Aceptaciones

Todo ahora consta de un juego publicitario en el que somos más cómplices que víctimas porque se nos ha enseñado y hemos aceptado sin vacilar.

Hemos aprendido de las leyes del gobierno a ser buenos ciudadanos y a respetar la autoridad a cualquier costo porque es la representación del orden en esta tierra desadaptada y sentenciada a los vejámenes de los “otros”, es la gestión de lo divino sobre lo humano y a lo divino siempre hay que ponerle fe y doblegarnos ante las imágenes sagradas de la autoridad; aunque tenemos la sensación de que es un monstruo insostenible la idolatramos y nos hacen creer que es nuestra necesidad; tan buenos ciudadanos hemos sido que hemos aceptamos en silencio un sinfín de cosas que en otras circunstancias serían anormales o enfermizas: los barrios paupérrimos, la gente marginada y perpetuadas en los esfuerzos por la sobrevivencia, las miradas tristes en los semáforos de los ancianos y ancianas de rostros enjutos y de los mimos que parecen sacados de un cuento de Gabo, los desfalcos públicos, la opulencia en contraposición a la sobrevivencia, los círculos de poder que alimentan infinitamente las oligarquías y las repeticiones de la historia de las que se encargan, las estadísticas como la principal prueba de transformación social y progreso, y la vida como una simple cuestión de peripecias y tretas diseñadas astutamente sobre bases legales.

Pero somos buenos ciudadanos y con constancia votamos cada cuatro años para aplacar nuestros anhelos de cambio y convertirnos de ese modo en el más responsable de los ciudadanos porque gastamos media mañana para salir de nuestros cómodos sillones y votar por cualquier pendejo a cambio de que nuestros intereses materiales (así sean los más nimios como frecuentemente ocurre) e ideológicos (así sean los más egoístas o idealistas) estén asegurados, entonces hablamos de política que no es más que hablar de personajes públicos que representan cada uno a ciertos sectores sociales mientras ellos celebran sus picardías a puertas cerradas; y si ya no nos matamos como antes es porque simplemente morimos entre los silencios y las miradas cómplices que hacemos por entre las rendijas de nuestros fortines de hormigón.

Hemos aprendido de la televisión a ser simples espectadores de la realidad (una que aparece construida entre espejos borrosos de apariencia seniles y desgastados), por eso nos parece que ésta está más allá de nuestra puerta, del barrio, de la ciudad, como si nunca nos fuera a embadurnar con sus manos enlodadas y mentiras que estamos hundidos hasta el cuello; hemos aprendido a engañarnos con entretenimientos de a centavo porque quizás la vida ya no alcance para más y aceptamos que cada uno de nuestros sentidos se ajusten a una pared: oímos solo ecos, vemos y nuestros ojos no son nuestros, degustamos las migajas que nos tiran, nos complacemos en tocar lo imaginario y nunca olemos lo mal que hay en todo esto; ahí escuchamos lo divino y lo humano, lo que está bien, lo que está mal, nos relatan el futuro que no es más que uno hecho a la medida del presente, sin trabas para sus intereses y con balcones más altos desde donde nos puedan vigilar; acordonan nuestro pasado dentro de lo permitido y borran aquello que no le es grato: la indiferencia e injusticias contra los desadaptados y las verdades de los derrotados.

Desde la TV congelan y tiranizan nuestras esperanzas porque para ellos son inútiles y con frecuencia la disfrazan de su futuro, la ennoblecen con esfuerzos y sueños que debemos pagar con la vida. Es inaudito salirse de lo que nos muestran, por eso nos limitan la imaginación con slogans de lo que debemos ser, encriptadas en imágenes e historias sobre el buen ciudadano y los premios que le corresponden, además constantemente nos advierten del caos y el desorden venidero por no hacer lo que es debido; las ortodoxias hablan por sí mismas de que, así como estamos, estamos bien y que por ningún motivo debemos cambiar. La limitación más exitosa es la que nos hace creer que hay un solo modelo de vida exitoso; en los sueños nos hablan para mentirnos sobre lo que es un sueño y se reclaman dueños de ellos, dicen que debemos soñar con cuevas de cristal y brillos de plata colgados en la frente. Desde el sillón de la sala aprendemos a ver el mundo caerse a pedazos por culpa de las guerras sin sentido, y nos inculcan el miedo a valernos por nosotros mismos -Todo es asunto nuestro, nada es asunto de ustedes- nos dicen a cada instante sin darnos cuenta y entonces el sillón en donde estamos se vuelve oceánico e inabarcable.

Aprendemos a rasgarnos las vestiduras por causas ajenas y verdades a medias que responden al interés de enseñarnos a maldecir por odios y piedades, creados desde el cielo o la alta alcurnia; cuando nos reconozcamos en el otro y hagamos desaparecer las fantasmagóricas espinas que llegan de los discursos podremos crear verdades dispuestas a conciliarse y transformarse entre sus componentes más mínimos, de las que nacen de las conversaciones cotidianas, del deseo siempre constante de vivir en paz, de las manos trabajadoras, del amor a lo simple, pues en estos momentos la verdad ha quedado relegada a simples imágenes de cartón que rellenan al antojo de quien sea menester.

Hemos aceptado el mérito como un valor intrínseco de superioridad moral que aniquila nuestro ser social, permitiendo la conformación de una individualidad hermética llena de un orgullo pretensioso y la consecuente normalización de las cosas como son valiéndonos del discurso falaz de las insuficiencias en los esfuerzos y la meritocracia como el sistema que nos lleva a la carrera absurda de desarrollar nuestras capacidades para un mercado laboral que estrecha cada vez más su círculo y que, como todo circulo, adolece de una doble lógica de inclusión y exclusión, al fin y al cabo es el sistema de las legitimaciones de las diferencias sociales que ayuda a la sustracción del vocabulario del concepto “clases” y desaparece del lenguaje la apariencia de confrontación irremediable latente en la sociedad. Seguramente es mucho más conveniente porque incorpora las injusticias del sistema capitalista y las personifica en la ética del mérito, un mapa mental que enclaustra al individuo dentro de sus propios límites, aunque con una falsa ilusión de tenerlo todo a su disposición, como si estuviéramos dentro de una habitación oscura, chocando contra las personas que buscan a tiendas el mismo fin, encontrar la puerta de salida…

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Mario Alejandro Neita Echeverry
Politólogo de la Universidad Nacional