Boaventura de Sousa Santos
Traducción de Antoni Aguiló y Àlex Tarradellas
Colombia es otro país latinoamericano donde en 2018 habrá elecciones presidenciales y donde la cuestión de la articulación entre fuerzas de izquierda se plantea con especial intensidad. Tal como podía suceder en Portugal y puede ocurrir en Brasil, la falta de unidad puede significar que el país, independientemente del sentido global del voto de los colombianos, acabe siendo gobernado por una derecha neoliberal, hostil al proceso de paz y totalmente subordinado a los intereses continentales del imperialismo estadounidense.
Entre los factores que pueden volver inviable o condicionar fuertemente la articulación entre fuerzas de izquierda distingo dos: el proceso de paz y la injerencia del imperialismo estadounidense.
El proceso de paz [1]. Mientras escribo estas líneas (enero de 2018), el proceso de paz se encuentra en una perturbadora encrucijada. Después de que el Congreso lo refrendara (con modificaciones significativas respecto al que se había acordado en La Habana tras cinco años de negociaciones), el acuerdo entre el Gobierno y las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) empezó a aplicarse a lo largo de 2017, y lo que se puede decir de este periodo es que no hay muchas esperanzas de que este se cumpla. De hecho, la violencia paramilitar contra líderes sociales aumentó a lo largo del año y, en este momento, debemos sumar el asesinato de treinta exguerrilleros o sus familiares, además de más de un centenar de líderes sociales. Al mismo tiempo, se han iniciado las negociaciones de paz entre el Gobierno y el ELN (Ejército de Liberación Nacional de Colombia).
El acuerdo de La Habana es un documento digno de atención porque en él se identifican al detalle las condiciones para una paz democrática, es decir, una paz basada en la eliminación de las causas sociales, económicas y políticas que conllevaron el conflicto armado. El acuerdo era particularmente detallado con relación a la reforma política y la justicia transicional. Se admitía que el posconflicto colombiano surgía en un periodo de crisis del neoliberalismo y que solo tendría alguna viabilidad de transformarse en un proceso de paz genuino si, a contracorriente, pusiera el foco en consolidar y ampliar la democracia, es decir, haciendo hincapié en la convivencia democrática de baja intensidad actualmente vigente. Tras la fársica narrativa neoliberal —una farsa tan trágica para la mayoría de la población mundial— de que la democracia no tiene condiciones, el posconflicto se transformaría en un proceso de paz si aceptara discutir creativa y participativamente la cuestión de las condiciones sociales, económicas y culturales de la democracia.
Se puede decir que la paz democrática fue el proyecto explícito que orientó las negociaciones. Sin embargo, siempre estuvo subyacente a este un proyecto implícito al que he llamado paz neoliberal. Este proyecto no pretendía ninguna reforma política o económica y solo aspiraba al desarme de las fuerzas de guerrilla para garantizar que el capitalismo agrario y minero nacional y extranjero tuviera libre acceso a la tierra y los territorios. Todo parece indicar que este proyecto implícito era a fin de cuentas el único proyecto para el Gobierno colombiano. A su vez, la derecha más conservadora siempre se había manifestado contra las negociaciones con la guerrilla, y su fuerza quedó demostrada en los resultados del referéndum sobre el acuerdo de paz. Durante un año asistimos a una creciente demonización de la guerrilla llevada a cabo por las fuerzas de derecha, ciertos sectores del Estado (la Fiscalía) y los principales medios de comunicación. Esta demonización tan bien orquestada pretendía quitar a los exguerrilleros cualquier tipo de legitimidad para que la sociedad los viera como miembros de una organización política que no ha sido derrotada militarmente y que, como tal, debe ser acogida por la sociedad debido a su decisión de abandonar las armas y seguir su lucha por las vías políticas legales.
El imperialismo estadounidense. Colombia ocupa una posición estratégica en el continente. Al analizar la historia del conflicto armado en Colombia, se vuelve evidente la injerencia constante del imperialismo estadounidense, y siempre con el propósito de defender los intereses económicos de sus empresas (piénsese en la triste y famosa United Fruit Company), los intereses geoestratégicos de su dominio continental y, evidentemente, los intereses de sus oligarquías aliadas colombianas, unas más dóciles que otras.
Colombia fue el único país latinoamericano que envió tropas para combatir al lado de los estadounidenses en la Guerra de Corea. Fue la Colombia que promovió la expulsión de Cuba de la Organización de los Estados Americanos (OEA) y, más recientemente, fue la Colombia que, en la misma organización, defendió más acérrimamente la expulsión de Venezuela. Bajo el pretexto de la lucha contra el narcotráfico, el Plan Colombia, firmado por Bill Clinton en junio de 2000, transformó Colombia en el tercer país del mundo con más ayuda militar de Estados Unidos (después de Israel y Egipto) y en el país con más ayuda para entrenamiento militar directamente impartido por Estados Unidos.
Para Estados Unidos, ahora centrado en la asfixia del régimen bolivariano de Venezuela, es importante que Colombia siga siendo un aliado fiable para sus propósitos en el continente. Asimismo, es importante que las multinacionales estadounidenses acaben por tener acceso libre a los recursos naturales de Colombia, un acceso que hasta ahora ha sido limitado debido al conflicto armado. Para Estados Unidos, el fin del conflicto armado es una buena oportunidad para que Colombia se entregue de una vez y sin limitaciones al neoliberalismo. Al fin y al cabo, para Estados Unidos es beneficioso que siga el conflicto armado, aunque sea bajo otras formas, para que las fuerzas armadas colombianas, el agente político más próximo del imperio, sigan teniendo un papel crucial en los procesos políticos internos.
Las fuerzas de izquierda y el contexto electoral. La izquierda o centroizquierda colombiana está fragmentada en vísperas de elecciones legislativas y presidenciales. A estas últimas las fuerzas de izquierda presentan a los siguientes candidatos: Clara López, Gustavo Petro, Jorge Robledo, Claudia López, una candidata más bien de centroizquierda, Sergio Fajardo, un candidato de centro que algunos consideran de centroizquierda, y dos candidatos de derecha, Germán Vargas Lleras e Iván Duque. Humberto de la Calle Lombana, que fue el negociador del Gobierno del proceso de paz, ha sido referido como posible candidato de izquierda. El nuevo partido de las FARC [2] se halla en un complejo proceso de consolidación interna, propio de la transformación de grupo guerrillero a partido político. A finales de enero presentó su programa y sus candidatos a las elecciones legislativas y presidenciales. Para estas últimas el candidato a presidente es el histórico líder de la guerrilla, Rodrigo Londoño, más conocido como Timochenko, que lideró el proceso de las negociaciones de paz en La Habana.
En las condiciones actuales, se corre el riesgo de que las fuerzas de izquierda disminuyan o pierdan la representación parlamentaria y de que sean los dos candidatos de derecha los que se disputen la segunda vuelta de las elecciones presidenciales. Cualquiera de los dos, como máximo, acepta la paz neoliberal. Iván Duque, el representante de la derecha más reaccionaria, relacionada con el expresidente Álvaro Uribe, será el que servirá más fielmente a los intereses imperiales.
Por tradición, la izquierda colombiana ha estado muy fragmentada. En el pasado, la gran división fue entre la izquierda reformista (internamente dividida) y la izquierda revolucionaria, adepta a cambios radicales a través de la lucha armada (esta también dividida entre varios grupos armados). Podría pensarse que por fin ha llegado una oportunidad histórica para que la izquierda colombiana se una, puesto que esta división ha desaparecido. Por desgracia, este no parece ser el caso, porque la manera en la que se ha implementado el proceso de paz muestra que la división sigue existiendo de una forma perversa, en el estigma social y político con el que se está señalando a los exguerrilleros. En vez de ser acogidos por haber abandonado las armas, son demonizados por todos los crímenes que cometieron, como si los acuerdos de paz no hubieran ocurrido, como si contra ellos no se hubiera cometido ningún crimen y fueran criminales comunes. La derecha formula este estigma con el lema de que los exguerrilleros usurparán el campo democrático para imponer el castrochavismo. El posconflicto está siendo reconceptualizado como conflicto a través de otros medios solo aparentemente más democráticos.
Las diferentes fuerzas de izquierda reformistas temen cualquier asociación con las FARC, ahora partido político. Al hacerlo, corren el riesgo de situare en el campo de la paz neoliberal y, por tanto, en el campo ideológico de la derecha. Sea de la forma que sea, las fuerzas de izquierda corren el riesgo de rendirse a la lógica de los que claman contra el «castrochavismo». Si interiorizan la idea de que tienen que «limpiar» la imagen de la izquierda, de purificarla, aunque para ello sea necesario retocarla con tintes de derecha, el camino al desastre estará asegurado. Para huir del «infierno venezolano», pueden caer en la más diluida versión de la socialdemocracia europea. Si no se unen, las diferentes fuerzas de izquierda no podrán realizar un programa de izquierda, aunque una de ellas conquiste el poder. Como ya sucedió en el pasado, incluso puede acabar aliándose con fuerzas de derecha.
Al caer en la trampa de tener que escoger entre política como antes o castrochavismo, las fuerzas de izquierda se autoexcluyen del campo en el que sería posible la unidad sobre la base de un programa unitario de izquierda. Ese campo incluiría temas como los siguientes: la defensa del proceso de paz entendida como paz democrática; la lucha contra la enorme desigualdad social y los fascismos sociales que esta crea; la defensa de los procesos populares de gestión de tierra, de formas de economía solidaria, sobre todo en las regiones más afectadas por el conflicto armado; una democratización de la democracia, profundizándola y ampliándola; una reforma del Estado para blindarlo contra la privatización de las políticas públicas a consecuencia de la corrupción y el abuso de poder; un distanciamiento, aunque sea gradual, de los propósitos del imperialismo. Para todo esto sería necesario que el corto plazo se viera como parte del largo plazo; en otras palabras, sería necesario un horizonte político y una visión de país que no se limitara a los cálculos electorales del momento.
Los candidatos y candidatas han venido destacando la necesidad de buscar entendimientos y alianzas entre las fuerzas de izquierda. Una de las candidatas, Clara López, en un comunicado público del 11 de enero de 2018, identificaba los puntos de convergencia y divergencia entre las diferentes fuerzas de izquierda y las exhortaba a articularse y a negociar una agenda común basada en las convergencias, a fin de construir «una gran coalición progresista». Así pues, presentaba una ruta concreta a través del camino de la convergencia:
“1) Dentro de la tradición pluralista de nuestras diversas perspectivas políticas y sin abandonar las diferencias que caracterizan nuestros idearios, acordamos convocar, de manera conjunta, a nuestros conciudadanos a volver a soñar una Colombia en paz, de prosperidad compartida, libre de corrupción y amigable con la naturaleza.
2) Al someternos a la consulta interpartidista el próximo mes de marzo, reconocemos la libertad de conducción de la candidatura triunfante, dentro del programa que apruebe una convención del partido o movimiento de dicha candidatura, con participación de los demás sectores de la consulta y sus aliados, que conformarán la coalición que se compromete a gobernar a Colombia dentro un inquebrantable compromiso con las instituciones, la paz, la democracia, el respeto por la diferencia y el cambio social”.
Y concluía que estaría dispuesta a aceptar la fórmula de convergencia que reuniera más consenso. En el caso de que no fuera posible, se presentaría como candidata. Al parecer, en una demostración de que el pasado pesa más que el futuro entre las izquierdas colombianas, en las próximas elecciones legislativas de marzo habrá tres listas de izquierda: la lista de las FARC, la lista de Gustavo Petro y Clara López, y la lista del Polo Democrático liderada por Jorge Robledo. Una vez más, la derrota se avecina, y esta vez puede ser fatal para la presencia de la izquierda en el Congreso. ¿Cuál será el impacto de esta división en las elecciones presidenciales que se celebrarán dos meses después?
Notas
[*] Este artículo constituye la cuarta entrega que va a dedicarse en este blog al tema de la unidad/articulación de las izquierdas en diferentes contextos contemporáneos y que forman parte del libro ¿Unidad de las izquierdas? Cuándo, por qué, cómo y para qué, Dyskolo, 2018.
[1] En Democracia y transformación social dedico a este tema un capítulo, titulado «Colombia entre la paz neoliberal y la paz democrática».
[2] Conservando el mismo acrónimo para un nuevo contenido: Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común.
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