Cien años después de su triunfo la Revolución Rusa merece el más grande reconocimiento en el mundo. Hoy hay que decir que la enseñanza más grande fue el haber confirmado que la historia hay que interpretarla y comprenderla desde una perspectiva distinta a quienes pretenden hacernos creer que solo es un fósil y que los hechos históricos son un listado de fechas frías a las que hay que memorizar.
Con la Revolución Rusa comprendimos que la historia tiene su propia dinámica, que las sociedades su propia dialéctica y que para comprenderlas hay que estudiar sus antecedentes desde la filosofía y desde distintas disciplinas del conocimiento. La Revolución Rusa se constituyó no solo en el más grande acontecimiento y referente histórico del siglo XX sino que fue el mayor laboratorio para el estudio y comprobación o negación de las teorías sociológicas que habían definido las etapas de las sociedades del mundo.
Nos enseñó que las sociedades tienen antecedentes determinados por la lucha permanente entre poseedores y desposeídos, entre quienes tienen y quienes no tienen, es decir, la dinámica de la historia está determinada por el impulso de las contradicciones entre quienes lo tienen todo y quienes no tienen ni donde caerse muerto.
Nos enseñó que los males y la maldad no están en el corazón de los hombres, como erróneamente nos los quieren hacer creer las religiones, sino que son el producto de males sociales, de inequidades, de injusticias. Que los males como la guerrilla, el paramilitarismo, el narcotráfico, la corrupción no se originan en el corazón de los hombres sino que son el producto de una sociedad enferma. También que la dinámica social de la humanidad no es el producto del azar sino de una evolución natural y de contradicciones específicas.
Pero más allá de una interpretación desde el materialismo histórico y dialéctico la Revolución Rusa develó por primera vez en la historia de la humanidad las atrocidades del capitalismo salvaje, lo antihumano que lleva en sus entrañas, que el capitalismo no es el mejor sistema del mundo y que el concepto de democracia es relativo y no un dogma.
Pero nos enseñó también una nueva utopía, es decir, una nueva forma de amar la vida, de querer, de soñar, de aspirar, de estudiar, de criticar, de leer, de reflexionar, de protestar, de disentir, y que en las entrañas del capitalismo salvaje no hay espacio para estas utopías que también son parte de la vida. Porque el capitalismo rechaza cualquier forma de soñar distinta a las reglas impuestas por él mismo, que no son otras que las reglas del mercado. La Revolución Rusa nos hizo soñar. En el Colegio Nacional José María Córdoba, Montería (Córdoba), soñamos en los Centros de Estudios 12 y 13 de Marzo, donde leíamos los clásicos Rusos: León Tolstoi, Fiódor Dostoyevski, Mijaíl Sholojov; Máximo Gorki. Inspirados en la Revolución Rusa comprendimos que una revolución se justifica cuando un pueblo se muere de hambre.
Comprendimos que el capitalismo, salvaje, es el culpables de que se produzcan las protestas y las revoluciones en el mundo, que éstas no son el producto del capricho de desadaptados sociales ni de revolucionarios castro chavistas, y que todo movimiento social amerita ser atendido a tiempo, con soluciones profundas.
Pero la Revolución Rusa se estancó por casi 70 años, se quedó en el absolutismo que tanto había combatido. Tarde se derrumbaron los muros que la separaban de occidente. Algo de la ferocidad de la Revolución Rusa inspiró toda esta violencia hasta cierto punto justificada, que se ha dado en Colombia. El dogmatismo soviético en Colombia no puede negarse. Muchos lo asumimos responsablemente como un error superado. Pero no es que se haya traspaleado la revolución, son bobos quienes así piensan, es que Colombia también aprendió a que se puede luchar por un mejor país, que la revolución también es parte de la vida, solo que también es posible sin derramar una gota de sangre. Por eso, la más grande experiencia fue que las revoluciones sangrientas son consecuencia de males peores al de su propia esencia. En Colombia estamos a tiempo de impedirla y no necesariamente a punta de bala, ni con un lenguaje totalitario, sino con un método mucho más eficaz: la inteligencia.
Por Ramiro Guzmán Arteaga
Comunicador social periodista, Mg en educación y profesor universitario