Por fin llegó diciembre. Llegó, como todos los años, con absoluta puntualidad, el día y a la hora señalada y no cuando otros querían que llegara. Llegó como ha llegado desde mucho antes de que derivara su nombre del décimo mes del calendario romano y el duodécimo y último mes del calendario gregoriano. Es decir, diciembre llegó, como todos los años, desde mucho antes que fuera etiquetado como el mes número doce del año, porque diciembre ha existido como una época natural, desde antes de que se le diera un nombre y fuera el punto de llegada o de partida de una determinada cronología, porque diciembre se siente, no necesita regirse por sistemas numérico ni mucho menos por motivaciones anticipadas, publicitarias ni engañosas, porque diciembre se percibe en su estado natural, en las brisas al atardecer, en el color rojo de las trinitarias, en el azul del cielo, y en el lucero que todas las madrugadas, por ésta época del año, se ve desde mi ventana. Además, diciembre se percibe en la piel, en el sentir de la otra gente y en ese conjunto de emociones que constituyen la espiritualidad del imaginario colectivo.
En fin, diciembre llegó como debía llegar, contradictoriamente hermoso. No llegó con la alegría artificiosa con la que algunas emisoras locales pretendían empujarlo para anticiparlo. Diciembre no necesita de eso. No se deja enajenar por las trampas que le colocan, desde septiembre, el capitalismo salvaje y la civilización del espectáculo, para que nos gastemos la plata antes de tiempo; ni se deja chantajear por la cultura del entretenimiento artificial. Tampoco se deja embobar por el mundo digital que todo lo reduce a la mínima expresión tecnológica, que corta el tiempo, la distancia y simplifica la vida, el sexo y el amor; ese mundo que a los jóvenes los ha puesto a escribir artificiosamente “TQM” cuando deberían decir “te quiero mucho”, ese mundo que pretende elevar lo pornográfico a la categoría de erótico.
Pero lo cierto es que diciembre está desde ayer con nosotros, lo veo parado en mitad del patio de tierra, firme como el guayacán rojo y la mancha del papoche. Llegó como una amiga que nos sorprende con la revelación de un secreto bien guardado. Después de todo, su secreto, el de diciembre, es suficientemente sólido para resistir hasta el día de hoy y mantenernos con vida otros 365 días: el secreto de la alegría, la dicha y la fantasía. Porque diciembre es de una alegría generalizada e increíble, sin distingos de clases sociales ni de debates ideológicos desgastantes. A diciembre también hay que agradecerle por sacarnos del doloroso contacto con la realidad y envolvernos en la magia que tienen las preguntas de los niños y los consejos sabios de los ancianos.
Pero diciembre también tiene un extraordinario valor al enfrentarnos a nuestras aversiones y preferencias, a nuestro propio mundo. Nos expone a las tentaciones de la jarana sin sentido y a los engaños de la civilización del espectáculo . Porque más allá de la sola diversión, de querer escapar del aburrimiento, también nos invita a recuperar el tiempo perdido, a ponernos al día con las lecturas aplazadas, las caminatas por el campo, el andar liviano, el vestir sin vanidad; nos pone frente al reto de la vida sostenible, de saber vivir con lo que se tiene, de comer y beber lo que por cultura tenemos en la mesa para compartir con la familia y los amigos, y no lo que nos imponga la gastronomía artificiosa ni el lenguaje imponente, funcional y totalitario del poder económico.
Diciembre pone universalmente a los niños frente a la realidad de elegir, como diría el maestro Gabriel García Márquez, su juguete preferido, que no siempre es el que les gusta a sus padres. En fin, el mundo está cambiando, las estaciones y los períodos de invierno y verano se están enloqueciendo, pero confiemos en que diciembre siga llegando puntualito, como todos los años, cuando debe llegar, como llegó ayer, y no cuando otros pretendan hacerlo llegar artificialmente por adelantado, a empujones. No permitamos que diciembre llegue debilitado, ni que quienes pretenden imponernos un mundo artificial acaben con nuestra originalidad emocional e inteligencia colectiva. ¡Bienvenido diciembre!
Por Ramiro Guzmán Arteaga
Comunicador social periodista, Mg en educación y profesor universitario