Por: Gustavo Zapata Restrepo / Docente e historiador andino.
Nota introductoria
A instancias de la Comisión de la Verdad, en octubre del 2021 se conmemoraron 40 años del reguardo Karmatarua. La comunidad hizo el ejercicio de contar y escuchar relatos de 40 años de lucha, primero por la constitución del resguardo y la toma de las tierras, y luego por lograr articulación con otros sectores como campesinos, estudiantes y organizaciones inspiradas por el legado de la teología de la liberación en el suroeste.
Según Patricia Yagarí, comisionada encargada del capítulo étnico, los mojones de este proceso de organización indígena son tres: los saberes y prácticas de la comunidad, la teología de la liberación y sus procesos de lucha en el territorio, y los estudiantes, muchos de los cuales apoyaron la alfabetización. En esto fue clave la articulación con las luchas campesinas y sindicales de los años 70 a través de organizaciones como la ANUC (Asociación Nacional de Usuarios Campesinos). Esto con la particularidad de encontrarse asentados en plena zona de colonización antioqueña y rodeados de terratenientes de Andes y Jardín que les hicieron la guerra por todos los medios, siendo el racismo contra el indígena la expresión estructural de las violencias ejercidas.
Este artículo, además de conmemorar los 40 años del resguardo, pretende aportar elementos para la construcción de una historia de Karmatarua, basado en documentos de los archivos históricos de Antioquia y Andes y en otros textos impresos. El autor es respetuoso de la historia que a lo largo de muchos años ha escrito esta importante comunidad indígena.
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Tradicionalmente se ha considerado que nuestra población es predominantemente blanca. Incluso la letra del himno de Andes alude a los fundadores como «esbeltos hidalgos de una estirpe ancestral castellana». Esto responde a la tendencia existente desde la construcción misma de la nación en la que se prefirió la herencia hispana en detrimento de lo negro e indígena. Los procesos de poblamiento en nuestra región estuvieron acompañados del menosprecio de los pueblos originarios en nombre de una supuesta supremacía racial. Resulta gráfico, por ejemplo, que en la época se empleara el término «racional» para diferenciar a indígenas de mestizos.
En nuestros pueblos prevalece la cultura paisa y se ha desconocido el aporte de los vecinos Embera Chamí de Karmatarua. Esta comunidad, en un proceso lento de reafirmación de su identidad y de su autonomía, ha reconstruido su historia ligada a la tierra que sucesivamente ha perdido y recuperado. Con respecto a su nombre original, Caramanta, este correspondería a la castellanización de la palabra embera «Karmata» con la que se denomina a una especie de pringamosa. Karmatarua, entonces, significa tierra de pringamosa, respondiendo a la costumbre de designar los sitios y los ríos con nombres de plantas, peces o aves presentes en la región. La pérdida de este toponímico ancestral y la adquisición del que tuvo desde 1917 (Cristianía), se atribuye al padre Ezequiel de J. Pérez y a la maestra jardineña María Josefa Calderón como parte de un proceso global de evangelización de la comunidad que se inició a comienzos del siglo XX.
En épocas de colonización del suroeste de Antioquia, los indígenas del Chamí se movían desde el nacimiento del río San Juan hasta su desembocadura en el Cauca, lo que les generó los primeros desplazamientos por parte de los colonos. Pedro Antonio Restrepo Escobar asumió desde entonces su defensa. En un pleito jurídico surgido en Titiribí por la posesión de estos territorios, argumentaba: «Estos indígenas tienen en su favor el respeto debido a esta clase desgraciada y perseguida desde la conquista; desde entonces el español persigue al indio y nosotros no debemos asemejarnos a aquellos caníbales detestables. Los indios han poseído estas tierras por más de doscientos años hasta que llegaron los de Titiribí quienes los han arrojado de sus casas y de sus sembrados y han tenido que ir a buscar asilo en otras partes».
En 1859, cuando se hicieron los últimos repartos de tierras, el fundador de Andes se comprometió con hacer respetar los derechos de los indígenas y con «prestarles todo el apoyo legal para evitarles el despojo». A pesar de la actitud paternalista de Restrepo, un año después las tierras más ricas en minería de la cabecera del río San Juan empezaron a quedar en manos de negociantes particulares. Así, por ejemplo, según consta en documento de la Notaría de Andes del 7 de abril de 1860, Miguel Seguro, Ambrosio Yagarí, Félix Tascón, Marcelino Dogirá y José Dogamá vendieron por 100 pesos a Joaquín García sus derechos correspondientes en Dojuro y que les pertenecía como pobladores antiguos.
Una parte del territorio les fue restituido el 13 de noviembre de 1874 por el comerciante y político Gabriel Echeverri, quien entregó 100 fanegadas de tierra a 43 familias que entonces vivían en ellas. Provenían en su mayoría del Chamí (hoy en el Departamento de Risaralda), pero también confluyeron algunas del Chocó, del noroccidente de Antioquia y del Bajo Cauca. Los donatarios, que tuvieron como apoderado al Dr. Restrepo Escobar, debían cumplir con dos condiciones básicas: «Conservar la fracción en proindiviso y no enajenar ni en todo ni en parte la tierra que se les dona y, por tanto, toda venta o cambio que hagan será nula».
El actual territorio de Karmatarua deriva entonces de una feroz persecución y desalojo por parte de la llamada colonización antioqueña a los asentamientos embera. Expulsados, los indígenas se ubicaron en Andes por la época misma de su fundación, lo que generó permanentes contradicciones entre los dos poblamientos. Entre los colonos surgieron dos tendencias enfrentadas: la de tierra arrasada y expulsión de indígenas y la que favorecía el entendimiento con estos; aunque en general, la imagen que se tenía de los nativos no era muy positiva. El escritor Juan de Dios Restrepo, Emiro Kastos, miembro de la élite liberal e ilustrada de la época, que proponía la abolición de los resguardos, en carta a su amigo Camilo Antonio Echeverri fechada en Andes el 14 de mayo de 1856, consideraba que «estos pobres diablos no tienen ya ninguna idea de patria, ni orgullo de raza, ni religión propia, ni siquiera recuerdos de su pasada grandeza». Ese año, según el mismo texto, el cura Joaquín Ignacio Naranjo sostuvo a su costa un individuo para enseñarles a los indígenas «un poco de moral y algunas nociones de cristianismo».
Conformado el resguardo en jurisdicción del distrito de Andes, la Corporación Municipal dispuso en 1875 la creación de una escuela de varones con 15 alumnos dirigida por el señor Apolinar Correa y cuyo «plan de estudios» comprendía «persignarse, la confesión, acto de contrición, el padre nuestro, el credo, los mandamientos de la ley de Dios, firmar el nombre y conocer los números formándolos en la pizarra».
Hasta entonces, los ejercicios de adoctrinamiento en la región corrieron por cuenta de las parroquias o los distritos. La Ley 89 de 1890 convirtió en política de Estado la «reducción de la población salvaje a la civilización», entendida esta como la enseñanza de la moral cristiana y la occidentalización de la cultura. Luego la Ley Órgánica de Educación de 1903 facultó a la Iglesia para impartir instrucción y evangelización.
Januario Henao, director de instrucción pública de Antioquia, le informaba en 1906 al ministro nacional de ese ramo que había en total 300 indios que estaban «civilizándose» debido a los caritativos esfuerzos del abnegado sacerdote Ezequiel de J. Pérez, de El Jardín, con el establecimiento de dos escuelas a cargo de María Josefa Calderón y de su hermano Alberto, quienes «han trabajado con paciencia para domesticar a sus huraños discípulos que al principio asistían cubiertos con pampanillas». El padre Pérez, según el informe, se hizo cargo del «pueblecito de indios» compuesto por once tambos donde se ocupó en enseñarles él mismo la religión como capellán ad honorem y donde casó a dieciocho parejas después de bautizarlas y vestirlas. «Los indios, de los cuales conozco dos que trajo a la capital el padre Pérez, revelan inteligencia y aplicación», concluyó el funcionario.
Caramanta hizo parte del territorio andino hasta 1882 cuando pasó al nuevo distrito de Jardín, hasta entonces fracción de Andes. Ese mismo año se suspendió temporalmente el cargo de protector de indígenas. El prefecto del Departamento de Suroeste, con capital en Jericó, informaba al presidente del Estado de Antioquia en agosto de 1883: «Existe una tribu salvaje en este departamento establecida en el punto denominado Caramanta, hoy jurisdicción de Jardín. En la actualidad no hay protector. Con motivo de la separación de este laborioso y útil ciudadano y por razón de no haberse hecho nuevo nombramiento, los indígenas, según me han informado, son objeto de burla y de infame especulación por los traficantes del Chocó, pues estos, para conducir las cargas, buscan a aquellos de peones y no se les remunera su trabajo».
A partir de 1895, según se desprende de un informe del protector de indígenas de Andes y Jardín, comienza a parcelarse el territorio de Caramanta por petición de algunos beneficiados en la escritura de donación con el argumento de que «indios de otras tribus están reclamando derechos». El informe agrega: «Quiere tener cada uno su porción de terreno para cultivarlo bien como hacen los racionales y no tener molestias entre sí. En la escritura de donación aparece la magnífica y santa condición de que se hace en calidad de inalienable. Esa condición debe existir si llega a verificarse la división que los indios desean». La división del territorio se llevó a cabo paulatinamente y en pocos años, a pesar de su condición de inalienable, quedó en manos de familias andinas.
La fijación de límites entre los distritos de Andes y Jardín originó un largo litigio, pues los andinos durante más de veinticinco años exigieron terrenos en la margen derecha del río San Juan incluyendo el resguardo de Caramanta, para lo cual argumentaban que el municipio vecino no había podido reglamentarlos y conformarlos en un pequeño cabildo y que «los tiene en el mismo estado salvaje de 1882, salvo el establecimiento de una escuela para privilegiar más a una familia que por ilustrar a esos indígenas».
El personero de Andes alegaba, años después, que la municipalidad de Jardín tenía en total abandono a la comunidad y que «no ha sabido hasta el presente (1909) propender por el adelanto de la multitud salvaje, de la cual contados indios saben si mucho leer y escribir, carecen de nociones de gobierno, administración, trabajo, economía y moralidad. Viven de la chicha y para la chicha sin el más mínimo correctivo y bien puede afirmarse que es esta la causa de su embrutecimiento».
Finalmente, en 1913, al Municipio de Andes se le reconocieron los terrenos en litigio excepto los del resguardo que harían parte definitivamente del Distrito de Jardín. En esa nueva fijación de límites fue determinante la decisión de los habitantes de las veredas San Bartolo, Cañaveral, Palestina y Mont Blanc, quienes en cartas permanentes a la Asamblea Departamental manifestaron la necesidad de hacer parte como vecinos de este municipio y todos los mayores de edad firmaron las adhesiones correspondientes; no ocurrió lo mismo con los indígenas de Caramanta porque, según palabras del personero municipal, «esa es gente que no entiende lo que le conviene o perjudica». Bajo esta premisa se aceleró desde entonces el proceso de pérdida de la tierra que fue recuperada parcialmente en 1980 luego de una larga lucha que costó la vida a dos miembros de la comunidad y a su líder histórico el abogado Aníbal Tascón González, en 1981.
En los últimos años el resguardo de Cristianía (hoy Karmatarua) ha continuado su lucha por la autonomía y en 1996 creó un Plan de Desarrollo en el que se consideraron temas como el territorio, los recursos naturales, la familia, la educación, el jaibanismo y el gobierno, y se logró construir un sistema propio de justicia y una Constitución Indígena que regula la vida interna de la comunidad y permite relaciones armónicas entre sus miembros, la naturaleza y la sociedad en general.