Por Juan Guillermo Gómez García
La discusión sobre un posible socialismo se ha venido aplazando en Colombia, por razones de una polarización falsificada en la actual contienda electoral. La expresión o concepto socialismo está no solo lejos de aclararse, sino que todo parece confabularse para sumir el asunto en una discusión entre cantineros enardecidos. La palabra socialismo se rodean de mil fantasmas que es mejor, en estas circunstancias, evitar ser acribillado o perder los estribos ante tanta jactancia descabellada. El primer y acaso el predilecto lugar común con que se asocia el socialismo es a la miseria real, presunta y propagandísticamente exagerada en que vive Venezuela.
Sus migrantes a nuestro país son tratados como ejemplo y, de paso, con todos los calificativos propios de parias (en esto la alcaldesa Claudia López ha roto todos los paradigmas de la insolidaridad), sin olvidar que el gobierno de Duque se ha querido beneficiar, con su diplomacia canalla, de esas masas desafortunadas y los grandes medios las presentan en general como delincuentes «extranjeros» (en realidad, son compatriotas si atendemos el hecho histórico de que fue Bolívar quien nos dio la Independencia, nuestro nombre como nación soberana y nuestro primer marco constitucional).
El imaginario malintencionado del socialismo venezolano predispone a muchos compatriotas para temer el socialismo, aborrecerlo y desear de todo corazón que nuestro país no caiga en la trampa mortal del fracaso monumental de Hugo Chávez y su sucesor Nicolás Maduro. Hay varias razones para ello. La lucha contra las FARC, en la presidencia de Uribe Vélez con su violenta doctrina de “seguridad democrática”, y ahora la contienda electoral, en que puntea la fórmula de izquierda Gustavo Petro-Francia Márquez, han asegurado esa interpretación sesgada y mendaz del socialismo y todo lo que se le parezca
Esta caricatura sesgada del socialismo (o propiamente dicho, el socialismo del siglo XXI) olvida o quiere olvidar que Chávez llegó a la presidencia bajo un ideario constitucional democrático, que rehízo la imagen histórica del Libertador Simón Bolívar con una audacia y riqueza sin parangón y que fue llorado a su muerte como un líder amado.
Ese relato torpe del socialismo olvida también que Lula da Silva en Brasil, Rafael Correa en el Ecuador, Evo Morales en Bolivia, solo para citar tres ejemplos recurrentes, gobernaron democráticamente a sus naciones, con una voluntad de cambio social significativo y una dignidad soberana para países, desafiando la tradicional dependencia vergonzosa a los Estados Unidos.
Cualquier historiador (y cualquier hombre mediamente informado) sabe que el socialismo es el resultado de una inevitable confrontación de clases y que está destinado a superarlas a favor del hombre explotado, en el marco de la sociedad de masas como consecuencia de la Revolución industrial en el siglo XIX y XX. Cualquier historiador del siglo XIX y XX puede (y debe) indicar que la historia del socialismo es de una rica fecundidad que toca la raíz de los problemas contemporáneos más acuciantes.
Antes de Marx tuvimos los socialismos utópicos, con Saint-Simon o Fourier o Cabet, que idearon un retorno a la naturaleza, una igualdad colectiva y una imagen de sociedad solidaria e igualitaria entre hombres y mujeres (José María Melo, nuestro único presidente indígena fue lector de estos pensadores franceses); solo poco después e inspirado en estas lecturas, Marx supo valorar como una proeza estas imágenes que integró tempranamente en sus escritos parisino de 1844, que un año antes Flora Tristán había expuesto magistralmente en la Unión Obrera.
Con Marx tuvimos el Manifiesto comunista (1848) que hacía eco a las luchas que en ese instante libraba el proletariado parisino contra la Monarquía parasitaria de Louis Philippe y la oligarquía financiera. El proletariado fracasó, pero sus luchas prosiguieron. Le siguió la Comuna de París (1870), que también fracasó. Pero estos grandes esfuerzos desembocan en el gran epos revolucionario de Lenin en la Rusia de 1917. A la historia del socialismo pertenece igualmente el populismo ruso (Herzen descubre la obshina o comunidad campesina de los mujik) y los anarquismos que pueden ser tenidos como descendientes legítimos del utopismo socialista y la discusión con el marxismo de la Primera Internacional (1864).
Estas variantes del socialismo (los “caminos de utopía”, los llama Martin Buber) han inspirado tanto los kibutz en Israel como las comunidades hippies de los sesenta y setenta. No menos al gran pensador peruano José Carlos Mariátegui (iluminó al Che Guevara) quien dio vida política a la comunidad indígena de los ayllú, así como Julius Neyere, Modino Keita, Léopold Sédar y Kwame Nkrumah, herederos y exponentes de un socialismo africano creativo, de hondas raíces nacionales y vigentes en sus alcances potenciales a nuestro presente.
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La discusión sobre un posible y deseable socialismo en Colombia tiene en la figura de Francia Márquez una razón actualizada. Francia Márquez condensa esa larga y fecunda historia de los movimientos libertarios y los socialismos, desde la nostalgia de Rousseau de retornar a la naturaleza hasta los diagnósticos del materialismo expuesto con tanta belleza profunda por Flora Tristán y el movimiento de Nyerere que libertó su natal Tanzania del dominio británico. La vida y el obrar de Francia Márquez despiertan esos sueños de libertad y esas acciones de rebeldía y sus ojos vuelven a lo más valioso y digno de nuestra (tan inmerecidamente sufrida) Colombia. Su fuerza combativa brota de esa fuente vital de justicia social y solidaridad comunitaria, atrayendo a su alrededor a los millones de compatriotas que se identifican con ella y le dan el perfil portentoso de su actual figura presidencial.
Francia Márquez rompe el estereotipo de la mujer destinada a obedecer a los ricos y poderosos, a ser la figura de glamur que pasea por el Club Nogal, con la docilidad y el afecto servil de un perrito de aguas. Ella más bien irrumpe en una sociedad clasista y racista, centralista y jerárquica, en un medio político corrupto hasta las entrañas más profundas, y se rebela con una dignidad que hace temblar y llenar de ira mal disimulada a hombres y mujeres que la preferirían frívola, afectada, sumisa.
Su discurso contestatario es disruptivo, como es vigorosa su voz y sus ademanes, adquiridos en su larga experiencia como lideresa y como estudiosa de su medio territorial y nacional. La desenvoltura de sus posiciones y la firmeza franca de sus afirmaciones son inequívocas, hondas en sus repercusiones.
Francia Márquez habla de sí como la representante del país olvidado, la nación marginada por todos aquellos y aquellas que la desean restablecer en sus fundamentos humanos. Por esto sus opositores de la derecha y ultraderecha y de los clubes sociales (todos son de una lobería indescriptible) la quieren silenciar, pero no saben cómo contradecirla o rebatir sus poderosos argumentos llenos de verdad, valor y novedad.
Niega Francia Márquez, con toda razón, ser descendientes de esclavos, porque, dice “nosotros eran libres antes” como “somos libres ahora”: su historia es la historia de la libertad. Esta historia es la de la trata de la esclavitud que significó tantos sufrimientos e injusticias a millones de africanos lanzados a la playas y campos americanos, pero es sobre todo la historia de hoy, en sus territorios enclavados en los más profundo, con sus libertades comunitarias, sus trabajos ancestrales, en el mazamorreo, la agricultura, el pequeño comercio.
Reclama para sí y para las comunidades colombianas en similar condición a la suya, justicia, pero sobre todo una representación digna. Así ha logrado poner la historia de libertad y resistencia en el primer plano del debate nacional. Visibilizarla con insistencia, sacarla de la oscuridad a que la habíamos arrinconada culpablemente. La historia de Francia Márquez es la historia de multitudes sujetas al maltrato y al olvido colectivos, madres comunitarias con el dolor de sus hijos muertos y desaparecidos, que lloran en silencio. Hoy, esas comunidades invisibles se entienden representadas en la hija de Suárez (Cauca), y con ella a la cabeza, reclaman y exigen una posición de poder en el corazón del poder político. Una voz vivaz para un socialismo vivaz. Llega Francia como un rayo de luz reivindicativa a los sobre-explotados, sobre-humillados y sobre-desesperanzados.
No podemos seguir permitiendo que la barbarie haga enmudecer nuestra boca ni que la violencia aprisione nuestros deseos de libertad. Las grandes esperanzas de un cambio dependen de esa voluntad colectiva invocada por Francia Márquez y no es hora de temores ni vacilaciones.
La lucha apenas comienza y los feroces enemigos están también dispuestos a liquidarla. Los instintos degradados de la democracia colombiana no tendrán límites (del 9 de abril a hoy) y sería un optimismo ingenuo pensar que hemos llegado a los fondos de la mala fe pública. Pero los hijos de nuestros hijos podrán confirmar o no, pese a todo, que no defraudamos en las esperanzas de la gran transformación, al votar por la fórmula inédita Petro-Francia y que no fue un cálculo egoísta acompañarlos en sus enormes tareas regeneradoras.