final ya tiene fuerza jurídica propia conforme al derecho internacional, toda vez que fue suscrito como Acuerdo Especial –figura jurídica de obligatorio cumplimiento prevista en las Convenciones de Ginebra de 1949– y depositado por las partes ante el organismo depositario de las Convenciones de Ginebra, dándole así legitimidad a sus contenidos.
Las FARC EP, si bien el pasado mes de junio aceptaron la realización del plebiscito tres años de discrepancia argumentada, se han venido oponiendo a la celebración de este por varios motivos: porque la Constitución colombiana configura el derecho a la paz como un derecho fundamental, y por tanto como un derecho «contra mayoritario», es decir, un derecho intrínseco a la dignidad humana que no puede ser sometido a consulta, y que de someterse su resultado no tendría efecto jurídico alguno.
Se trata de un derecho indisponible consustancial a la dignidad de la persona, al igual que el derecho a la vida o a la libertad de cualquier ser humano, derechos fundamentales cuyos contenidos y configuración no dependen de la opinión de terceros, salvo que se opte por conculcar la Declaración Universal de Derechos Humanos o el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, además de la propia Constitución colombiana.
Más allá de la tristeza que embarga a cualquier persona al contemplar como un país desaprovecha la oportunidad de acabar con un conflicto que se inició al menos 30 años antes de que existieran las FARC EP –Ley de Tierras 200 de 1936–, sin duda el resultado del plebiscito tiene un efecto político muy grave, y por tanto Colombia tiene un problema político que debe resolver de forma urgente, por medios exclusivamente políticos, no jurídicos.
Los argumentos de la campaña del No
Existe un importante sector de la población que ha entendido erróneamente que el efecto del Acuerdo de Paz seria pernicioso para el país, porque (de atender a los argumentos esenciales de la campaña del No) provocaría la instauración de un régimen político «castro chavista» donde se cercenarían las libertades individuales; porque provocaría una subida de impuestos; porque instauraría una sociedad gobernada por interés de «género», que se asocian a comportamientos «feministas» y «homosexuales»; y porque supondría la impunidad no de los crímenes cometidos durante el conflicto, sino de los delitos e infracciones al Derecho Internacional Humanitario que hubiera causado la guerrilla de las FARC EP.
Tales argumentos, además de abusivamente burdos y simplistas, carecen de sustento alguno a la vista de las 297 páginas del Acuerdo Final, paciente y cuidadosamente elaboradas durante cuatro años de trabajo, observando los derechos de todas las víctimas del conflicto y recogiendo sus inquietudes y opiniones. Lejos de instaurar un régimen «castro chavista», el Acuerdo Final fortalece el derecho a la propiedad privada de los pequeños y medianos campesinos, al blindarlos contra las prácticas de despojo –más de 7 millones de hectáreas usurpadas violentamente– que han padecido históricamente por cuenta de grandes propietarios y sus ejércitos privados -paramilitares-, quienes únicamente defienden el derecho a la propiedad privada si la tierra es para ellos.
En Colombia, el 53% de la tierra aprovechable está en manos de 2.300 personas. Nada molesta más a esos grandes propietarios que oír hablar de los 10 millones de hectáreas que según el Acuerdo de Paz van a ser entregadas y titularizadas a campesinos pobres sin tierra. Y ello porque el Acuerdo de Paz contempla como poco probable que sean devueltas a sus propietarios originales una parte significativa de los 7 millones de hectáreas despojadas durante el conflicto.
El Acuerdo de Paz supone también la eliminación de un gasto diario en conceptos de guerra de entre 7 y 8 millones de dólares, cantidad que podrá redirigir el Estado a inversiones sociales, infraestructuras, salud o educación si así lo consideran las instituciones, sin necesidad de subir impuestos.
Que haya sido el primer acuerdo de paz alcanzado en el mundo en el que ha existido e intervenido una «comisión de género» –ha revisado todos los acuerdos desde la perspectiva de los derechos de mujeres y personas de diversa orientación sexual– ha sustentado el sorprendente argumento, surgido en las iglesias evangélicas más conservadoras y no desmentido por la iglesia catolica, de que el acuerdo de paz generalizaría las relaciones afectivas homosexuales en el país, así como posibilitaría una especie de «dictadura social feminista».
El más descabellado e interesado de los argumentos del No a la paz, es el de la supuesta impunidad que provocan los acuerdos, a pesar de haberse construido un modelo de Justicia que ha sido saludado por instituciones internacionales y organizaciones de víctimas de forma prácticamente unánime. Solamente Uribe, el muy conservador exprocurador Ordoñez y la ONG estadounidense Human Rights Watch, han mantenido una posición beligerante contra el acuerdo de Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), acuerdo que pretende procesar penalmente cientos de miles de conductas criminales que han provocado víctimas y están en la absoluta impunidad.
Por el contrario, es la primera vez que en un proceso de paz, ya fuere en Colombia o en cualquier otro país del mundo, y sin intervención de la comunidad internacional, las partes en una mesa de conversaciones han acordado un sistema integral de justicia y ofrecimiento de verdad –otra palabra no del gusto de los poderosos– ante el cual todos los intervinientes en el conflicto, combatientes y también no combatientes –integrantes de colectivos políticos, de grupos económicos, agentes de gobiernos extranjeros, y otros– deberán comparecer para dar cuenta de sus responsabilidades, si las tuvieran.
Integrantes de colectivos políticos y económicos que nunca han vestido un uniforme ni pisado el barro en una trinchera, pero que han intervenido y/o utilizado la guerra en su provecho político o económico, desde cómodos despachos en Bogotá, disfrutando estructuralmente de impunidad, son ahora los que claman contra una supuesta «impunidad guerrillera» que permitiría la JEP. La Fiscalía General de Colombia tiene preparadas más de 55.000 acusaciones contra las FARC, –responsables, junto a otras guerrillas, de no más del 15% de la victimización causada en el conflicto, según datos de la Unidad de Victimas del Gobierno–, además de las miles de condenas ya impuestas a guerrilleros. Sin embargo, apenas son 3.000 las acusaciones preparadas por la Fiscalía contra agentes del Estado –responsables de un 25% de las victimizaciones– y ninguna, contra organizadores, financiadores o instigadores de grupos paramilitares, responsables de más del 50% de la victimización habida durante el conflicto.
Más de 2.000 «compulsas de copias» (acusaciones derivadas desde un juzgado no competente para investigar) contra financiadores y organizadores de grupos paramilitares, recorren distintas instancias judiciales colombianas desde la aprobación por el entonces presidente Uribe de la Ley de Justicia y Paz en 2005, sin que ninguna institución las procese. Los argumentos del No sobre la supuesta impunidad que provocaría el denominado «Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y garantías de No repetición» acordado en La Habana, no se refieren en ningún momento al tratamiento penal diferenciado que para los agentes del Estado se contempla en dicho Sistema, tratamiento que previsiblemente será utilizado como moneda de cambio en una hipotética renegociación, en aras de mantener los habituales nichos de impunidad civiles.
Mirada al futuro
Respecto al peso político del resultado del plebiscito, la diferencia de 56.000 votos entre el Sí y el No, es mínima en un universo de más de 12,5 millones de votantes y 32 millones de electores. No han podido votar muchos colombianos, por falta de previa apertura de censos electorales en un país donde buena parte de la población campesina carece de documentación, habiendo además más de 4 millones de colombianos en el exterior –muchos de ellos exiliados políticos–, la inmensa mayoría sin censar. Por si ello fuera poco, el paso del huracán Mathew por la región caribe colombiana el día de la votación, provocó una altísima abstención en una región donde masivamente las encuestas daban ganador al Sí y donde efectivamente este venció, a pesar de los cientos de miles de personas que se vieron imposibilitados de ir a votar.
Tras el inesperado resultado, todos los sectores implicados se han pronunciado por continuar el proceso de paz: el Gobierno, las FARC y los defensores del No, si bien estos últimos pueden pretender convertirse en oráculos que pretendan interpretar qué es lo que debe ser modificado del Acuerdo de Paz para que este supuestamente se corresponda con la voluntad expresada por los votantes del No.
Y ya verán los lectores como el oráculo uribista interpretará que son los acuerdos sobre Jurisdicción Especial para la Paz , desmantelamiento del paramilitarismo y Reforma Rural Integral, los que deben ser modificados, o mejor aun «desmantelados». No para que los guerrilleros no puedan disfrutar de una impunidad inexistente en la justicia ordinaria colombiana o en el Sistema Integral definido en los acuerdos – la Fiscalía de la Corte Penal Internacional afirmó en su informe sobre Colombia de noviembre de 2015, que las guerrillas en Colombia son el único actor del conflicto que no ha disfrutado de impunidad, debido a la implacable y constante persecución del Estado en su contra y de sus supuestos colaboradores– sino para excluir de la competencia de la JEP a políticos, empresarios, o en general a civiles organizadores, financiadores o instigadores de los muchos grupos armados paramilitares que han existido o existen en Colombia. Su objetivo no es otro que continuar, por los siglos de los siglos, disfrutando de la impunidad a la que están acostumbrados y que tan pingues benéficos les ha producido.
El lunes 3 de octubre, tal y como habían solicitado los defensores del No, el Presidente Santos convocó a todas las fuerzas políticas a una reunión para abordar la situación creada. La totalidad de los partidos políticos, salvo el Centro Democrático de Uribe, han venido apoyando el proceso de paz. El único partido político que no ha acudido a esa reunión es el Centro Democrático. Ausencia que no puede deberse más que a la falta de voluntad de alcanzar un acuerdo político para salvar el proceso de paz, o a que ni ellos saben en este momento como gestionar el No a la paz que tan irresponsablemente han provocado.
Las propuestas presentadas por el ahora senador Uribe en el Senado, el día siguiente al plebiscito, para supuestamente salvar el proceso de paz (cese al fuego, otorgar amnistías inmediatas, y proteger la vida de los jefes de las FARC) estaban ya incluidas en el Acuerdo de Paz y en el caso del cese al fuego, en vigor desde el pasado 29 de agosto, habiéndose ya iniciado el proceso de Dejación de Armas por las FARC el pasado día 30 de septiembre.
En la amplia convocatoria al dialogo político efectuada por el Gobierno debería incluirse, por justicia y coherencia, a las organizaciones de víctimas, legítimas representantes de quienes padecen o han padecido directamente la guerra, y que quizás por ello han apoyado masivamente el Sí a la paz. Sin su presencia, se excluiría del dialogo nacional a aquellos en cuyo nombre todos los partidos políticos dicen hablar, sin que ninguno de ellos haya recibido nunca expresamente dicha representación. La presencia de las víctimas en el dialogo es imprescindible, porque no parece probable que el mismo «establecimiento» colombiano que en casi cien años no ha sido capaz de acabar ni con la violencia política ni con la guerra, pueda ahora alcanzar un acuerdo político para salvar una paz que estaba ya acordada con las FARC hasta que sus cuitas políticas –Uribe, Santos y la ambición– la hicieron saltar por los aires.
«Nos vemos dentro de 10.000 muertos», dijo un indignado y agotado negociador guerrillero a un negociador del Gobierno tras fracasar el segundo de los cuatro procesos de paz habidos entre el Estado y las FARC. Esta vez, entre todos y todas vamos a preservar y proteger la paz, para que no haya que volver a verse dentro de ningún muerto más. Y esta tarea sin duda es una obligación de la Comunidad Internacional.
Enrique Santiago Romero – Asesor jurídico de las FARC
Ver en Paz Farc- EP