Por Juan Prado -AMA
Durante los meses finales de 2019, una masiva movilización social puso en tela de juicio el funcionamiento de la democracia colombiana y sus instituciones. Entre el 21 de Noviembre y el 22 de Diciembre las capitales del país presenciaron la aparición en el escenario político de un conglomerado de fuerzas sociales nacidas y criadas en la hoguera social que ha producido el recetario neoliberal durante más de cuatro décadas en América Latina.
Nuestras urbes, verdaderas ollas de presión social, fueron sacudidas por un despertar colectivo alimentado desde 2008 por las movilizaciones indígenas, campesinas y estudiantiles que lograron sembrar rebeldías y solidaridades en centros universitarios, ong’s, organizaciones sociales y barriales de diversa índole. Además, los impactos políticos que ha tenido el desarrollo de los acuerdo de paz, los cuales, si bien no lograron terminar con la horrible noche, nos han permitido ampliar la comprensión sobre la historia del conflicto armado, las fuerzas socio políticas beneficiadas con su prolongación y los escenarios posibles en la actual reconfiguración militar que como una plaga, alimentada de la sangre y el dolor los más humildes, amplía diariamente sus garras de muerte y destrucción en toda la geografía del país.
Colombia es una sociedad en ebullición y aún no sabemos con certeza cuál es el devenir que nos depara en los próximos años.
Desde la derrota del Plebiscito por la paz y con la llegada al gobierno de la fracción de la clase política comprometida con el terrorismo de Estado, la posibilidad de reformar mediante cambios institucionales nuestro reciclado Estado de Derecho ha quedado debilitada, silenciada y arrinconada con el asesinato de más de 600 líderes sociales y defensores de derechos humanos desde 2016.
De nuevo las calles, plazas y carreteras aparecen como el lugar para manifestarse y luchar por la conquista de las reivindicaciones sociales olvidadas por el Estado, convertidas en letra muerta pese a los acuerdos políticos que ha contraído con organizaciones sociales, étnicas y populares en nuestra reciente historia política.
En este escenario, no es gratuito que las jornadas 21N o, como nosotros preferimos llamarlas, el cacerolazo nacional en contra de la reforma tributaria, pensional, la privatización de la educación superior y el asesinato continuo de líderes sociales sea definido como la movilización urbana más relevante de los últimos 40 años.
El cacerolazo fracturó el disciplinamiento de la inconformidad social impuesto por el régimen político mediante millonarias campañas de miedo y manipulación implementadas por las fuerzas militares y los medios de comunicación. También cuestionó el repetitivo accionar del movimiento social dedicado a realizar marchas tipo procesión, donde la protesta social, confinada y congelada por las burocracias sindicales y estatales, ha sido sustraída de su potencial emancipador y beligerante.
¿A cuántas marchas asistimos durante años en la oriental, Carabobo, san juan y Colombia sin lograr eco en ciudades que no han dejado de crecer en términos de población y agudización de las desigualdades sociales?
Tomas sin ruta previa y sin liderazgos reconocibles llegaron a territorios cuyos habitantes quien sabe cuánto tiempo llevaban sin presenciar una movilización en vivo y en directo. El coqueteo de cucharas y cacerolas sacudió con su aturdidor sonido el manto propagandístico de la Medellin turística y de negocios que maquilla las violencias, el cinismo y la descomposición social de una ciudadanía adoctrinada en la imposición del sálvese quien pueda.
El cacerolazo abrió de nuevo preguntas alrededor de la división sectorial que caracteriza la movilización social en Colombia, donde en abril marchan los estudiantes, en octubre protestan campesinos y mineros, al otro día los indígenas se toman la panamericana y recuperan sus territorios ancestrales y minutos después, en cuestión de segundos, los camioneros bloquean las principales vías del país. Igualmente puso en el centro del debate las vías que pueden tomar las acciones de resistencia e indignación frente a un Estado dispuesto permanentemente al ejercicio desproporcionado de la violencia
¿Cómo responder con contundencia a un establecimiento que asesina, criminaliza y aplasta a quienes protestan contra el mal gobierno?
Sin duda alguna hay elementos novedosos, portadores de posibles repuestas a este interrogante, en el accionar de profesionales empleados y desempleados, trabajadores del arte y la cultura e intelectuales que protagonizaron durante más de un mes el cacerolazo.
Quizás el aspecto que más resalto y que puede ser canalizado con más eficacia es el papel jugado por el arte en estas jornadas. Convertido por más de veinte años en arma para la denuncia, formación y producción de alegre rebeldía en los contextos más adversos de violencia y control territorial, el arte en su esencia es portador de la imaginación y creatividad que exige un verdadero proceso de transformación social. De ahora en adelante debemos pensarnos la realización de ARTEntados que terminen de sacudir la adormecida, narcotizada y corrompida conciencia nacional.
ARTEntados que conmuevan a los habitantes de las comunas populares, grandes ausentes en la movilización social e inviten a indígenas, campesinos, mineros a la juntanza, a la construcción de un gran movimiento que impulse y organice más cacerolazos, paros y huelgas que toquen los intereses y privilegios de quienes se benefician del estado de guerra en el que vivimos, señalando el camino de bienestar colectivo que exigen las mayorías colombianas.