Enero de sol y sombra en Bogotá

Para empezar, realmente no soy anti-taurino. Los matadores me evocan una locura poética y una valentía envidiable. Además, ni siquiera soy vegetariano aunque lo haya intentado un par de veces. Ni animalista, pese a que me encanten los grandes depredadores fuertes y territoriales o me maravillen los más gregarios y gracias a ello aún más inteligentes y exitosos frente a sus dificultades, cuestiones del apoyo mutuo.

La tauromaquia parece tener sus días contados, su público envejece y se reduce de forma acelerada. Pese a que Castella inste a los taurinos a salir del armario, los toros se han posicionado en el sentido común de la gente como una actividad bárbara que incluso en sus lugares de origen pudo haber sido erradicada por monarcas de corte ilustrado. En Colombia más, además de estar muy relacionada con el arribismo y el faranduleo, cuando no con la caverna nacional católica de tradición hispanista.

Se desconfía de la voluntad de la actual administración de Peñalosa en su intención de actuar políticamente en detrimento de las corridas de toros, pero se desentiende el marco jurídico de la discusión. La sentencia constitucional que las reactivó como expresión cultural con arraigo en favor de la protección de estas minorías, los taurinos. Pero a su vez, estudia la forma de echarla hacia atrás tomándolas como espectáculo con maltrato animal, lo que puede repercutir en otras actividades como el coleo o como las corralejas.

Lo cierto es que en cuanto a toros, son precisamente las corridas en la plaza las que gozan de menor fervor popular. Pese a que exista sol para los menos avezados y sombra para los más ilustres asistentes en las gradas, resulta ser un espectáculo elitista encaminado al jet set de la farándula criolla, ya sea en Madrid o Sevilla o en Bogotá, Cali o Manizales. Hay que poner en el terreno de la discusión elitista que son los encierros la actividad realmente popular que pervive en España, que no acaba con la muerte del toro y que, los recortes como actividad acrobática de atletas bien preparados en escuelas, repunta en afecto popular y en altas dosis de adrenalina.

Los toreros de antaño lo sabían, muchos novilleros tomaban la alternativa sin haber visto ni siquiera una corrida de toros dentro de Las Ventas o La Maestranza. Una herida tardaba unos seis meses en curar si no causaba la muerte por gangrena por eso el oficio del toreo estaba a la par del boxeo dentro de las capas populares. Mucho ha llovido desde entonces.

La agenda animalista como tantas otras cuestiones políticas actuales puede ser sorteada dentro de la agenda de la ciudad neoliberal. Los colectivos animalistas más preocupados por la erradicación de las corridas como espectáculo de tortura animal pueden desmarcarse de aquellos otros colectivos que buscan posicionar otras expresiones culturales como los grupos artísticos que buscaban la construcción de una nueva cinemateca, expresiones musicales juveniles o asociaciones deportivas y barrismo metidos de lleno en la construcción de una política distrital de juventud. La cuestión apunta a que los repertorios y la articulación para dejar a las corridas de toros fuera del apoyo institucional en favor de otras actividades de recreación y deporte aquí mencionadas dependen de cómo actuemos a la hora de articularnos para expresar dicho descontento con la reactivación de las corridas de toros.

El tono progresista del neoliberalismo comulga más con la multiculturalidad de los espectáculos segmentados pero viables económicamente que con la subvención de aquellos que no atraen beneficios ni en publicidad, ni en encadenamientos comerciales y laborales. Ya hemos vivido esa zozobra al pensar que la agenda distrital de festivales musicales se veía reducida o fusionada.

Los movimientos políticos y la universidad me han permitido compartir prácticas con muchos activistas loables, llenos de amor y razones legitimadas en su quehacer, tan llenas de valentía y fuerza transformadora necesarias para enfrentar expresiones de la cultura política imperante como el clasismo, el machismo y el racismo. De ellos uno toma nota y se da cuenta que el descontento no sólo es por el maltrato animal o la financiación pública, de que no solo importan tu perro o tu gato sino lo que llevas a tu plato, pero sé que en muchos de ellos hay un nivel de paciencia militante en jalonar al movimiento popular a estas discusiones que no pretende tensar la cuerda hasta desconectarlos del resto de personas para quienes la carne en el plato no es de todos los días más por condiciones económicas que culturales.

También he tenido el privilegio de compartir espacios con los más finos calculadores políticos, sagaces y brillantes, que sin restarle voluntad de cambio a su accionar político dan pasos acertados hacia una mesura necesaria para liderar las fuerzas del cambio. Junto a ellas y ellos he aprendido que la derrota tanto de la lucha insurgente como de la imposibilidad para una la construcción de una nueva izquierda sin personalismos que busquen posicionar sus cuotas políticas pasa por una radical reflexión hacia dentro observando y comprendiendo la matriz cultural en donde se debe buscar inferir, si queremos hacer tránsito a una apertura democrática.

La rabia expresada en escenarios de marcada estratificación social tiende a ser solapada y torpe cuando quien actúa es ese perfume de linchamiento y esa moralina cultural que conduce a las agresiones físicas y verbales a aquellas personas que asisten a los toros en la Santamaría. Tal actuación, pese a ser minoritaria entre los manifestantes y más esporádica de lo que el revuelo mediático acusa, es un flaco favor para la transformación de la cultura goda nacional de la cual esta moribunda actividad taurina hace parte. Parece obviar que ante semejante envalentonamiento clasista de unos espectadores que deben entrar protegidos por la policía, está la promoción de este espectáculo con recursos públicos para la recreación y el deporte de la ciudad.

Esas expresiones de rabia desafortunadamente difíciles de digerir por la gobernabilidad distrital rota por los personalismos exacerbados entre Peñalosa y Petro, es absorbida por la ciudad neoliberal de la manera más excluyente, anillos de seguridad y cordones policiales para el acceso a espectáculos exclusivos en parte promovidos con recursos públicos. Los antidisturbios son solo parte del guion.

Si ante este escenario dejamos que sea la polarización identitaria la que haga el trabajo policial de separarnos entre correctos animalistas y oportunistas populistas, estaremos perdiendo una partida de las tantas por haber dentro de la transformación como expresiones reales de articulación política que posicionen otras formas de habitar la ciudad.

Esteban Clavijo Rodríguez
Politólogo de la Universidad Nacional