El lunes 10 de abril fue asesinada Claudia Johana Rodríguez a manos de su expareja, Julio Alberto Reyes, en el Centro Comercial Santafé en la ciudad de Bogotá. Según reporte de medicina legal, Claudia Johana murió desangrada a causa de las heridas de bala recibidas y después de varias horas de ser tenida como rehén por su agresor. Esta noticia ha aparecido en muchas publicaciones y redes sociales durante los últimos días, por lo que casi podemos afirmar que no vale la pena transcribir la información una vez más.
Quizá lo que amerita escribir un artículo al respecto, es la reflexión que se pueda hacer en torno a dos temas, que comparten un mismo origen y que desnudan una realidad social muy lamentable: La re victimización y la individualización en este tipo de problemática social.
La re victimización consiste en este caso, en culpar a la víctima. En los casos de feminicidios, esta salida es la más fácil y por tanto la que suelen tomar las autoridades y los medios masivos de comunicación, quienes parecen haber adoptado como práctica cotidiana la desinformación y la popularización de análisis pobres y con poca profundidad.
Cuando han sucedido los feminicidios hemos escuchado afirmaciones como: “¿Qué hacía sola transitando por un sector tan peligroso?” o “¡Ella se lo buscó por ponerse esa falda que provoca a los hombres!” o “¿Quién mandó a una mujer con hijos como Rosa Elvira a salir a divertirse con dos compañeros de colegio?”. Hoy, las volvemos a escuchar en el caso de Claudia Johana, cuando el Comandante de Policía que atendió el hecho afirma en sus declaraciones a Caracol Radio, las cuales son citadas posteriormente por el El País.com.co : «Era la crónica de una muerte anunciada. Una persona con un nivel profesional va a una cárcel, conoce a otra persona, se da cuenta de sus antecedentes plenos y aun así establece una relación sentimental con él…” (Ver La historia de violencia oculta tras el crimen de Claudia Johana Rodríguez en Bogotá).
Este tipo de comentarios canalizan la inconformidad que el ciudadano y la ciudadana común siente frente a estas tragedias y le entrega una justificación para poder almacenarlas en el olvido; por lo menos hasta el momento en que, una nueva tragedia de violación, abuso y muerte de una mujer vuelve a permitir que se desencadene la misma dinámica perversa, una vez más. Con un nuevo feminicidio, los periódicos venden más ejemplares, algunos pastores y/o sacerdotes reimprimen nuevas fuerzas a un discurso que discrimina y culpabiliza a la mujer de los problemas de mundo, las autoridades piden mayor presupuesto para armamento en aras de “garantizar la seguridad ciudadana”, e incluso, sirve para desviar la atención de los crímenes contra dirigentes sociales o las manifestaciones de inconformidad de comunidades afectadas por la violencia de diverso cariz; en fin… favorece de manera tan precisa a algunos sectores de la sociedad, que éstos terminan prácticamente asumiendo cada nuevo hecho de violencia contra la mujer, como una gran oportunidad. También va reforzando en la ciudadanía, lenta pero inexorablemente, la visión de que la violencia contra la mujer es algo natural y que afecta sólo de manera particular a la víctima o a las familias relacionadas con la tragedia haciendo invisible el compromiso que como personas y sociedad tenemos frente a la necesidad de erradicar esa violencia.
Aquí cabe la pregunta, ¿es mental y socialmente sano culpar a las víctimas? Por supuesto que no. Lo que algunos presentan como capricho, terquedad o masoquismo de Claudia Johana, en realidad debería verse como la gran capacidad que podemos desarrollar los seres humanos, y particularmente las mujeres, de cambiar positivamente duras realidades y de contribuir a que otra persona tenga la oportunidad de corregir el curso de su vida. Quizá las alertas que prenden su comportamiento, se refieren más a que esa labor debería ser social, colectiva y no solo individual.
Una vez más con el caso de Claudia Johana, nuestra sociedad evade un análisis serio sobre este tipo de hechos y evita afrontar la realidad de que somos una sociedad enferma de violencia. Aun cuando la Organización Mundial de la Salud OMS habla de salud física, mental y social e incluye la violencia como una enfermedad social, Colombia la asume de manera individual y considera que nada tiene que ver con la debilidad de sus instituciones o la incapacidad de coordinar esfuerzos para promover cambios culturales positivos.
La problemática es tan compleja, que va desde los llamados a continuar la guerra por parte de sectores políticos y económicos que claman por la polarización del país; pasando por la promoción de antivalores desde el campo cultural, que incluye la discriminación y agresión por diferencias de género, hasta la promoción directa en los niños de juegos y dinámicas de guerra con la promoción de juguetes y video juegos bélicos, donde puedes matar enemil veces a tus contrincantes, porque: Primero, tienes derecho y segundo, siempre se volverá a levantar para continuar el juego.
Y lógicamente, toca de lleno con nuestro sistema judicial. Seguimos viendo como solución la práctica del castigo y no la de la reparación del daño y la garantía de la no repetición. Hasta ahora, se ha dado más peso a la justicia retributiva (pagar la deuda con la sociedad) y no a la restaurativa, centrada en las necesidades de la víctima y en la posibilidad de quien comete el delito de reparar el daño causado. A nadie le sirven las cárceles atiborradas de personas enfermas que a duras penas sobreviven en condiciones lamentables por el hacinamiento y por no tener acceso a actividades que les permitan reparar el daño causado. No es un secreto que nuestro sistema judicial conserva cuidadosamente las desigualdades sociales de los delincuentes o contraventores. Es bien conocido que sobrevivir en una cárcel colombiana, por ejemplo, es muy costoso y que la persona privada de la libertad no tiene esperanzas de resocialización, cuando por el contrario debe conocer y relacionarse mejor con el mundo del delito para poder sobrevivir allí; mientras se priva a las víctimas de la posibilidad de ser atendidas en las necesidades generadas por la agresión recibida.
Sin embargo, es común que al plantear que un problema compete a toda la sociedad, empecemos a sentir como personas, que nuestra responsabilidad particular se diluye y empecemos a borrar en nuestro pensamiento y actuar cotidiano la necesidad de hacer cambios personales y promover los sociales para transformar esta realidad. Cuando validamos una agresión, o una discriminación por razones de género, orientación sexual, etnia, nacionalidad o creencias respecto a la trascendencia; cuando promovemos los antivalores o encontramos graciosos actos que los reflejan; cuando aceptamos los juicios de valor que nos ofrecen los medios masivos de comunicación sobre diferentes situaciones, basados en análisis pobres e información recortada y sin adoptar una actitud crítica, estamos aceptando y reproduciendo la cultura de la violencia.
Olvidamos la dimensión pedagógica que debemos explorar para poder mejorar la calidad de nuestra ciudadanía y a la que podemos acudir desde nuestra labor cotidiana, sin importar si somos médicas, enfermeros, biólogos, mecánicas, amas de casa, policías, políticos o sicólogos, comprometiéndonos a fondo con la vida y haciendo nuestro mejor esfuerzo para protegerla. Abandonamos los ejercicios de alteridad, es decir de “ponernos en los zapatos del otro o de la otra” y evitamos involucrarnos en los problemas que se generan en la convivencia de nuestras comunidades privándolas de nuestro acompañamiento y buena disposición en la búsqueda de soluciones pertinentes.
En la vida real cotidiana de la mayoría de personas de este país, difícilmente encontraremos al villano de los comics que leíamos cuando niños y que se proponía destruir el mundo; sólo encontraremos personas aturdidas por las dificultades de la supervivencia y los modelos que promociona el mercado de bienes y servicios que nos crean necesidades día a día. Por esto, no pierdo la esperanza de que cada día seremos más las personas que nos proponemos cambiar la cultura y las condiciones de vida en nuestro país.
Por: María Cristina Arias Pulido
Programa Territorio, Paz y Desarrollo
Corporación Nuevo Arco Iris