La violencia en el suroccidente colombiano: causas estructurales y nuevos fenómenos.

Por Observatorio del conflicto y el posconflicto CNAI / Imagen Pacifista

¿Qué se juega en la lucha violenta por dominar la vertiente cordillerana occidental y el litoral pacífico, por parte de todos los actores tanto económicos y políticos de índole legal e ilegal?

En la investigación histórica realizada por Roberto Romero Ospina, titulada “Expedientes contra el olvido”, se reseña que la primera masacre documentada contra integrantes de la Unión Patriótica cometida por paramilitares, se perpetró el 6 de enero de 1985 en el municipio de Yumbo (Valle del Cauca), allí fueron asesinados los activistas Rafael Arturo Alfaro, Gustavo Adolfo Santos y Álvaro Rodríguez. Esta estadística de terror se cierra en 1997, trece años después, con la masacre de Mapiripan (Meta) en donde los paramilitares asesinaron a treinta (30) personas (campesinos, mujeres, niños y ancianos), crimen que además significó el primer ensayo de terror de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) en la retaguardia estratégica de las FARC, como parte de su plan de expansión paramilitar ejecutado a plenitud entre 1997 y 2005.

Lo que se pretende significar en este análisis, es que la región del suroccidente y el pacífico de Colombia (incluido su centro urbano más importante, la ciudad de Cali y sus municipios metropolitanos, viene siendo afectada por violencias paraestatales desde hace cuatro décadas; y no es una coincidencia que en el municipio de Yumbo se haya perpetrado una de las primeras masacres contra la UP que se tenga documentada, pues esto lo que indica es el nivel de implicación sistemática de las estrategias contrainsurgentes en toda esta macroregión que incluye los departamentos de Valle del Cauca, Cauca, Putumayo, Nariño, y Chocó.

En los años ochenta el municipio de Yumbo fue bastión de la lucha obrera y la resistencia del proletariado en ese departamento;, allí se libraron importantes luchas sindicales y de viviendistas. En el año de 1984 la guerrilla del M-19 realizóo la toma de Yumbo,, pues esa insurgencia tenía una significativa influencia para su operación político militar en esa región; simultáneamente otras organizaciones de izquierda como la UP, contaban con bases sociales en los barrios de invasión promovidos por la Central Nacional Provivienda. En ese entonces, este municipio Vallecaucano tenía una presencia histórica de movimientos populares de origen liberal y de izquierda, que reclamaban democracia y enarbolaban reivindicaciones de cambio del régimen político y económico.; Eeste auge de las resistencias populares empezó a declinar con la aparición del Cartel de Cali y la cultura mafiosa, que coptóo muchos de esos liderazgos a todo nivel tanto departamental como  local, cambiando el paradigma obrero por el del enriquecimiento individual a través del narcotráfico, corrompiendo de paso a la mayoría de los estamentos de la sociedad y el poder político  en el territorio.

Con la firma de la paz de los años noventa y la dejación de armas del M-19, el vórtice de la dinámica de la violencia política y la disputa de los territorios entre la insurgencia, el ejército y los grupos paramilitares, se reinstaló en las montañas del Cauca, de donde nunca se ha ido y por el contrario y se había extendido al shacia Nariño y Putumayo, incluyendo todo el litoral costanero entre Tumaco y Buenaventura.

Ese repertorio de violencia fratricida que ha ocupado casi cuatro décadas de nuestra historia, debe tener explicaciones estructurales, de carácter económico y territorial, más allá de las estadísticas macabras de muertes, masacres y desplazamientos que lamentablemente, día a día, ocupan los titulares de los diarios del país.

Las preguntas que surgen son: ¿Qué está en disputa en la región pacifica de Colombia? ¿qué se juega en la lucha por dominar la vertiente cordillerana occidental y el litoral pacífico, por parte de todos los poderes tanto económicos, políticos, nacionales, transnacionales de índole legal e ilegal y los actores armados?

La respuesta a estas preguntas hay que buscarla en la riqueza del territorio y su ubicación estratégica. El primer gran botín de esta guerra es la serranía del Alto Naya;, ese sistema montañoso que se conecta con los farallones y termina en el litoral pacífico entre Guapi y Buenaventura, muralla natural entre la costa y el interior habitado mayoritariamente por indígenas Nasa y Guámbianos, campesinos colonos que huyeron de la violencia liberalconservadora de los años 40 y negros libertos que se establecieron en  las orillas de los ríos que desembocan al litoral,; formando territorios ancestrales denominados “Consejos Comunitarios Afrodescendientes”. Esta región bendecida, cubierta por nieblas eternas y caminos intransitables, lluvia constante y clima enfermizo, ha sido el refugio de los marginados históricos del gran Cauca, aquellos sin futuro y sin esperanza, a quienes el latifundio les arrebató sus expectativas de vida digna.

En esa región indomable, se hizo fuerte la resistencia armada a un estado y a un régimen clasista y asesino que nunca los ha escuchado. En medio de esas montañas y hondonadas, las tres etnias han sobrevivido estas comunidades, la mayoría de las veces armónicamente; juntas aprendieron a luchar contra la injusticia y el olvido. De esa región han salido centenares de guerrilleros para los diferentes grupos insurgentes que se han establecido en ese territorio; “el indio Manuel Quintín Lame” le enseñóo a su pueblo Nasa a defender su tierra, luchando, incluso con las armas; los campesinos colonos de origen liberal, traían en su huida el legado de sus mayores que combatieron en la guerra de los mil días y que organizaron autodefensas campesinas cuando mataron a Gaitán; y por último los afros que se ocultaron en humedales y esteros de sus verdugos esclavistas, también aprendieron a pelear por la madre tierra y por sus aguas, cantando alabaos y resistiendo la violencia que amenaza con acabar con su cultura y su cosmovisión.

Sobre el Naya  también pusieron su mirada las éelites empresariales y terratenientes Vallecaucanas y Caucanas, que unidas con el narcotráfico, planificaron su conquista en el año de 1998[ac1] [1], cuando importaron el modelo paramilitar  del Clan Castaño para derrotar a la guerrilla de las FARC y el ELN y someter a la población rural que habita esas áreas; la excusa fue librar la zona de guerrilla, pero el verdadero propósito fue y sigue siendo apoderarse de esos ricos territorios, y todo lo que contienen, incluido por supuesto el cultivo, procesamiento y tráfico y producción de cocaína y marihuana, las rutas de embarque y salida de coca por el mar pacífico, y la explotación de los yacimientos de oro y metales preciosos que yacen en el subsuelo de este sistema montañoso, integrando  de paso estas áreas al modelo capitalista extractivista y “descomponiendo” la cultura del el campesinado[2] y las formas ancestrales de propiedad y uso de la tierra de indígenas y afrodescendientes.

En esos años, la fuerte unidad de las comunidades en el territorio, sumado a la presencia histórica de las guerrillas de las FARC-EP, impidió que tuviera éxito el plan de conquista del Naya. La ofensiva del bloque Calima de las AUC, en coordinación con mandos militares del ejército y la policía tuvo su punto de quiebre en la masacre del Naya, y la posterior contraofensiva de las FARC que termino terminó con una estruendosa derrota del paramilitarismo y la retirada de sus tropas  al mando de Ever Veloza, alias HH, a los campamentos  del centro del Valle del Cauca; posteriormente ese bloque paramilitar se desmovilizó en el año 2005, en las negociaciones de paz de Ralito, entre el gobierno Uribe y las AUC; en consecuencia el plan de reconquista del Naya se aplazó por un tiempo.  

En la actualidad y con la llegada del Uribismo uribismo al poder y la reedición de la política de seguridad democrática, a través de la estrategia de “Paz con legalidad” del gobierno de Iván Duque, la extrema derecha económica, alienta el viejo anhelo de “pacificar”, entiéndase invadir el Naya y de ahí extenderse hacia el suroccidente, a la región pacífica y andina hasta la frontera con el Ecuador.

No es una coincidencia que parte de la estrategia de simulación y sabotaje del acuerdo de paz de la Habana se haya dirigido hacia los departamentos de Cauca, Nariño, Putumayo y Valle del Cauca; el propósito es hacer estallar todo este territorio en conflictos sin control. Por un lado, el gobierno le suspendió las ayudas a cientos de familias cocaleras que se acogieron al PNIS para la sustitución de cultivos de cCoca, desfinanciando ese programa y dejando a mitad de camino el plan de sustitución voluntaria, que las familias campesinas iniciaron en el año 2017, y por el otro lado, las fuerzas de tarea conjunta (FUDRAS) del ejército, intensifican el plan de erradicación forzada en los municipios de Corinto y Argelia en el Cauca; Tumaco, Magüí,ui Payan y Samaniego en Nariño; Mocoa y Puerto Asís en el Putumayo; hechos que han provocado masivas protestas campesinas que dejan varios muertos y heridos entre los manifestantes.

Simultáneamente, con la militarización de las zonas se han incrementado escandalosamente los hechos violentos; entre los meses de enero ya agosto de 2020, se han producido 21 masacres en estos cuatro (4) departamentos, que han dejado cerca de cien (100), victimas mortales, según datos de Indepaz y Marcha Patriótica[3].

La sevicia de las ultimas masacres, como las de Samaniego, Cali y Timba, muestran el crescendo de este tipo de patrón de criminalidad, que, como un virus, aumenta exponencialmente eln número de muertes, hecho que preocupa a toda la sociedad y en especial a las comunidades que han defendido la implementación del acuerdo de paz. Cuando se pierde cualquier límite de respeto por la vida, estamos ad portas de revivir las terribles masacres de los años noventa como la de El salado, Segovia, Mapiripan, en las que los asesinatos alcanzaron hasta el medio centenar de civiles inocentes.

Este repertorio de violencia, es típico del método paramilitar para el control del territorio, pero a diferencia del pasado, estos crímenes no se los atribuye ninguna estructura contrainsurgente, como sí ocurría cuando operaban las AUC en todo el país antes de su desmovilización en el año 2005; antes de ello  estos grupos reconocían su autoría en las masacres y se ufanaban de sus crímenes, mediante los cuales enviaban mensajes de poderío criminal a la sociedad colombiana, invitándola a que respaldara sus acciones como parte del plan para derrotar a las guerrillas.

Hoy el método paramilitar persiste, pero nadie se atribuye la autoría de estas masacres, por el contrario, dejan la carga de la prueba a manos de la fiscalía y las fuerzas militares; por su parte el gobierno nacional de manera presurosa construye matrices de responsabilidad que apuntan al ELN y las disidencias de las FARC, o a supuestos carteles mexicanos que han llegado a Colombia a desatar una nueva fase de terror, con el objetivo de apoderarse por la fuerza de toda la cadena del narcotráfico, lo que pretende generar genera dudas sobre la versión de  las víctimas y las organizaciones de DD.HH, y sobre la seriedad de sus investigaciones.

Surgen preguntas como: ¿esta degradación del conflicto es producto de esos autores, que las primeras hipótesis de las autoridades judiciales señalan como estructuras criminales al servicio del narcotráfico o hay algo más de fondo?, ¿qué intereses hay detrás de este clima de violencia?, o, dicho en otras palabras, ¿cuáles son las causas estructurales e históricas que reciclan las violencias en contra del territorio y los habitantes del suroccidente y el pacífico colombiano?

Las claves pueden estar en las pretensiones de acabar con la autonomía política y económica, que han alcanzado las comunidades del suroccidente y el pacifico colombiano. Autonomía política, a partir de las experiencias de resistencia civil desarrolladas por el movimiento indígena en el Cauca, la consolidación de la guardia indígena como autoridad reconocida por la comunidad, modelo que se ha trasferido a las regiones vecinas en las que los campesinos, resguardos y consejos comunitarios, han conformado guardias campesinas y cimarronas en el territorio y dictan construyen colectivamente las normas de convivencia en las zonas rurales, a la vez que interlocutan con los actores armados y con las fuerzas de seguridad estatales.

Ese empoderamiento desde la base y lo local, ha cualificado la capacidad política del movimiento indígena, afro y campesino, que ha llevado a que el gobierno nacional, deba negociar la agenda de reivindicaciones sociales con los voceros de estas comunidades, sin la intermediación de los cacicazgos regionales o los operadores políticos que dirigen el poder regional.

Esas nuevas insurgencias civiles y pacíficas, echan mano de los mecanismos de protesta social y participación ciudadana, para exigir sus derechos al establecimiento; son molestos para las elites del poder en el territorio, es por ello que la aristocracia terrateniente Caucana y el notablato hacendatario e industrial del Valle del Cauca se han unido en una cruzada por acabar con este poder plebeyo que les compite su hegemonía de clase. Esas élites han promovido el odio de clase, fomentado la violencia contra el movimiento social, instrumentalizando al ejército y la policía para que reprima a la pobrería indígena, negra y mestiza.

Como la acción coercitiva de ejército y policía no ha sido exitosa para domeñar a ese poder comunitario rural, y el experimento de paramilitarizar la región fracaso fracasó a través del modelo de invasión que puso en práctica el Bloque Calima, mientras existió como estructura armada ilegal, llas elites vienen ensayando una nueva estrategia, que consiste en debilitar el poder de las autoridades ancestrales y comunales desde su interior.

Después de la salida de las FARC-EP del territorio, las comunidades rurales en el Cauca se han venido dividiendo e incluso enfrentando en sus agendas; ese fenómeno ya se presentó en el pasado, en los años noventa en la región del Urabá y significó el desplome de la capacidad de resistencia del proletariado, lo que a la postre aceleró la conquista de esos territorios por parte de las multinacionales bananeras, aliadas con latifundistas y narcotraficantes antioqueños.

La entropía, que enfrentan las formas propias de autonomía rural en la región del suroccidente colombiano, es una amenaza mucha más grave para la supervivencia de las formas organizativas propias (campesinas, afros e indígenas), que las agencias estatales por años han pretendido cooptar.

El otro fenómeno que representa un obstáculo para los grupos de poder en la zona, es la autonomía económica que han alcanzado las comunidades rurales de la región gracias al ingreso del cultivo y comercialización de la coca y la marihuana; los habitantes rurales de las vertientes cordilleranas y el litoral se han visto en la necesidad de recurrir, desde hace varios años, a estas economías de subsistencia ligadas a los cultivos de uso ilícito.

Los pequeños minifundios de las montañas caucanas, ubicados en zonas de difícil acceso, permitieron el cultivo descentralizado de la hoja de coca y de cánnabis, junto a huertas tradicionales; las formas de gobierno comunal por su parte, aceptaron que las autoridades indígenas protegieran esas prácticas de subsistencia económica de colonos, indígenas y afros, pertenecientes a sus resguardos o parcialidades. La presencia histórica de la guerrilla de las FARC en esas zonas creó un muro de protección armada frente al ejército y la policía, garantizando la estabilidad de las actividades asociadas a la cadena de cultivo y producción de sustancias de uso recreativo y alucinógeno, formando a la vez un contingente de mano de obra de jornaleros y raspachines, muchos de ellos oriundos de la región, que han mejorado su calidad de vida gracias a la “mata”, como ellos llaman a los cultivos de uso ilícito.

Muchas familias hallaron en esta economía la forma de garantizar la satisfacción de sus necesidades básicas ante la imposibilidad de acceder al circuito económico legal; esa es una realidad que no se puede desconocer a la hora de estudiar las dinámicas políticas, económicas y sociales del suroccidente del país.

Sin embargo, al lado de los beneficios de la economía de la coca y el cánnabis, también se han incrementado los riesgos y las amenazas para las comunidades; un ejemplo claro de ello es el boom de los precios del cánnabis medicinal en los mercados internacionales, y la inflación en los precios de la tierra y de las licencias del cultivo del cánnabis medicinal, en los territorios pertenecientes a los resguardos indígenas del Cauca,; que ha provocado que mafias de la droga y multinacionales de la medicina, estén implementando estrategias para monopolizar este sector de la economía; las multinacionales adquiriendo licencias y tierras aptas para el cultivo del cáñamo, y las mafias financiando guerras entre los campesinos e indígenas por la comercialización del producto. En ese mismo sentido, hay que hablar de los cultivos y la comercialización de la coca, lo que ha desatado la guerra por el control del piedemonte y el alto Naya en donde hay presencia de cultivos de coca, laboratorios de procesamiento y rutas de embarque hacia el océano pacífico por las vías fluviales de los ríos que desembocan desde allí hasta Guapi y Buenaventura.

Lo que pretenden los actores estatales, como el ejército y la policía, o actores ilegales como las estructuras sucesoras del paramilitarismo, es hacer estallar el territorio en conflictos cada vez más violentos que afecten a la población civil; esa anarquía es conveniente para la acción militar implícita en la estrategia de “Paz con legalidad” del gobierno de Iván Duque, por eso no hay que hacerse muchas ilusiones, en respecto de las medidas que tome el gobierno para contener los asesinatos de líderes y excombatientes de las FARC, o para evitar las masacres. Pérfidamente, esos “daños colaterales” son necesarios para convencer a la sociedad de imponer estrategias de mano dura por parte de las Fuerzas militares, realizar aspersiones aéreas a los cultivos de coca y marihuana, y sustituir el poder civil de las comunidades ancestrales a través de las “Zonas Futuro”, que son la nueva versión de las “zonas de consolidación”, puestas en práctica en el pasado por su mentor el expresidente Uribe, en sus ocho años de gobierno de la seguridad democrática.

Corporación Nuevo Arco Iris


[1] Desde la segunda mitad de la década del 80 en la vereda Guachicono del municipio de La Vega, al pie del Puracé, Cauca, ya estaba asentado un campamento paramilitar que tenía  una acción importante en ese sector del macizo colombiano en disputa con frentes de casi todos los grupos insurgentes (M 19, EPL, ELN y FARC) y ya tenía una importante actividad ligada al narcotráfico en conexión con El Bordo – Patía.

[2] La descomposición del campesinado “es un concepto que forma parte del desarrollo de la economía como ciencia aún antes de que Marx abordara el tema; es un proceso inmerso en el desarrollo de la sociedad capitalista que tiende a eliminar todas las formas de producción precapitalistas entre ellas la propiedad de la tierra por parte del que la trabaja cuyo único fin es la reproducción de la familia; el campesino no busca en su

actividad crear capital, solo vivir y heredar la tierra a sus hijos para que a su vez constituyan sus propias familias 

[3] Ver periódico el espectador, agosto 2020


 [ac1]En los años 80 en la vereda Guachicono del municipio de La Vega, al pie del Puracé, Cauca estaba asentado un campamento paramilitar que tenía ya una acción importante en ese sector del macizo colombiano en disputa con frentes de casi todos los grupos insurgentes (m 19, epl, eln, farc) y ya tenía una importante actividad ligada al narcotráfico en conexión con El Bordo – Patía. Yo tuve que cruzar muchas veces por ahí, en mi trabajo con campesinos.