Testimonio sobre el Libro y la alegría de leer

Un día de 1966, me vi metido en un inmenso baúl de mi abuela jugando con unos libros que tenían unas portadas en las que se veían escenas fantásticas y multicolores, con misteriosos personajes que volaban sobre alfombras de finos tejidos; en otras se veían diablos y dioses con alas disputándose la caída al infierno y en otra mujeres en algún cuarto de clima frío. Abrí uno de los libros esperando encontrarme con otras imágenes parecidas a las de la portada, pero todavía no salgo del asombro del desconcierto que experimenté al encontrarme con una cantidad de signos y símbolos indescifrables, que no alcanzaba a interpretar ni mucho menos comprender. Aún no sabía leer.

Mucho tiempo después supe que algunos de esos libros eran Las mil y una noches, La Divina Comedia, y Los Hermanos Karamazov. Debo confesar que ese fue mi primer contacto con los libros y con la literatura, un contacto y lectura de imágenes y no de letras, que se complementaban con la imaginación de los cuentos de brujas que me contaban mis abuelos desde las seis de la tarde hasta las ocho de la noche cuando nos íbamos a dormir tras escuchar la fanfarria que anunciaba en la radio la finalización del programa “RPC Complace”, que era transmitido por la única emisora de Lorica, en el Bajo Sinú, donde me había criado con mis abuelos maternos.

Y fue allí, en El Campano, la finca de mi abuelo, en ese ambiente natural, cuando empecé a entrar en contacto con las primeras letras, gracias a la paciencia de la profesora Betty, quien debía soportar mi ausencia cada vez que yo quería porque el rancho de palma donde dictaba clase a, unos ocho muchachos, era de mi abuelo.

La letra con sangre no entra

Creo que desde entonces nunca más volví a separarme de la literatura ni de la escritura, con la única diferencia de que siempre lo he hecho por pasión y no por obligación, y casi siempre apartado un poco de las estrictas reglas gramaticales que me limitan y en ocasiones me impiden por completo mostrarme tal como soy o tener un encuentro más humano con mis lectores.

Esta alegre experiencia me quedó claramente justificada cuando tiempo después estudié por completo al maestro Gabriel García Márquez y su obra fantástica, literaria, periodística, objetiva, pero sobretodo humana. También comprendí que los libros y la escritura son los que le dan soporte al conocimiento, que su popularización transforma al ser humano individualmente y socialmente, que quien no lee carece de fundamento teórico y siempre se quedará echando un cuento mal echado; que la lectura debe ser una pasión y no una obligación, que a nadie se le debe obligar a leer sino sensibilizar hacia el hábito de la lectura, que quien no lee no escribe porque igualmente carece de fundamento, que los libros son un sitio de encuentro en el que dialogamos con alguien que no está: el autor. En fin, entendí que la letra con sangre no entra, sino con amor.

De la edad de oro al oscurantismo

Tratando de interpretar y comprender la evolución del problema de la lectura en nuestro contexto social y cultural debo destacar, como en otras ocasiones, la época de oro en la que en Montería se percibía en el ambiente el amor y la vocación hacia la lectura; me refiero a la época de los años 60 y 70, y es posible que desde mucho antes, en la que la lectura era algo inherente a la vida cotidiana y académica de la ciudad, en la que no faltaba un lector compulsivo en la familia, en la que los estudiantes de bachillerato amanecíamos estudiando en la Avenida Primera con un termo de café, en la que nuestros padres y madres estaban afiliados al Círculo de Lectores y leían hasta altas horas de la noche, en la que la lectura era un disfrute, un placer. La época en que se compartían libros y contenidos en cualquier sitio de la ciudad; de cuando la biblioteca departamental David Martínez era un verdadero punto de encuentro de lectores y escritores.

Para entonces en que en Montería espontáneamente se formaban sitios de encuentro y diálogo constructivo con fundamento en la lectura de libros, periódicos y revistas; sitios en los que las tertulias eran una necesidad para dialogar sobre temas de lectura y hechos de la vida cotidiana. Para entonces en el Colegio Nacional José María Córdoba (Conalco) habíamos fundado los Centros de Estudios 12 y 13 de Marzo, donde leíamos desde los clásicos de la literatura universal hasta obras de Marx, Hegel y Oparin, tratados de sociología y el origen del universo y la vida. La época en la que reconocidos intelectuales se reunían en el los bares: La Cita, El Percal, El Zorba, El Ganadero, El Candilejas. Los fines de semana la cita era en El Tosca (hoy Toscana) y El Club Ghisays, sitios más informales donde los temas eran deportivos porque se hacían las apuestas de la hípica y el fútbol del rentado nacional en los formularios del 5 y 6 y el Totogol.

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1 comentario en “Testimonio sobre el Libro y la alegría de leer”

  1. Fernando Acosta Riveros

    Saludos de paz y bendiciones desde Guadalajara, México. Ojalá recuperemos la alegría de leer y además de compartir sobre nuestras experiencias. Recomiendo a los lectores en cualquier nación de nuestra América y el Mundo, tres libros que considero esenciales:»La Torah», «La Biblia» y «El Corán», porque nos acercan al Monoteísmo. Ahora que mucha gente se alejó de Dios o pretendió desconocerlo, es tiempo de volver a buscarlo y encontrarlo. Respeto también a quienes no creen y tienen diversos conceptos filosóficos o ideológicos. De los autores de nuestra Patria Grande, siempre recomiendo al cubano José Martí, por su sabiduría, amor y ternura, comprobado en el clásico «La edad de oro». En Colombia y México tenemos eruditos en diferentes géneros. José Revueltas, mexicano; Alfonso Reyes, de la misma nacionalidad, son claros ejemplos. En nuestra Colombia, además de Gabriel García Márquez, vale la pena leer o releer los discursos y escritos del padre Camilo Torres Restrepo, por ejemplo.La lista es innagotable. Literatura, historia, sociología, economía, derechos humanos, publicaciones períodicas, etcétera. !Que vivan los y las lectoras!. Demos vida a los libros y procuremos también escribir, por lo menos 10 minutos al día. Atentamente, Fernando Acosta Riveros

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