Por Jandey Marcel Solviyerte / Foto: Jennifer Rueda
¿Qué se puede esperar de un gobierno fascista de turno que bombardea niños, los persigue con perros, drones, tropa sedienta de sangre y los remata?
Lo único que puede esperarse es que el pueblo se levante de indignación y repudio por tal crimen contra los infantes de cualquier rincón del planeta. Usaría de símil que esta historia pertenece a una época futurista, donde una gran máquina de muerte y de destrucción decide arrancar de raíz todo lo que en su condición de humana ternura habita aún sobre la tierra, como los infantes, o a todo aquello que desde su sola biología pertenezca al reino animal, vegetal o mineral, o que en sí mismo represente la vida. Lo usaría, pero ese poco promisorio futuro se ha hecho presente en mi Colombia destrozada, y no hay eufemismos para nombrar la verdadera masacre llevada a cabo por la fuerza pública contra niños reclutados (otra violación al Derecho Internacional Humanitario) por fuerzas hostiles al gobierno, situación que le costó la cabeza al exministro Botero, después de tantas e infames salidas en falso que tuvo el oscuro personaje; la cifra de niños asciende al espantoso número de 18, masacrados desde helicópteros de fabricación estadounidense y por tropa con armamento israelí de última generación, como en Gaza.
El ala más asesina y retrógrada de la política doméstica, la que se encuentra aliada al gobierno de cielo raso de Iván Duque, a quien los hilos criminales de Uribe le han hecho cometer las más atroces barbaridades en acto y en palabra que un presidente (excluyendo a su demiurgo) en tan poco tiempo de su mandato haya realizado en Colombia, sale a defender lo indefendible, porque es ahí justo donde se cae su discurso de protección a la infancia, a las buenas costumbres cristianas y al llamado a una democracia de papel cagado con los excrementos de sus falacias. Salen a justificar con una o dos cláusulas, parágrafos, si mucho artículos del Derecho Internacional Humanitario, el infanticidio perpetrado por el Estado, vistiendo de legítima defensa del Estado en la línea de la guerra mundial contra “el terrorismo” la inhumana acción. Esa sensación de amenaza constante (interna y externa) que un gobierno paranoide como el de EEUU comenzó a aplicar después del 9/11 de 2001 con la caída de las torres gemelas, la vemos reflejada hoy en nuestro entorno tropical y salvaje.
Brian Massumi, filósofo canadiense de la Universidad de Montreal, analiza el sistema establecido por el gobierno de George W. Bush y perfeccionado por sus sucesores, el cual consiste en mantener en una escala de color los niveles de amenaza que el pueblo estadounidense obedece, al antojo de sus gobernantes, y que funciona como un dispositivo de control que sube o baja los niveles de amenaza a colores más tenues, aunque nunca baje del amarillo, del naranja y del rojo, creando un nerviosismo generalizado en la población. “La respuesta-refleja autodefensiva a indicios perceptuales, que el sistema había diseñado para adiestrar a la población con un dispositivo a distancia controlado desde el gobierno central, funciona directamente en el sistema nervioso de cada individuo. Toda la población se volvió una red de nerviosismo, una red neuronal distribuida registrando en masa cambios de cantidad, en un estado de desconcierto total, al ritmo de los saltos entre los niveles de color”.
La capacidad de manipulación biopolítica, con ayuda de los medios masivos de comunicación, ha logrado calar hondo en la mente y en la opinión de los colombianos, al punto que el criterio es una prenda perdida sin posibilidades de reencontrar, y ha permitido que la criminalidad de esa secta fundamentalista llamada Centro Democrático, con sus respectivos aliados de lado y lado, sigan cometiendo toda clase de desafueros sin que exista una talanquera o un dique para frenar los ríos de sangre en casi todo el territorio nacional.
Mientras los medios distraen a la población, ya de por sí adormecida por sus mentiras, con reinados, realitys o con las crisis de los gobiernos vecinos, al interior despliega la máquina toda su fuerza contra los más débiles e indefensos, llámense líderes sociales, indígenas, negros, campesinos, pobres, mujeres, ancianos o niños, bajo una estela de mudez e impunidad. Ahora resulta que son los niños, quienes no tienen otra opción que ser reclutados por grupos armados ilegales, quienes mueren, ya no por la ausencia, sino por la acción indiscriminada de un supuesto Estado social de derecho, donde es este mismo el único poseedor del legítimo monopolio de las armas, y que sean estas mismas armas las que se encarguen de cegar la vida de las futuras generaciones, gracias a la negligencia o a la absoluta inexistencia del Estado en lo concerniente a derechos fundamentales: salud, educación, trabajo, a una vida digna. Colombia está enferma de muerte si acepta una vez más la infamia.
Tanto la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño, firmada por Colombia, incluida de manera somera en la Ley 12 de 1991, y en consecuencia obligado el Estado a cumplirla desde principios de 2002 por medio de la Ley 833 de 2003 y del Decreto 3966 de 2005, así como el Estatuto de Roma, el CRIC, Human Rights Watch y los Convenios de Ginebra, en muchos de sus articulados y protocolos ponen a los niños en una condición especial (combatientes o no) frente a los adultos, por sus solas características, lo cual les da también a los estados mayores responsabilidades con respecto a estos dada su vulnerabilidad.
Incluso dentro de las grandes discusiones que se dan a escala latinoamericana y mundial con relación a la participación de los niños de manera activa en la guerra, la gran mayoría, incluso los más conservadores en sus posturas, están de acuerdo en que si bien para el Derecho Internacional Humanitario un niño combatiente puede ser blanco legítimo de la fuerza en contienda, en este caso el Estado colombiano, la última opción a la cual debe recurrirse es a la de darle de baja, pudiendo de antemano ser combatido, capturado, incluso herido, y solo en ocasiones especiales de combate directo, donde peligre la vida del contendor legitimado por la fuerza y por el derecho, matarlo. Sin embargo, en ningún caso está previsto que se les bombardee de manera tan cruenta, sumado a ello de que la masacre de los infantes fue considerada un daño colateral, siendo el objetivo principal alias “Gildardo El Cucho”.
Los niños terribles de la guerra son esos próceres de baba y lástima que doscientos años después siguen elogiando, agradeciéndoles la herencia maldita que nos dejaron. José Hilario López ingresó a la guerra a los 12 años, José María Córdova a los 14, Sucre a los 15, Santander a los 16, Bolívar, más viejo aún, a los 19. Todos ellos fueron niños y se hicieron hombres en la guerra en medio de las matanzas y las degollinas. Esos son los verdaderos niños terribles de la guerra, no estos que, apenas salidos a empujones del vientre de la madre y de los escasos días de la escuela a empuñar un arma, sin otro camino a elegir, donde no haya bombas, drones y perros sanguinarios como en los tiempos de la conquista, son cazados como animales de presa en un país que no ceja de pavonearse en la barbarie sistemática.