¿Será este un mejor acuerdo como lo señala Humberto de la Calle?
El llamado pacto de Chicoral en 1972 fue el acuerdo entre la élite liberal-conservadora-terrateniente mediante el cual sepultaron los tímidos cambios propuestos en la propiedad de la tierra propuestos por Carlos Lleras Restrepo en 1968. Fue el segundo intento de las corrientes modernizantes por democratizar la propiedad de la tierra, componente central de las causas del conflicto armado que, también en ese entonces, se desarrollaba en el país. El acuerdo de La Habana es el tercer intento por resolver un conflicto armado cuyas raíces se hunden en el despojo violento, y cuyo sector modernizador encabezado por el presidente Santos pareciera, como sus antecesores, quedarse sólo.
El triunfo del No y la constitución de una mesa con sus fuerzas políticas para negociar los cambios con el Gobierno, evoca este pacto y la posibilidad de que se esté cocinando un reversazo en aspectos de fondo si no de manera inmediata hacia el futuro.
Sobra advertir el carácter medular del tema de la tierra en el proceso de negociación entre el Gobierno colombiano y la organización insurgente FARC_EP. Tampoco es un secreto que uno de los puntos neurálgicos de dicho acuerdo para los sectores opositores a tal proceso no era otro que el tema agrario, pues en lo pactado, habida cuenta del lugar central de las víctimas, se ponía en peligro el último despojo violento desatado en la fase de la confrontación armada que tuvo al paramilitarismo como actor principal.
En el llamado nuevo acuerdo entre el Gobierno colombiano y las FARC_EP, se clarifican puntos sobre los que se fundamentó toda la campaña de engaños y se fabricó la estrategia del miedo. Pero también, se establecen cambios en aspectos centrales que desdibujan contenidos claves del primer acuerdo. Miremos esto:
1. El blindaje de lo acordado fue prácticamente desmontado. Al no hacer parte el acuerdo del bloque de constitucionalidad ni comprometer el papel de instancias estatales de seguimiento, como el organismo que se encargará del tema de la seguridad, se remueve uno de los obstáculos que tendrían los futuros gobiernos para esquivar la implementación del mismo y deja en manos de la politiquería su desarrollo. La demanda del blindaje obedecía a un hecho irrefutable: la consuetudinaria práctica histórica de la élite gobernante de no cumplir los pactos, de allí, su importancia capital para rodear medianamente de garantías todo el acuerdo. Ahora todo pendiente “de la buena fe” según dicen los negociadores del gobierno.
Una mirada general al primer acuerdo, permite identificar, seguramente a instancias de las FARC, que dicho blindaje no sólo estuviera en el campo de lo constitucional, sino también en lo político y social: por ello, se propusieron instancias estatales de seguimiento y mecanismos de control ciudadano.
Para los defensores del NO, lograr este desmonte abre la posibilidad para desconocerlo en el futuro o simplemente volverlo insulso. Así lo expresó como intencionalidad el Uribismo en su campaña del No, pensada como parte de la estrategia para llegar a la Presidencia de la República en el 2018. Es poco probable que se sumen a este nuevo acuerdo y persistan en su estrategia opositora que les ha dado buenos dividendos.
2. En cuanto al tema agrario, lo que en esencia se estableció en el nuevo acuerdo fue rodear de garantías a los usufructuarios del despojo violento y dejar a los despojados, a las víctimas, en manos de una legislación que, como la Ley de Víctimas y Restitución Tierras, poco resultados tiene que ofrecer. La expropiación para los no pocos testaferros de los despojadores violentos que el ex procurador y el Centro Democrático organizaron y representaron para el No, y los empresarios de cuya buena fe en la compra de tierras hay que dudar, parece ser un imposible. Como en la ya aludida reforma “llerista”, para el fondo de tierras no quedan si no los baldíos y algunos predios que le logren incautar al narcotráfico. La defensa de la propiedad privada tal como se expresa en el acuerdo pretende dejar intacto dicho despojo.
3. La jurisdicción especial para la paz, tema tan ampliamente discutido en las negociaciones como componente clave para la desmovilización insurgente y para la garantía de los derechos de las víctimas, introduce modificaciones importantes como eliminar los jueces internacionales, con cuya presencia se pretendían crear unas mejores condiciones de independencia frente a una justicia que, como la nuestra, ha sido penetrada por la corrupción y la politiquería.
Llama la atención la exclusión que se hace de los juristas de las organizaciones especializadas en DIH, derechos humanos y resolución de conflictos como posibles magistrados del tribunal para la paz; y la reducción de su papel al de allegar información a los procesos. Si bien muchos de ellos son parte de procesos en defensa de las víctimas, no lo es menos, que en estas organizaciones se encuentre el mayor acumulado en experiencia jurídica, conocimientos y una lectura cercana a la realidad de los impactos y la lógica del conflicto en las comunidades.
¿Será este un mejor acuerdo como lo señala Humberto de la Calle? o más bien ¿se trata del primer paso de una realidad política que no ha sido tocada, la cual está corroborando la magnitud de las resistencias al cambio que se expresan, desde arriba por la defensa a cualquier precio de intereses centenarios, y desde abajo por miedos, desconfianzas y odios cultivados y desarrollados también de manera centenaria?
José Girón Sierra – Investigador en residencia Observatorio de DD.HH. y Paz – Socio del IPC
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